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Diablo, la razón por la que tus hijos también se engancharán al looteo

La época en la que mejor se palpa el ir y venir de las modas es la del colegio. El trompo, los tazos, Pokémon, Counter Strike, Diablo 2... La de ese último no fue mayor que la del resto, pero fue especial por volver a unir videojuegos y libretas después de años de enemistad. Llegabas a clase y sacabas los libros, el estuche manchado de típex y esa pequeña libreta donde dibujabas mapas y marcabas la posición de tu último botín junto a sus estadísticas.

Entre clase y clase aprovechabas para comparar: “mira mi armadura Leviathan” “¿alguien se ha pasado ya el acto 2?” “pues yo ya he matado a Baal” ¿Cosas de críos? Y un huevo. La fiebre del looteo de Diablo 2 no entendía de edades o género, era un virus que se concentraba en atacar tu productividad hasta destrozarla, una enfermedad que creíamos ya erradicada y ahora, una vez más y con sed de venganza, vuelve convertida en pandemia.

Para entender su conducta y tratar de erradicarla hay que hacer como en las películas, encontrar el paciente cero y empezar a trabajar desde ahí. Llevo desde el viernes pasado analizando su evolución desde hace unos días y ahora mi mente sólo consigue descansar rompiendo barriles y abriendo cofres desde la almohada. Dudo que aguante mucho más, así que dejo aquí lo aprendido para que el próximo interesado en el fenómeno no tenga que soñar con un bárbaro en busca del mejor botín el resto de sus días.

El nacimiento del Diablo

Escudriñábamos cada maldito rincón del escenario en busca de una armadura más bonita y con mejores estadísticas.

Corría el año 1996 y el estudio californiano (¿lo dudabais? allí nace todo lo bueno) Blizzard Entertainment ya tenía un portfolio más que envidiable. Cómo  Silicon & Synapse habían parido The Lost Vikings, y ya con su nombre definitivo habían tocado casi todas las plataformas del mercado mientras cosechaban su mayor éxito de la mano de Warcraft: Orcs & Humans, probablemente la idea más rentable de la historia del videojuego.

Caballeros y magos estaban de moda, así que antes de recuperar a los famosos vikingos o dar el salto al espacio con StarCraft, el equipo directivo de Blizzard tuvo un ojo clínico al adquirir el estudio independiente Condor nueve meses antes de que su juego llegase al mercado.

Condor cambió de oficinas mientras pasaba a convertirse en Blizzard North y de esa feliz unión plagada de ceros nació lo que hoy conocemos como Diablo, una mezcla de acción, RPG y espadazos que nos invitaba a viajar al infierno para vernos las caras con su amo y señor. Como unas vacaciones en Marina d'Or pero sin playa.

El juego estaba inspirado en Dungeons & Dragons, pero especialmente enfocado en revivir el espíritu de Telengard. Nuestro objetivo no era sólo ir del punto A al punto B, salvar el mundo y llorar con los títulos de crédito, su principal exponente era invitarnos a sobrevivir en un entorno completamente hostil mientras escudriñábamos cada maldito rincón del escenario en busca de una armadura más bonita y con mejores estadísticas.

Que en una segunda ronda encontrases objetos o enemigos que sólo habías imaginado en sueños hacían de la experiencia algo muy rejugable, con una vida útil enorme no sólo por la terrible idea de “ahora voy a probar con el hechicero”, sino por lo que suponía volver a pasear por sus calabozos repitiendo misiones. Algo así como el segundo advenimiento de Cristo para los completistas.

Cuenta la leyenda que alguien no tuvo suficiente con aquello, así que Sierra On-Line lanzó una expansión con el subtítulo Hellfire, que incluía tres nuevas clases (dos bajo el embrujo de la modificación de archivos del juego por parte del usuario) y nuevas funcionalidades que Blizzard North abrazaría para la secuela.

Basta con darse un tímido paseo por la lista de ítems de la página Diablo Evolution, destinada a recopilar la mayor información posible sobre el juego y su expansión, para ver hasta qué cotas podía llegar la citada enfermedad del botín.

Diablo 2, la niña bonita del infierno

Cuatro años después de todo aquello el verano de millones de jugadores cambió el calor del sol por el calor del infierno, trasladado al jugador por el calor que podía llegar a desprender el monitor de tubo y los ventiladores del PC en modo Boeing 747 listo para despegar.

Diablo 2 había llegado para quedarse, dando buena cuenta del potencial de Battle.net para el futuro de Blizzard y arruinándonos el moreno con cinco clases con las que perder un excesivo saco de horas de nuestras vidas. Para hablar de su éxito podría hablar de cooperación, vacas o la magia del teletransporte, pero siendo francos el resumen en realidad se centra en más botín, madres enfurecidas y familias rotas.

Los que superaron su adicción para cuando oficinas y colegios abrieron sus puertas se encontraron con un nuevo archienemigo. Al grito de “no hay huevos” cientos de locos creímos tener nuestras estadísticas de valentía, habilidad y paciencia por las nubes para encarar la dificultad más alta del juego.

Allí tú único amigo era la posibilidad de conectarte a internet para que alguien recogiese tus pertenencias una vez muerto, de lo contrario nunca más podrías recuperarlas ya que no había resurrección que valiese, tampoco si jugabas desde Lourdes. Mi recuerdo de aquella época es un capilar de la frente reventado y el miedo de mis vecinos al creerme un psicópata por los violentos alaridos perpetrados. Pero claro, más y mejor botín, cómo resistirse a eso.

Creímos tener nuestras estadísticas de valentía, habilidad y paciencia por las nubes para encarar la dificultad más alta del juego.

Diablo 2 consiguió un gran éxito de público y crítica, convirtiéndose en el título preferido de la saga para la mayoría de seguidores y ganando varios premios a mejor juego del año mientras en Blizzard lidiaban con la depresión que debe provocar convertir uno de sus juegos en el título que más rápido había alcanzado el millón de copias vendidas. Qué mejor forma de celebrarlo que con una expansión que cerrase la historia y añadiese dos nuevas clases.

El retorno del hijo pródigo

Los tres años de desarrollo de aquella secuela se quedaron en nada comparados con los once años que llevó hacer la tercera entrega. Con los nervios a flor de piel por parte de la comunidad de jugadores tras el anuncio de Diablo 3 en 2008 y algún que otro retraso, a mediados de 2012 el juego llegó a las tiendas y volvió a superar el récord de su antecesor, convirtiéndose en el juego de PC más vendido en el menor tiempo, 3,5 millones de copias en sus primeras 24 horas y alcanzando los 12 millones antes de finalizar el año.

Más clases, escenarios destructibles, la posibilidad de zurrarte con otros jugadores y, por encima de todo, la búsqueda de botín convertida en negocio de la mano de una casa de subastas. No hay que ser especialmente avispado para recordar todo lo anteriormente relatado y darse cuenta de que eso iba a convertirse en un baile de dinero envidiable por cualquier pequeña caja de ahorros de nuestro país. Por descontado nacieron cientos de usuarios enfocados en explotar la idea.

Invertía todo mi oro en pujas por la mañana y cuando volvía por la noche hacía inventario de los ítems ganados, recogía el oro y el dinero de las ventas y reinvertía el oro en nuevas pujas.

La historia volvió a repetirse con una nueva expansión, Reaper of Souls, y una edición de consolas ahora entre nosotros, aplaudida por la crítica por su control e inclusión de añadidos y, por suerte esta vez, sin la capacidad de devorar tarjetas de memoria como si no hubiese un mañana.

No le ha ido nada mal ahí tampoco, provocando que la dupla Activision Blizzard aplaudiese los resultados en su último informe financiero al afirmar que las ventas en PS3 y Xbox 360 habían superado los 14 millones de unidades. Nada mal para un juego que llegaba tarde y ahora suma las ventas cosechadas en PS4.

Su tremendo éxito incluso se convirtió en un problema, si es que puede catalogarse como tal, para la propia Blizzard, que vio como junto al resto de títulos del momento su flamante World of Warcraft sangraba perdiendo usuarios de la misma forma que cuando League of Legends hizo honor a su nombre convirtiéndose en leyenda. Una especie de muerte por éxito que trajo más de lo segundo que de lo primero.

Buscadores de botín del futuro

Al hablar sobre Diablo aprovechábamos para mencionar la influencia de Telengard, así que es justo reconocerle también el mérito al juego de Blizzard a la hora de influenciar a otros grandes títulos. La lista es prácticamente interminable y cuenta con grandes joyas de los últimos años como Bastion, Torchlight o la saga Sacred, pero sí miramos un poco más allá también podemos atribuirle el éxito de su mayor competencia: League of Legends.

Es cierto que estamos ante géneros distintos, nada que ver entre uno y otro, pero los debates que pueblan internet sobre la lucha entre ambos pierde todo el sentido al pararnos a mirar el aspecto y mecánicas de control de ambos. En realidad es otro cuento sobre el huevo o la gallina (fue el huevo), pero no hay que ser ningún erudito para llegar a la conclusión de que el éxito de ese concreto panorama de los eSports le debe muchísimo a Blizzard.

No hay mayor misterio, el sistema de ataque y la combinación de teclado y ratón son la llave para dominar LoL y títulos similares, pero Blizzard anduvo lenta al aprovechar el cambio de fórmula que provocaron los mods de Warcraft y Starcraft al dar vida al género MOBA de la mano de DotA, un mapa de Warcraft III que ahora genera millones de ingresos a Valve.

Ahora el looteo a vuelto con fuerzas y hasta un género tan poco dado a la exploración del entorno como el de los FPS ha acabado contagiándose. Hasta hace unos días su mayor exponente en ese ámbito era Borderlands 2, un festival de armas locas que ahora cede su puesto a Destiny con un cambio radical en su planteamiento.

En el juego de Bungie la búsqueda del botín es, más que nunca, complemento imprescindible no sólo para vencer, sino para el simple hecho de poder tener la oportunidad de hacerlo, y lejos de ser una experiencia más centrada en la dedicación que en la suerte, la mala leche de su aleatoriedad se ceba con millones de jugadores una vez tras otra.

Lo realmente curioso es que su aspecto más controvertido se convierte también en su mejor arma, con todos esos pobres infelices quejándose en las redes sociales por su último engrama de leyenda convertido en pan para los patos pero volviendo al juego para encontrar la forma más eficiente de seguir recogiendo ese particular botín.

Dudo que el resto de compañías hayan pasado por alto esa premisa, así que se acercan tiempos difíciles para el fan del looteo. Bueno, tal vez no especialmente difíciles, pero sí duros e infinitamente más aburridos que en la época de las libretas. Por suerte, a los carroñeros, siempre nos quedará Diablo.

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