“Que ocurra esto es tan improbable como que a mí me toque el Gordo de la ONCE”. El comentario, lanzado hace solo unos días por Manuel Mitadiel, procurador leonés de C´s en las Cortes, podría sonar a broma si no ocultara en realidad una crítica afilada hacia supuestas irregularidades en las primarias internas de su partido. Durante la revisión de los comicios se contabilizaron 82 votos más de los anotados de forma oficial, suficientes como para inclinar la balanza de un lado u otro. Las dudas empezaron a empañar del proceso tras detectarse anomalías: un número inusual de votos telemáticos registrados en muy poco tiempo, en plena madrugada, y con sospechosas coincidencias en las IP desde las que se emitieron. Al margen de las repercusiones internas para C´s, la polémica vuelve a poner el foco en un viejo debate: ¿funciona el voto telemático?
La cuestión lleva años coleando sin que hasta la fecha los votos telemático y electrónico —la posibilidad de emitir un sufragio a distancia, sin necesidad de desplazarse al colegio electoral o, en el segundo caso, de prescindir de papeletas, pero en una cabina controlada— haya logrado arraigar en España. Y no precisamente por falta de empeño por parte de ciertas instituciones públicas.
En 2010 la Junta Electoral Central aconsejó implantar el sistema y a finales de 2016 el Parlamento Europeo solicitó al Gobierno que revisara el procedimiento para que sus ciudadanos residentes en el extranjero pudiesen ejercer el derecho a voto vía telemática, requerimiento al que siguió días después un informe de la Junta Electoral en el que se apuntaban las posibilidades de ese tipo de sufragio. En una línea similar, hace solo unos meses el Govern catalán retomaba el anteproyecto de ley de voto para residentes en el extranjero que se había paralizado tras la aplicación del artículo 155. El objetivo —argumentaba el conseller d´Acció Exterior, Ernest Maragall— era mejorar “la participación efectiva” y “garantizar el ejercicio del derecho a voto”.
A pesar de esos ramalazos, el voto electrónico es todavía una quimera en España. A mediados de 2017 el Gobierno descartaba implantarlo. La razón: la ciberdelincuencia, el miedo a que casos como el que sacudió la campaña para las presidenciales de Francia en 2017 —cuando el equipo de Macron denunció una “acción de pirateo masivo”— minen la confianza de los electores.
A día de hoy el Ministerio de Exteriores ofrece a los españoles inscritos en el Censo Electoral de Residentes Ausentes (CERA) dos vías para ejercer su derecho: emitir su papeleta por correo o hacerlo de forma presencial en el consulado general de turno. Nada de voto telemático. Esa vía es aún una posibilidad lejana, sin visos de que se vaya a alcanzar en el corto plazo. “Hoy en día está más lejos que hace diez años porque es muy manipulable”, reconocía a mediados de 2017 el entonces secretario de Estado de Seguridad, José Antonio Nieto: “Muy pocos se atreven a garantizar la seguridad y veracidad del resultado”. En su opinión, sopesadas las ventajas e inconvenientes, el i-voting entraña riesgos que España “no debe asumir”. El teórico de renombre Manuel Castells coincide también en señalar los retos que representa para la legitimidad.
A diferencia de otros países de Europa o Sudamérica y de algunas regiones de EEUU —territorios que han apostado de forma decidida por el voto electrónico—, a nivel estatal en España solo se han realizado experiencias aisladas a lo largo de la última década y media. La primera prueba se llevó a cabo en 2004, durante los comicios generales, cuando se impulsó una experiencia piloto acotada a tres mesas electorales. Un año después, coincidiendo con el referéndum de la Constitución Europea, se ensayó el voto electrónico remoto por Internet, aunque sin validez y únicamente durante los días anteriores a las elecciones. El testeo se limitó además a un municipio por provincia. Quizás debido a esa más que tímida implantación, la participación de los votantes fue muy baja.
La experiencia a nivel autonómico
A nivel autonómico destaca el caso del País Vasco, que abrió camino en 1998 al regular el voto electrónico para sus elecciones parlamentarias. El sistema desarrollado por el Gobierno vasco, el Demotek, se empleó también en varios procesos electorales, como los comicios de la Universidad del País Vasco, del Athletic Club de Bilbao o una prueba piloto durante las elecciones al Parlamento de Cataluña. En tierras catalanas la primera experiencia se remonta también a la década de los 90 (1995), cuando se testó el uso de tarjetas de banda magnética en dos colegios electorales durante las elecciones a la Cámara regional. Ocho años después volvería a impulsarse una prueba piloto en el trascurso de las elecciones parlamentarias para los votantes que residieran en cinco países extranjeros (Argentina, Bélgica, EEUU, México y Chile).
En 2010 el Ayuntamiento de Barcelona se sumó a la apuesta telemática al implantar el i-voting vía Internet y telefonía móvil durante una consulta ciudadana. Aunque la experiencia resultó un fiasco —se registraron bastantes problemas— en octubre de 2018 la Generalitat aprobó su anteproyecto de ley para ofrecer la posibilidad del voto electrónico a los residentes en el extranjero. Su previsión es estrenarlo en 2020 y que se extienda de forma progresiva a todos los electores.
Las experiencias autonómicas se completan con los casos de Galicia, Valencia y Andalucía, siempre muy acotadas. En 1999 en Villena, por ejemplo, se emprendió una prueba piloto con el sistema de votación electrónica francés CIVIS, que utiliza una banda magnética. El testeo se acotó a 39 mesas electorales del municipio alicantino. Algo similar ocurrió en Andalucía años más tarde: en 2004 se abrió de forma tímida la puerta al i-voting, pero solo con una prueba en la villa de Jun.
Ironías del destino, España es un país con un know how destacable en la materia. Aquí tienen su base startups de referencia como Electronic IDentification, que ha logrado grandes resultados en el sector financiero y tiene aplicaciones prácticas en el voto electrónico, o la firma catalana Scytl Secure Electronic. Entonces… ¿Cuál es el principal problema? ¿Por qué son tan reacias las administraciones españolas a implantar las nuevas tecnologías en los comicios?
Cuestión de técnica... y confianza
En un artículo publicado hace un año en Eldiario.es, el sociólogo y politólogo Alberto Penadés apuntaba una razón básica: la confianza política. O mejor dicho, su ausencia. A pesar de las ventajas que acarrearía el voto online —un nuevo canal más simple, barato y que facilita a los ciudadanos ejercer el sufragio— y de los argumentos esgrimidos por quienes alegan que esa tecnología ya se aplica con éxito en otros ámbitos, Penadés incide en qué no es lo mismo, por ejemplo, el i-voting que las transacciones financieras que se desarrollan vía telemática.
¿Qué diferencias hay? La primera, la trazabilidad. ¿Cómo blindar la seguridad del voto respetando al mismo tiempo el anonimato de los votantes? La segunda, el coste de los errores. Como señala Penadés, los bancos pueden permitirse pérdidas de dinero si se produce un fraude del sistema. Pero cuando en vez de euros, libras, dólares o yenes se manejan votos… ¿Hasta qué punto es esa pérdida auditable y asumible? Son esos puntos débiles los que dañan la confianza en un sistema que, si algo debe cuidar, es precisamente la seguridad con la que lo acogen tanto los partidos como los electores y la disposición de ambos a aceptar los resultados que salgan de las urnas. ¿Qué efecto tendría la sombra de sospecha que ahora empaña los comicios internos de C´s en Castilla y León en unas elecciones legislativas que dejaran un reparto de escaños ajustado? Esa falta de “transparencia”, de un sistema que permita a los electores comprender y comprobar el desarrollo del proceso, es precisamente lo que hace una década llevó al Tribunal Constitucional de Alemania a emitir una sentencia que tumbaba el uso de las urnas electrónicas.
A nivel internacional no faltan experiencias que contribuyan a alimentar la desconfianza. En 2017 Francia retiró sus planes de instaurar el voto online para los residentes en el extranjero para evitar el recelo generado por los hackers. Trece años antes el todopoderoso Pentágono ya había seguido un camino similar tras recibir un informe que ponía en solfa el sistema de i-voting. Algo después, en 2010, un grupo de alumnos de Michigan demostró con ayuda de su profesor que el método de votación electrónica proyectado por Washington DC era un auténtico coladero de troleos. Tardaron solo 36 horas en acceder al sistema y cambiar el nombre de los candidatos.
Quizás por ese recelo, algunos países han optado directamente por dar portazo al voto electrónico. En ocasiones incluso con una prohibición taxativa. Además de Alemania, que vio cómo en 2009 su Corte Suprema declaraba inconstitucional el uso de urnas electrónicas, en Finlandia el Gobierno decidió —tras escuchar a un grupo de trabajo creado ex profeso— descartar el uso del i-voting en las elecciones generales. La razón: la tecnología carece del nivel necesario para cumplir con todos los requisitos exigibles. Algo similar ocurrió en Holanda. Pese a su carácter pionero —en 1965 su legislación electoral autorizó el uso del voto electrónico— en 2017 el Ejecutivo neerlandés acordó curarse en salud de los ciberataques y ceñirse a las papeletas en papel, al escrutinio manual y la comunicación telefónica... en suma, el mismo proceso de la antigua usanza.
Otros países que se quedaron con la miel del cambio en los labios son Noruega, Reino Unido o Irlanda, que tras haber anunciado en 2009 sus planes de suspender la implantación del i-voting por su elevado coste y el recelo del electorado, decidió tres años después deshacerse de 7.500 dispositivos electrónicos. La razón, la misma: su falta de fiabilidad. A pesar de las bondades de la tecnología, no alcanzaba los estándares que se pedían para unos comicios democráticos.
No todas las experiencias han sido un fiasco. El voto electrónico está implantado con mayor o menor profundidad, entre otros países, en Suiza, Canadá, Australia, Venezuela, México o Estonia, un referente internacional para los defensores de este tipo de comicios. Según detallan Ülle Madise, Epp Maaten y Priit Vinkel en un estudio en el que analizan el voto por Internet en la república báltica, el sufragio en línea se activó allí con un objetivo muy claro: aumentar la participación, en especial entre los más jóvenes. A su favor Estonia tenía el uso generalizado de la tarjeta de identidad electrónica (e-ID card). La mejor prueba de la implantación del voto electrónico la dejaron los comicios celebrados a principios de marzo, cuando optaron por esa vía 247.200 de los 561.100 ciudadanos con derecho a voto, alrededor del 50% del censo. Otro caso destacable es el de Brasil, un país con más de 200 millones de habitantes que, desde que se dotó del sistema, en 1996, y hasta 2000, cuando logró la informatización total, fue ampliándolo y perfeccionándolo. Durante las elecciones locales de 2016 más de una treintena de países de todo el mundo enviaron autoridades para seguir de primera mano la jornada electoral y conocer el sistema brasileño.
De vuelta en Europa, otro caso destacado es el de Bélgica, que en 1989 se convirtió en un pionero internacional en la aplicación de sistemas de voto electrónico. En 2014, durante las elecciones al Parlamento Europeo, Regional y Federal, la administración belga empleó un sistema cien por cien automatizado y verificable. A pesar de esa apuesta y de la tradición que mantenía el país, un fallo informático obligó a anular 2.200 votos, el 0,06% de todos los emitidos. En otros países, como Italia o Francia, el sistema se estudia o ha implantado solo de forma parcial.
Una inversión de futuro
En el estudio El voto electrónico en España, Ana Agreda apunta que uno de los principales retos para el sufragio telemático es “la dificultad técnica” de garantizar la transparencia, auditabilidad y seguridad del proceso, además de la “confianza pública”, un “requisito indispensable”. Según sus estimaciones, implantar el voto electrónico en España exigiría una inversión nada desdeñable. Solo las pantallas táctiles representarían una factura de 51,5 millones de euros. A pesar de esas dificultades, Agreda recuerda las bondades del i-voting: mayor agilidad del escrutinio, evitar los conflictos de los votos “nulos involuntarios”, ahorrar costes, el beneficio medioambiental derivado de reducir la emisión de sobres y papeletas… Y sobre todo una mayor accesibilidad para los residentes en el extranjero —los inscritos en el CERA— y los votantes con dificultades para desplazarse.
A pesar de incidentes como el ocurrido en 2014 en Bélgica o la experiencia de Irlanda, hay expertos que defienden la seguridad del voto electrónico. En 2015 Javier Viejo y Julián Inza señalaban a Efefuturo los avances que favorecen la inviolabilidad del i-voting: garantizar que no se suplanten identidades, la confidencialidad del voto, el proceso de recuento de votos… Las máquinas de Grabación Electrónica Directa (DRE, por sus siglas en inglés), la biometría, la Mesa Administrada Electrónicamente (MAE) o el uso de certificados digitales allanarían el camino para conseguir su implantación, que dependería en cualquier caso de una adaptación legislativa. Mientras esos pasos no se den, el i-voting seguirá siendo una posibilidad latente, cada vez más presente gracias a comicios internos como los que acaba de lanzar C´s o Podemos, que en mayo recurrió a esa misma vía por ejemplo para la consulta sobre la continuidad de Iglesias y Montero.
Imágenes | Wikipedia (NDeane) y Flickr (Municipalidad de Miraflores y Fotografías Canal Sur Radio y Televisión)
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