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Cuando pagas por un servicio y además te quieren usar como reclamo publicitario gratuito

Escribió Emilia Pardo Bazán, de cuyo fallecimiento se cumplieron 100 años no hace mucho, que la ingenuidad suele parecerse al descaro. Esa frase se me vino a la cabeza cuando tuve que acudir de urgencia a un peluquero que no era mi habitual. Una peluquería de barrio regentada por un chico de mi edad que al acabar el corte me comentó (más informándome que pidiéndome permiso) que me iba a hacer una foto para subirla a la cuenta de Instagram de su negocio.

Me pareció ingenuo usar imágenes de sus clientes para promocionar su barbería a pelo (nunca mejor dicho) en tiempos de la LOPD, la RGPD y otras siglas que custodian un poco nuestra privacidad. Pero definitivamente me pareció un descaro que se lo tomara como un trámite más, como algo inherente al degradado, sin darme la posibilidad de negarme. Le dije que ni hablar, que nada de fotos, aboné los diez euros y me marché pensando "...y precisamente a Instagram".

De las casillas de los datos a tu cara en su Instagram

Esa fue la primera de varias. Salió el tema hablando un domingo de paella y una familiar me dijo que lo mismo le sucedió en un centro de belleza: acudió a hacerse un tratamiento facial y la persona que le atendió le hizo una foto pidiéndole permiso (al menos tuvo esa deferencia) para publicarla en el Instagram de la empresa.

En la intersección de las empresas con el entorno digital se ha normalizado la aceptación de prácticas que solo van en su beneficio, no en el de los clientes

La última vez que me ha ocurrido algo así fue en una academia de baile, donde fui tratado estupendamente y en la última clase, con la cámara de un móvil apuntando hacia mí, escuché "¿no os importa que os grabe, verdad?". Repliqué que "no, siempre y cuando no lo publiques en ningún sitio ni lo enseñes a nadie". "¿Entonces para qué lo quiero?", me replicó decepcionada. "¿Y yo para qué quiero que me publiques?", pensé hasta los mismísimos.

Como ocurrió con la horrible normalización de firmar casillas de autorización de datos personales, como un automatismo más, como si fuesen necesarias para darnos un servicio que en su esencia no la requieren; que los negocios nos usen a nosotros, sus clientes, como reclamo publicitario gratuito, se ha ido haciendo costumbre. A qué mala hora.

Esos negocios nos dan un servicio, un corte de pelo, un tatuaje, una limpieza de cutis o unas clases de baile. A cambio, pagamos lo que nos piden. Con el auge de las redes sociales, parece que eso no es suficiente y tenemos que dejar que nos exhiban gratuitamente en ellas, como si estuviesen montando el Necronomicón de Podología Samuel, como si eso nos aportara un beneficio a nosotros. Solo se lo aporta al negocio.

Puedo llegar a entender a quien al menos tiene la deferencia de pedirlo de una forma humilde, sin dar por supuesto nada, y acepta una negativa sin malas caras ni reproches. Pero torcernos el morro o cambiar la forma de tratarnos —ni hablemos de actuar a las bravas sin consultarlo— por no querer formar parte del numerito social es, como se dice ahora, una red flag en toda regla.

Podemos entender propuestas humildes que comprendan nuestras negativas, pero no es lo que siempre encontramos

Uno, por la edad o por lo que sea, ya se hace una idea de las implicaciones de dejar que cualquiera sepa qué hacemos y dónde, y no tiene problema alguno en decir "no, no quiero" tantas veces como sea necesario, aunque sea a costa de poner cara de funcionario con el sueldo recién congelado. Otras personas, por ser demasiado jóvenes, o demasiado mayores, o demasiado tímidas, o por haberle pillado a destiempo el auge de Instagram y no comprender bien de qué va la vaina, quizás no tengan la capacidad de negarse.

Ahora añoramos los tiempos en los que las únicas señales del Apocalipsis que también nos traería Internet —no todo van a ser las cosas buenas— eran las webs hechas con Frontpage y decenas de GIFs con efecto purpurina. En aquella época Internet era algo que empezaba a escapar al entendimiento a los treintañeros y cuarentañeros y los más jóvenes asumíamos con naturalidad generacional. Quizás los mismos que ahora sentimos que esto empieza a escapar a nuestro entendimiento. Caballero, solo quería un degradado discreto, no que fotografiaran mi cara de póker para publicarla en abierto.

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