En estos días prenavideños, langostino viene, mazapán va; guía de regalos viene, jerséis navideños geeks van, es muy habitual encontrar sugerencias sobre qué regalar con los altavoces inteligentes como protagonistas. No culpo a nadie, son los regalos de moda para el hogar y mucha gente los demanda, despiertan interés y son usables por niños y ancianos.
Sin embargo, he aquí un rebelde. Alguien que no quiere pasar por ese aro. O mejor dicho: alguien que no quiere hacer que seres queridos pasen por ese aro sin que sea algo de motu proprio. Un almirante Ackbar de la Resistencia frente a las voces robóticas cantándonos la previsión meteorológica del día... y escuchando 24/7 en nuestro piso.
Cuestión de pedagogía
Asumo que si está usted leyendo esto, querido lector de Xataka, es muy probable que sea algo así como El Informático de la Familia™: esa persona al día en tecnología, capaz de resolver rotos y descosidos varios en dispositivos de tíos y sobrinas, y que lleva la voz cantante en cuanto a qué móvil comprar y cuál no. "Pilla el Xiaomi, anda".
Esa figura no me resulta ajena: como cualquier otro redactor de esta casa, yo también lo soy. Y siento que tenemos una responsabilidad, más allá de asegurarnos de que al tío Francisco no le den gato por liebre en la tienda y se lleve a casa el móvil que más se ajusta a lo que necesita. También forma parte de nuestra responsabilidad ofrecer cierta pedagogía tecnológica. Si en el pasado recomendamos usar una misma contraseña para todo, tenemos una parte de culpa si al más mínimo hackeo ha habido problemas serios con un familiar que fio toda su vida digital a Valladolid_1965.
Con el asunto de las contraseñas más dominado casi en 2020, introducir un micrófono y/o una cámara en la casa de alguien poco ducho en tecnología que no ha pedido tal cosa no es un asunto menor. Sobre todo si ese regalo no va acompañado de una larga explicación en la que nos aseguramos de que el afortunado conoce al dedillo todas las implicaciones de dicho regalo y lo ha configurado de forma correcta.
Por ejemplo, cualquiera podría haber regalado un par de cámaras de vigilancia conectadas a Internet con muy buena intención, pero como ya vimos en su momento, no preocuparse por cambiar el usuario y la contraseña por defecto es una condena segura, como ocurrió a una niña a cuya cámara en su habitación accedió un hacker para verla, escucharla e incluso hablar con ella.
Uno de los grandes cambios de la década de los 2000s a la de los 2010s (que digan lo que digan, vamos a terminar ya) ha sido la forma en la que los padres entregan móviles a sus hijos por primera vez. Hemos pasado de una despreocupación generalizada a una conciencia colectiva cada vez mayor en torno a qué supone poner un smartphone en manos de un prepúber. Y por lo tanto, a acompañar ese obsequio con cierta pedagogía sobre conductas recomendables, conductas prohibidas, advertencias sobre posibles lobos con piel de cordero contactando por Instagram... El equivalente digital a alertar de no aceptar caramelos de nadie en la puerta del colegio, sobre todo si les emplazan a recogerlos en su furgoneta sin ventanillas traseras.
Lo mismo puede aplicarse en esta década a los altavoces inteligentes y los asistentes incrustados en pantallas con webcams y similares: cada uno debe tomar sus propias decisiones sobre la cesión de su privacidad, es algo lo suficientemente importante como para andar decidiendo por otros y hay una pérdida implícita al usar estos dispositivos, en un grado u otro.
Colocar uno así en casa de alguien sin más y que años después se descubra una filtración masiva de información o una recolección de datos no explícita, como la grabación permanente, también haría responsables en parte a quienes los ubicaron ahí sin siquiera dar explicaciones sobre sus consideraciones.
Cuestión de escepticismo
Hace diez años, Facebook se usaba generalmente para compartir mensajes en nuestro muro sobre nuestras opiniones o gustos, publicar fotos de nuestro fin de semana y vacaciones, completar tests sobre nuestra personalidad o dar compasivamente a "me gusta" a todo tipo de páginas para que cualquiera pudiese ser partícipe de nuestro excelente gusto musical o fílmico.
Diez años después, sabemos que aquellos mensajes sobre opiniones o gustos fueron empleados para etiquetarnos minuciosamente y vender esa información con fines publicitarios, que esas fotos que quizás nos avergüencen difícilmente sabremos si realmente podemos eliminar por completo, que aquellos tests sobre nuestra personalidad son más reveladores sobre nuestra psique de lo que sería apropiado, que además van pululando sin control, y que aquellos "me gusta" servían para definirnos incluso ideológicamente, algo que al compás de la ingeniería social y de datos ha llegado a amenazar democracias.
En el auge de MySpace, algunos de sus empleados accedían a los mensajes y fotos privadas de usuarios para espiarles y robarles su información. Facebook almacenó más de 200 millones de contraseñas en texto plano y a la vista de sus trabajadores durante años. Apple puso a una empresa subcontratada a escuchar conversaciones de usuarios con Siri y solo dejó de hacerlo cuando el caso salió a la luz. Hace un mes supimos que Google ha estado recopilando historiales médicos de millones de pacientes sin su conocimiento.
Como con la luz que nos llega de las estrellas, el conocimiento que tenemos de lo que ocurre entre bambalinas con nuestra información online suele llegarnos con retraso o cuando ya es tarde para remediar nada. Las implicaciones de lo que hacemos hoy solo las conoceremos con cierta certeza dentro de unos años. Que los tests de personalidad de Facebook tuviesen un lado oscuro es un palo. Que lo que hacemos y decimos frente a cámaras y micrófonos en la intimidad de nuestro hogar tenga una cara oculta el día de mañana puede ser una pesadilla a la altura de 'Black Mirror'.
Como ocurre con la elección de a qué amigos contamos un secreto y a cuáles no, escoger a quién le dejamos poner un altavoz con micrófono y cámara en casa también es una cuestión de confianza. Facebook, Amazon, Apple, Google... Y también debería ser una elección personal en quién confiar para algo tan sensible.
Por supuesto, nadie está diciendo que regalar un altavoz inteligente, quizás con una pantalla y una cámara, sin más explicación que un "disfrútalo, te lo mereces", vaya acompañado de una maldad implícita. Todo lo contrario: el riesgo de esta acción descansa en la inocencia y la despreocupación del que regala. Pero de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.
Si dentro de diez años descubrimos que hay imágenes de nuestro sobrino deambulando por la deep web o que una gran filtración ha aireado las conversaciones que jamás pensamos que fuesen a revelarse, no quiero haber sido partícipe de ello, y menos aún por usar el atajo de un regalo facilón sin tomarme la molestia de explicar un par de cosas a quien lo va a usar. Qué menos que dejar esa decisión en manos de quien lo va a tener en casa.
Imagen destacada | Andrés Urena | Unsplash.
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