Las noches de finales de la década de 1890 eran más oscuras de lo habitual en la Costa Este de Estados Unidos. Cuando el sol se ponía algunas ciudades del litoral, las más próximas al océano, se mantenían en sombras. Sin iluminación. Sin faroles que delatasen dónde estaban o pudiesen revelar su distancia del mar. El motivo: una sensación de psicosis compartida, el miedo a que, al otro lado de las sombras, ocultos en las aguas del Atlántico, hubiese buques españoles al acecho con los cañones listos y apuntando. Entre los ciudadanos se temía un raid de la Armada.
¿Estaba justificado aquel estado de alarma?
Sí. Y no.
España estaba destinada a despedirse del siglo XIX con uno de los mayores batacazos de su historia, un Desastre —así, en mayúscula— que marcaría a toda una generación: la pérdida de sus territorios de ultramar en Filipinas, Cuba y Puerto Rico y la derrota frente a EEUU, una nación tan poderosa y pujante como joven. Casi, casi una recién llegada al tablero internacional.
Un contragolpe frustrado
Antes de dar por perdidos sus territorios y resignarse a asumir el trauma, el Gobierno español estaba decidido sin embargo a presentar batalla. El enemigo era superior y la tarea complicada, pero en juego había intereses importantes y algo igual de influyente: el orgullo. Como llegó a proclamar en 1896 el mismísimo Antonio Cánovas del Castillo, en aquella complicada empresa España estaba dispuesta a desfondar sus arcas. E incluso “dejarse hasta el último hombre” si hacía falta.
No llegaría a tanto la cosa, pero España sí trazó un plan desesperado para intentar dar un golpe en el desafortunado tablero de la Guerra hispano-estadounidense. La idea era sorprender al enemigo. O, en el peor de los casos, hacer un movimiento al menos que levantase la moral patria. ¿Cómo? Con buena parte de la flota de EEUU en Cuba y las aguas de Filipinas, el Gobierno español decidió aprovechar la tesitura y dar un golpe a Washington donde más le doliera: en su propia casa.
El plan, conocido como el “contragolpe español”, era simple, al menos sobre el papel: movilizar la flota nacional para atacar la Costa Este de EEUU y obligar a los estadounidenses a desperdigar sus buques. La encomienda recayó en el almirante Manuel de la Cámara y Livermore y se decidió crear tres divisiones, cada una con sus propias tareas. La idea era dispersar los navíos entre Halifax y el Cabo de San Roque, en Brasil, centrando la atención en objetivos como West Key. Cuando Washington se enteró ordenó que se realizaran apagones nocturnos en la Costa Este.
La primera división, la que debía descargar la mayor parte del contraataque, constaba de cinco navíos, con el Carlos V a la cabeza. Los planes de España pasaban por que la segunda se dirigiera a las aguas del Caribe y estuviera preparada para regresar para la defensa de las costas españolas. Al frente llevaba una de las grandes “joyas” de la Armada española: el acorazado Pelayo.
Solo el Pelayo —y el Carlos V— superaba en potencia de fuego a cualquiera de los barcos que el comodoro estadounidense George Dewey tenía en Filipinas. A los mandos de EEUU desde luego les inquietaba la perspectiva de que el acorazado se sumase a la batalla. En su libro La guerra del 98, Pablo de Azcárate cuenta cómo Dewey, quien pasó a la historia por su victoria en la Batalla de Cavite contra España, en mayo del 98, reconocía “la gran preocupación” que le generaba el Pelayo.
¿Estaba justificado ese temor? El Pelayo, el navío que enturbiaba el sueño a los mandos estadounidenses, era un acorazado de 105 metros de eslora, 2.719 toneladas y un blindaje de acero que llegaba a los 45 centímetros de espesor. Disponía de cuatro torres y cañones y, como recuerda el cronista Francisco José Rozada en el diario La Nueva España, sus características le habían valido el apodo de “El Solitario”. Forges et Chantiers de la Méditerranée lo había botado una década antes, a comienzos de 1887, y estaba en poder de la Armada española desde septiembre de 1888.
Su estampa era imponente, pero de poco sirvió.
El contragolpe español, sencillamente, tuvo mucho en contra y muy poco de golpe. España podía tener navíos y un plan, pero le faltaba algo crucial: apoyos. A Gran Bretaña aquello de que la guerra se extendiese por el Océano Atlántico no acababa de convencerle y temió que su flota mercante acabase perjudicada, por lo que decidió ponérselo difícil a las autoridades españolas.
Y dada su tremenda influencia podía, desde luego.
La derrota de Cavite, en Manila, llevó al Gobierno a replantear su estrategia y dirigir buena parte de su fuerza, incluido el acorazado Pelayo y el Carlos V, al archipiélago asiático. Al alcanzar el Canal de Suez los españoles se encontraron sin embargo con las trabas de las autoridades egipcias, influidas por Londres. Las cosas se complicaron y cuando los buques estaban ya en el Mar Rojo llegaron las noticias del desastre de Cervera en Santiago de Cuba y se decidió el retorno a España.
El resto es historia conocida. El contragolpe se había quedado en un amago y España acabó despidiéndose de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. ¿Supuso eso el fin del Pelayo? No. Al acorazado le quedaban aún por delante varios años de historia, hasta 1924, cuando fue relevado por el acorazado España, se dio de baja en la Armada y se dirigió a Rotterdam para su desguace.
Antes, eso sí, llegó a utilizarse en la guerra de Melilla, en 1909, y jugó un papel importante en 1911.
Imagen: U.S. Naval Historical Center Photograph # NH 46861
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