Para alguien como yo, que nací a finales de los 80, que Mario sea un personaje aún más viejo nunca dejará de sorprenderme. Sin embargo lo más chocante en estos tiempos que corren no es la longevidad de la idea del genio japonés Shigeru Miyamoto, sino que además de seguir vivo y coleando tras decenas de títulos sea capaz de romper moldes y reinventarse con cada nueva aventura.
Es un hecho que tenemos muy presente por el reciente Super Mario 3D World, denotado ya como uno de los mejores títulos del fontanero mientras rivaliza en ventas con sagas de poco más de 10 años que ya empiezan a mostrar un cansancio al que no sobrevivirán. Tengo la certeza de que ambos seguiremos envejeciendo, pero a diferencia del resto de personajes Mario seguirá siempre joven.
La fuente de la eterna juventud
¿Dónde está el secreto? ¿Cómo puede un personaje alcanzar cotas de popularidad capaces de rivalizar hasta con el mismísimo Mickey Mouse? La clave, como si de una película romanticona y pocha se tratase, está en el corazón y la memoria de cada uno de nosotros.
Todos tenemos una primera vez con Mario, y aunque no podemos decir lo mismo con el resto de sagas y personajes de videojuego, esa primera experiencia permanece grabada a fuego en nuestra cabeza, como un antes y un después que de una forma u otra marca nuestra atención hacia el mundo del videojuego.
Esta que leeréis a continuación es la mía, pero seguro que vosotros también tenéis la vuestra y os animo a contarla con todo lujo de detalles en los comentarios. Al fin y al cabo no es sólo una, sino la suma de todas, lo que ha convertido a este simpático rechoncho en el personaje clave que es a día de hoy.
Por sólo 8.490 pesetas
Mi historia con Mario empieza mucho después de su nacimiento. Al Jumpman que le dio forma en el primer Donkey Kong en 1981 le conocí después, y tampoco conocí el cambio a Mario (por Mario Segali) o la gestación de su hermano Luigi en el videojuego Mario Bros. de 1983.
No, mi historia con Mario empieza a principios de los 90, con un viaje familiar a Andorra para aprovechar la nieve y los reducidos precios en pequeños electrodomésticos que derivó en la compra de una Game Boy que venía acompañada de dos títulos míticos de la portátil, el legendario Tetris y la aventura de plataformas Super Mario Land.
Tuve la suerte de tener un padre aficionado a los videojuegos, así que los domingos lluviosos en casa suponían desempolvar una vieja Atari 2600 que llevaba en casa desde antes de que naciera. Iba decir que una pena lo de perderme la experiencia de montar puzles de 1.000 piezas en familia pero ¿en serio? ¿quién en su sano juicio iba preferir ese panorama?
Hasta la llegada de aquél ladrillo con pantalla de colores verdosos de Nintendo mi acercamiento al mundo del videojuego se limitaba a los juegos que incluía aquella Atari y un cartucho de Breakout, así que podéis imaginar lo que supuso para mí el salto a aquél universo plagado de enemigos, pirámides y vehículos en el que un pequeño personaje debía lanzarse a salvar a la princesa Daisy.
¿Tienes un Mario? ¿¡y en color!?
Lo siguiente que recuerdo son varias horas de coche y la cura contra mis mareos en el asiento de atrás. Nada iba a impedir que siguiese jugando, y muriendo, intentando comprender que debía continuar corriendo y saltando para que el avance de la pantalla no supusiese la muerte de mi personaje.
La experiencia me abrió los ojos a un mundo nuevo y, semanas después, cuando descubrí la relación entre la marca de mi nueva y flamante Game Boy y la NES que mi tío mantenía olvidada al lado de su televisión, la cabeza terminó explotándome.
Aquello era aún más espectacular que lo que podía hacer mi consola portátil (iluso), y me sirvió para conocer a la Princesa Peach y pasar mis primeras horas en el Reino Champiñón. Mi Mario ya no lanzaba bolas, sino bolas de fuego, y adentrarme aún más en aquél mundo multicolor me obligó a hacer todo lo posible por superar mi juego y tener una excusa para poder pedir otro.
De Segueros y Nintenderos
El destino nos acabó separando, y la nueva consola de sobremesa de unos amigos y una promoción de cromos de Bollycao hicieron el resto. Sega Megadrive había llegado a nuestro país con una publicidad mucho más agresiva que la de Nintendo, y la suma de Sonic y un catálogo que contaba con las mejores franquicias de Disney parecían un bocado demasiado goloso para un chaval de mi edad.
Las revistas que encontraba cada viernes por la mañana sobre mi cama consiguieron que nunca perdiese de vista al fontanero, y la guerra entre Segueros y Nintenderos nunca me afectó demasiado por poder tener al alcance de la mano las nuevas máquinas de Nintendo gracias a un vecino.
A mis escarceos con las secuelas para NES y SNES le siguió otro juego para aquella invencible Game Boy que parecía seguir teniendo cuerda para rato, Super Mario Land 2 y, con él, la entrada en escena de Wario, desbancando a aquella tortuga infernal que había estado fastidiándome mis recopilaciones de vidas durante los primeros mundos.
Desayunar a diario con las aventuras de Lou Albano y la serie de televisión The Super Mario Bros. Super Show! hacían un poco más difícil dejar entrar en mi vida a un nuevo archienemigo, y es que para entonces los Koopa ya me parecían tan importantes como el fontanero y aquél gordo de bigote irregular no consiguió ganarse mi atención.
Mucho más interesante me pareció la llegada de Yoshi al universo de Mario en Super Mario World 2, y es que en plena fiebre jurásica provocada por la película de Steven Spielberg, juntar a Mario con dinosaurios me pareció la idea del siglo. Pero para entonces mi Megadrive ya contaba con un cartucho en el que controlar a un velociraptor, así que debía ser otro juego el que me devolviese con fuerza a los brazos de Mario.
Super Mario 64
Mucho antes de que Portal nos enseñase que el pastel era una mentira, la Princesa Peach nos trasladó a una nueva forma de ver los videojuegos con la carta inicial de Super Mario 64. Aquellas paredes y muros invisibles que me habían atormentado de pequeño habían desaparecido, era libre, y en esta ocasión la exploración iba más allá de saltar a un vacío bicolor y encontrarte con la entrada a una fase secreta.
Era pura magia, desde la cara inicial de Mario y sus animaciones hasta aquella sucesión de saltos y zonas por las que deslizarte como si de un Mario Kart sin ruedas se tratase. Si sus tonadillas ya eran míticas, aquellas canciones pasaron a formar parte de la banda sonora de mi vida. Dice mucho de ello que esté escribiendo estas líneas y conforme me vienen recuerdos a la mente lo hagan con los sonidos característicos de cada fase o situación.
Mario demostraba que ocho años después aún tenía la misma fuerza desgarradora con la que me adoctrinó el primer día, que esto de los videojuegos ya no era ninguna broma y a partir de aquí sólo bastaba con esperar unos cuantos años hasta que Shigeru Miyamoto volviese a hacer uso de su chistera para ofrecerme un nuevo sueño al que agarrarme con ambas manos.
Super Mario: la franquicia eterna
No soy de los que se ven con fuerzas para atacar con dureza a Super Mario Sunshine, título que guardo como oro en paño y me trae a la mente secciones de plataformas realmente inspiradas. Flojea en la comparativa con otros títulos, no lo negaré, pero no por detrimento del título de GameCube sino por ser el resto verdaderas obras maestras.
10 años después de Super Mario 64 Nintendo nos puso a andar boca abajo, demostrándonos que aún quedaban giros de guión para un género que se mantuvo anclado a unos principios básicos durante una veintena de años, y el mero hecho de gozar de Super Mario Galaxy y su secuela ya obligaban a la compra de una Wii que, sin los destellos de genialidad de Nintendo, nos habría maltratado aún más de lo que lo hizo.
El resto, por cercanía, ya lo conocéis, con niños viviendo ahora con la saga New Super Mario Bros. lo mismo que yo experimenté en aquél viaje de vuelta desde Andorra y con sensaciones que vuelven a aflorar con esos homenajes a una historia propia que se presentan en las fases de Super Mario 3D World.
Y así seguirá siendo, esperemos, durante años y años, abandonando para siempre aquella idea de dar un cierre a su historia con un simple "y fueron felices y comieron perdices" para prometernos una y otra vez un "continuará" que nos sigue sabiendo a gloria. Larga vida a Mario, aún tiene mucho que decir.
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