Si todos los caminos llevan a Roma... ¿Por qué no podía tener Madrid al menos uno que lo conectase de forma directa y sobre todo navegable con el Atlántico? La idea suena macarrónica, pero durante un tiempo pareció cobrar toda la lógica del mundo en la cabeza del rey Felipe II.
Razones tenía para quererlo, desde luego. A finales del XVI España recibía barcos cebados con los generosos tesoros llegados de las Américas en forma de metales preciosos, especias y maderas que se desencargaban en el sur del país. Desde allí debían continuar luego hasta Madrid, sede de la corte, en un periplo casi tan complicado y peligroso como la singladura por el Atlántico.
En su viaje hacia el centro de la meseta las carretas debían atravesar caminos que hoy quitarían el hipo incluso al más pintado, viales mal conservados y que se enlodaban cada vez que llovía. Por si eso fuera poco y a modo de guinda, estaba el acecho constante de los bandidos de Sierra Morena. Resultado: el transporte resultaba complicado, no exento de riesgos y encarecía la mercancía.
Felipe II quería remediar todo aquello.
Y creía saber cómo.
En Flandes había visto el provecho que podía sacarse del transporte fluvial gracias a esclusas y canales, elementos que, concluyó, bien podrían emplearse también en la península Ibérica. En el XVI no había pantanos que entorpeciesen el paso de los barcos, el caudal de los ríos lo favorecía y… —he ahí la clave— Portugal estaba bajo el gobierno de los Austria, lo que facilitaba que Madrid pudiese mirar, no ya al Mediterráneo, el Golfo de Cádiz o el Cantábrico, sino directamente a Lisboa.
Con la vista puesta en Portugal
El padre de la idea, la mente maestra encargada de convencer a los no pocos escépticos y sacar adelante semejante desafío técnico fue el italiano Juan Bautista Antonelli, ingeniero militar que ya había servido a las órdenes de Carlos V y destacado por sus diseños de fortificaciones.
En abril de 1581 Antonelli logró una cédula real que le daba carta blanca con un propósito claro: “reconocer y ver el río Tajo desde la villa de Abrantes […] hasta la de Alcántara para comprobar cómo se podría hacer navegable”. El objetivo último de la empresa iba sin embargo más allá de la frontera lusa o Extremadura. Lo que se planteaba era ampliar cauces para que los barcos pudiesen navegar por el Tajo desde Lisboa hasta Aranjuez y continuar desde allí por el Jarama y Manzanares.
Como detalla Pedro Gargantilla en el diario ABC, la idea, tremendamente ambiciosa, pasaba por habilitar una ruta navegable de unos 600 kilómetros que salvase 650 metros de desnivel.
Antonelli no se anduvo por las ramas y poco después presentaba al rey Felipe II en las Cortes de Tomar un proyecto que permitiría surcar el Tajo entre Lisboa y Alcántara, en Extremadura. La idea gustó al Austria. Y tanto que le gustó. Paladeando las ventajas que acarrearía el proyecto para el comercio, sus beneficios para la Real Hacienda e incluso el prestigio que le daría más allá de las fronteras de su imperio, el monarca no tardó en ponerle la alfombra roja a Antonelli.
A los tres meses Felipe II liberaba ya fondos y daba instrucciones al alcalde de Alcántara y las autoridades de Castilla para que le pusiesen las cosas lo más fáciles posible al italiano.
Dos años después, en 1583, Antonelli daba por concluidas las obras para acondicionar el Tajo entre Alcántara y Abrantes y en 1584 el mismísimo Felipe II viajaba de Madrid a Aranjuez para comprobar con sus propios ojos cómo avanzaba aquella empresa que tanto le entusiasmaba y a la que tanto había fiado. A principios del 88 —recuerda la Real Academia de la Historia (RAH)— llegó incluso a organizarse una prueba con siete barzas que viajaron en 15 días entre Toledo y Lisboa.
¿Significaba aquello que el proyecto estaba ya encarrilado? ¿Vieron los madrileños cómo se cumplía el sueño de Felipe II de ver los galeones llegar a las puertas de la capital? ¿Se preparó la ribera del Manzanares para un despliegue de muelles, dársenas y norayes de amarre?
No exactamente.
El delirante sueño de Felipe II se topó con tres enemigos implacables: la muerte, la falta de fondos e... Inglaterra. Y los tres golpearon en un margen tan breve de tiempo que noquearon el plan.
El primer varapalo llegó en marzo de 1588 con la muerte de Antonelli. Su relevo al frente del proyecto lo tomó su sobrino, Cristóbal de Roda Antonelli, pero la empresa ya no levantó cabeza y apenas diez años después fallecía su otro gran promotor, el propio Felipe II. Al proyecto tampoco le favoreció la enorme inversión destinada por el Austria a la “Armada Invencible” con la que pretendía doblar el pulso a Inglaterra ni los graves apuros económicos por los que pasó la hacienda del Estado.
Si aquel escenario no era lo suficientemente complejo de por sí, tiempo después, en 1668, se le sumaba el "divorcio" con Portugal, lo que complicaba un proyecto que aspiraba a saltarse La Raya. El sueño de abrir un canal navegable entre Madrid y el Atlántico en el XVI, sencillamente, se frustró. De infraestructura revolucionara pasó a capítulo curioso en la crónica histórica de los Austria.
Eso sí, la idea siguió coleando durante tiempo después de enterrados Felipe II y Antonelli.
A lo largo de las décadas siguientes otros técnicos de renombre y monarcas de la casa de los Borbones, como los ingenieros Luis Carduchi, Carlos Lemaur, Felipe IV, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV o Fernando VII, plantearon también mejorar las comunicaciones fluviales, aunque no siempre mirando a Portugal. El interés pasó al sur o incluso a las aguas del Cantábrico. Sus empeños también dejaron una huella perfectamente visible, aún a día de hoy.
Fruto de aquel deseo de mejorar las comunicaciones son por ejemplo el Real Canal del Manzanares, entre el Puente de Toledo y el río Jarama; los canales de Aragón y Castilla o el de Guadarrama, que aspiraba a crear una vía navegable de más de 700 kilómetros que enlazase fluvialmente Madrid y Sevilla y para la que llegó a levantarse la gigantesca presa de Gasco, ahora en ruinas.
Imágenes | Nicole Reyes (Unsplash) y Manuel M. V. (Flickr), Museo del Prado
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