Cada día aparecen en el mercado nuevos ingenios tecnológicos. Surgen allí, pero llegan también a los periódicos, a los blogs y, cómo no, a nuestras conversaciones. Aterrizan en nuestras vidas a través de imágenes y vídeos muy cuidados, o de textos que describen sus características. Sus nombres son siempre protagonistas.
He titulado mi libro “Palabras invasoras” con cierta ironía porque el mundo de las letras suele reaccionar de forma alarmista -y antipática- ante lo nuevo. En el caso del vocabulario tecnológico, predominantemente inglés, se percibe como una invasión extranjerizante que coloniza nuestra lengua. Esta reacción, sin embargo, es difícil de defender científicamente. Los idiomas son auténticas filigranas de patchwork cultural, formados siempre por retales tomados de aquí y allá.
No obstante, sí hay invasión a través de las palabras. Los nombres de las tecnologías lo consiguen por dos peculiaridades. La primera reside en que se trata de un grupo de palabras ambivalentes. Los lingüistas diferenciamos entre los vocabularios específicos y el vocabulario general. Los primeros son términos utilizados en contextos muy concretos por personas expertas.
El ejemplo más típico son las terminologías profesionales. Lo más distintivo de ellos, más allá de que sean conocidos por menos gente, es que sus significados no son ambiguos. Los botánicos son los únicos que saben lo que es una bráctea, una palabra que siempre significa lo mismo independientemente del contexto en el que se utilice. Las palabras del vocabulario general no funcionan así. Puedes hacer la prueba abriendo un diccionario y escogiendo una línea al azar: seguro que es una palabra con diversas acepciones (y tendrá otras que no estén aún registradas ahí).
El vocabulario tecnológico se siente cómodo en ambos terrenos. Es muy técnico, pero se ha hecho también popular. En ese proceso, ha pasado a perder la exactitud. Ahora llamamos ebook a los libros que compramos en formato digital, pero también al aparato que usamos para leerlos y a los ficheros que los contienen.
Nos descargamos un ebook (fichero) para guardarlo en nuestro ebook (dispositivo) y leer el ebook (libro). La ambigüedad es juguetona porque se pueden decir más cosas de manera sutil. Las palabras tecnológicas conservan el prestigio de su origen terminológico, pero se comportan con la libertad de sus hermanas de la calle.
La segunda particularidad es que se trata de términos que han sido creados como parte del diseño de productos. No necesariamente dentro de los cálculos de venta o del branding, aunque sea un caso frecuente, pero sí siempre concienzudamente. Ayuda a ello que la creatividad de los inventores no se reduzca solo a lo electrónico. Ahí está Richard Stallman llamándole a su sistema operativo GNU, donde la “G” convierte el nombre en un acrónimo irresoluble ya que es la inicial del mismo “GNU” (“GNU is Not Unix!”).
También ese equipo de Ericsson bautizando su estándar de comunicación Bluetooth (diente azul) en honor a aquel antiguo conquistador, protagonista ahora de la última temporada de la serie de televisión Vikingos, con higiene dental controvertida. Los creadores de palabras tecnológicas son traviesos lingüísticamente, pero esa es la parte blanca del juego.
La otra cara de la moneda se encuentra en el efecto que provoca en nosotros, los usuarios, el que se elijan unas palabras y no otras. Esto es especialmente claro cuando el nuevo término es en realidad un reciclaje de otro preexistente. Veamos algún ejemplo. Decimos que los sistemas informáticos tienen virus y que podemos vacunarlos contra ellos. La elección de esas palabras nos obliga a entender el proceso dentro de unas características concretas. Nadie busca culpables de los virus que provocan nuestras enfermedades. También nos hemos acostumbrado a asumirlos como inevitables, aunque nos podamos vacunar.
Otro ejemplo cotidiano: enviamos correos electrónicos. El paralelismo se establece, en este caso, con los correos postales tradicionales. Eso nos da una idea de una carta que es trasladada desde un lugar a otro. Recorre una distancia (¿por el camino más corto?) hasta llegar a su destino. Al final el mensaje ha cambiado de manos.
Y otro: subimos nuestros documentos a la nube. Se conservan sobre nosotros, disponibles para cuando los necesitemos, en estado inocuo, ligero. Cuando queramos, podremos descargarlos de nuevo en nuestro teléfono u ordenador desde aquel limbo maravilloso.
No hace falta ser informático para entender de nubes, ni de correos o virus. Estas metáforas nos hacen la vida más sencilla a la hora de enfrentarnos a los nuevos ingenios tecnológicos. También facilita el que los compremos. No lo haríamos si no los entendiéramos mínimamente. El problema radica en que las metáforas son poderosas. Se trata de las píldoras de información más potentes de que disponen las lenguas.
Cuando oímos la palabra “nube”, estamos escuchando muchos rasgos, heredados de nuestras experiencias con esa palabra y con lo que representa. Las nubes son efectivamente inocuas y bellas. Nos ofrecen el agua, que es la condición primera de la vida. Parecen algodonosas y limpias. Están sobre nosotros, en ese cielo que, por su posición, significa tanto en nuestras vidas y culturas. Ahora hagamos un pequeño experimento. Intentemos visualizar la realidad que hay detrás de las nubes que contienen nuestros documentos.
El primer contraste se encuentra en su posición. No están precisamente sobre nosotros. De hecho, algunas están más bien enterradas, ya que los búnkeres han demostrado ser sitios idóneos para ellas: fáciles de proteger ante ataques (¡la información que contienen es valiosa!) y también de refrigerar. Esto último es importante porque esas nubes son en realidad servidores electrónicos que consumen grandes cantidades de energía y que, por lo tanto, llegan a altísimas temperaturas.
Entre la electricidad que requieren para funcionar y la imprescindible para mantener los grados centígrados controlados, se trata de auténticos agujeros negros ecológicos. ¿Alguna diferencia entre un búnker devorador de energía y una nube? Lo menos que podemos decir es que le resulta muy favorecedor el traje lingüístico que le han elegido.
Algo similar ocurre con los otros dos ejemplos. Los correos no se trasladan, sino que se copian en multitud de ocasiones en su tránsito. El mensaje no pasa de unas manos a otras: al final está no solo en ambos extremos simultáneamente, sino también en muchos puntos del recorrido. Si le pides al destinatario que lo destruya cuando termine de leerlo, le estarás pidiendo un imposible engañado por la metáfora del correo tradicional.
Por último, los virus informáticos no surgen de la nada, sino que los crean personas por diferentes motivos. No mutan como estrategia de adaptación, sino que son diseñados ad hoc para cada objetivo y circunstancia.
No son tres palabras especiales. En el libro explico varias docenas de ellas y no he pretendido ser exhaustivo. La lengua de las tecnologías juega con nosotros a modo de espejismos. Nos parece ver amigos, redes, papeleras, escritorios, memorias, inteligencias, foros, libros… donde en realidad hay procesos que normalmente no se parecen a lo que estas metáforas nos muestran.
En un mundo en que lo electrónico y lo digital han cobrado tanta importancia, haríamos bien en escuchar estos nuevos inquilinos con oídos críticos. Las palabras nos ayudan a entender los inventos, pero habría muchas maneras de interpretarlos y ellas solo nos muestran una. No se trata de que nos invadan desde tierras lejanas. Se trata de que afectan a cómo vivimos.
Fotos | iStock
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