Marcaba 15 de septiembre el calendario, postrimerías del verano de 1928, y en Nerpio, provincia de Albacete, la noche era mortaja. El cielo salpicado de estrellas bajo el que solían cenar los lugareños —la mejor de las carpas para las ferias de verano— había mudado en crespón, un telón fúnebre tras el que incluso los menos dados a supercherías empezaban a intuir funestos presagios al acecho.
Y no era para menos.
Del firmamento, así, sin más, se había caído un cadáver.
El suceso había empezado horas antes como un remedo chusco de milagro mariano. Desde los campos de la Sierra del Segura, cerca de Caravaca y Nerpio, un grupo de pastores había seguido el descenso pausado de un globo aerostático. El ingenio apareció de la nada, se descolgó de las nubes e, igual que un mirlo torpe que se hubiese caído del nido, fue perdiendo altura hasta tocar tierra en un pinar. Cuando los vigilantes de una carbonera cercana se asomaron a la barquilla se encontraron —¡Sorpresa!— con que dentro, como único piloto, viajaba un cadáver.
Desmayado en el capazo y cubierto por los cables del hinchable, el difunto, uniformado, parecía un títere en el maletín de su ventrílocuo. Llevaba la cara embozada en una máscara y un tubo sujeto entre los dientes. Aunque no se le apreciaban bien los rasgos, por su constitución y altura no era difícil adivinar que se trataba de un hombre de unos cuarenta y pocos.
El fallecido en cuestión era Benito Molas, comandante y pionero de la aviación en España. Y aquella triste estampa que alteró la por lo demás bucólica vecindad de Nerpio, el final de lo que él confiaba fuese su mayor y más celebrada hazaña: superar la marca mundial de altitud en globo, fijada por entonces en 11.000 metros. No era una misión sencilla. Poco antes un oficial norteamericano, el capitán Gray, había alcanzado los 12.945 m, pero la Federación Internacional Aérea (FAI) le privó del reconocimiento oficial por saltar en paracaídas al detectar un fallo en su aerostato.
Si el comandante Molas no sobrevivió al intento desde luego no fue por falta de empeño ni de maña. Aunque estaba lejos de ser un recién llegado a la aerostación —había competido varias veces, y no con malos resultados, en la prestigiosa copa Gordon Bennet—, Molas se volcó con su propósito y cuidó todos los detalles. Estudió a fondo la meteorología, escogió un globo con el que ya había volado (el Hispania) e incluso diseñó un traje protector para la altitud.
El despegue se fijó para el 15 de septiembre, día de Nuestra Señora de los Dolores. Cargado con 300 kilos de lastre y un globo bien cebado de 2.200 metros cúbicos, sus colegas vieron cómo el comandante ascendía hasta alcanzar los 3.000 metros. La silueta lejana de su aerostato se vio desde varios puntos del itinerario antes de convertirse en un punto minúsculo sobre las nubes.
Cuando volvieron a verlo, en tierras de la Sierra del Segura, era ya un difunto que había encontrado en el capazo del Hispania su insospechado ataúd. Tras la autopsia se concluyó que la causa de la muerta había sido la asfixia. Durante su travesía —revelaría el barógrafo, abierto en el Real Aero Club— el piloto había alcanzado los 8.000 metros, descendido hasta 6.500 y repuntado luego a 11.200 antes de iniciar su lento y luctuoso descenso. No era la primera vez que ocurría. Algo más o menos parecido le había pasado ya poco antes al desdichado capitán Gray, de EE.UU., durante su segunda tentativa de arañar el récord mundial de la FAI. En su caso había sobrepasado también los 11.000 m, pero el final del periplo terminó siendo exactamente el mismo. La condensación y congelación del vapor de agua había obstruido su provisión de oxígeno.
Sacar lecciones de la tragedia
La tragedia de Molas arreó un mazazo a los sueños científicos de una España en la que brillaban grandes nombres de la aeronáutica, como Juan de la Cierva, Leonardo Torres Quevedo o Jorge Loring Martínez; pero dejó también lecciones sobre cómo mejorar los ascensos en globo.
Entre quienes se dedicaron a estudiar el suceso en detalle destaca uno de los popes de la aeronáutica patria del siglo XX, un personaje poliédrico —llegaría a presidir el Gobierno de la Segunda República en el exilio y atesorar una cantidad ingente de conocimientos— y a quien hoy se celebra como padre del primer traje aeroespacial, un ingenio pulido tras el accidente de 1928 y que décadas después inspiraría a la NASA durante la misión del Apolo 11: Emilio Herrera Linares.
A principios de la década de los 30 Herrera, granadino de cincuenta y pocos, era por méritos propios un astro de la tecnología. Su apellido se reconocía en España y bien pasados el Atlántico, el Mediterráneo y los Pirineos. En menos de treinta años de carrera le había dado tiempo a protagonizar vuelos sonados —en 1914 sobrevoló el estrecho de Gibraltar junto a José Ortiz Echagüe—, de su pechera colgaba la Cruz de la Legión de Honor Francesa y la Medalla de Honor del Aeroclub de Alemania, había participado en el desarrollo del Laboratorio Aerodinámico de Cuatro Vientos y jugado un papel capital en la puesta en marcha de la Escuela Superior Aerotécnica (ESA), germen de la actual ETSIAE; estaba a punto de acceder a la Academia de Ciencias, era un sabio que se codeaba con Albert Einstein, un militar reputado y un hombre de fino olfato empresarial, condecorado por Alfonso XIII, respetado por amigos y enemigos, reverenciado por la aeronáutica internacional… Y eso a modo de un sumarísimo resumen, que con todo, le sabía a poco.
Herrera quería más, lo mismo que Molas: coronar las capas más altas de la atmósfera.
No era un sueño disparatado. Ni tampoco un empeño exclusivo de españoles. En 1931 dos suizos, el famoso profesor August Piccard y su ayudante Paul Kipfer, habían ascendido nada y más y nada menos que a 16.000 metros, marca que en 1933 los comandantes norteamericanos Settle y Forney ensancharon a 19.000. Desde Rusia llegaban noticias incluso de expediciones de hasta 22.000 metros de altura. Más allá del prurito de batir nuevas marcas o llegar más alto que nadie, ganar altitud abría caminos para el estudio. El propio Herrera planeaba, por ejemplo, ahondar en el análisis de la composición del aire y sus corrientes o aumentar el conocimiento del campo magnético terrestre, las características de las radiaciones cósmicas y sus componentes ultrapenetrantes.
Para lograrlo, Herrera apuntó alto.
Quería elevarse más y mejor que sus predecesores; incluso aunque ese empeño —como bien había sufrido Molas en sus propias carnes— multiplicase riesgos y complicaciones.
Llegar más arriba... y a pecho "descubierto"
A principios de 1932 presentó a sus colegas los detalles de su propuesta de ascenso a la estratosfera durante una conferencia celebrada en la Casa de Guadalajara, en Madrid: planteaba elevarse a entre 23.500 y 24.000 metros de altura. El empeño no solo llamaba la atención por la marca. A diferencia de Piccard, Settle o los soviéticos Fedosechenko, Vassenko y Godunov, todos valientes que emprenderían sus hazañas a bordo de cabinas presurizadas, cerradas de forma hermética, Herrera sugería hacerlo en una barquilla abierta, con el piloto expuesto. Más o menos igual que el infortunado comandante Molas. El motivo era sencillo: al no estar en una cabina cerrada, el piloto tenía mayores posibilidades a la hora de recabar datos. Para no acabar como la expedición de 1928 el reto que surgía era… ¿Cómo proteger el piloto durante la misión?
Como recuerda Emilio Atienza en su biografía sobre Herrera, el granadino tenía claro que si quería conquistar la estratosfera debía lidiar con tres enemigos: el frío, las bajas presiones y la falta de oxígeno. Para despacharlas diseñó un traje espacial que él mismo bautizó como “escafandra del espacio”, digno precursor del traje que décadas más tarde se enfundaría el comandante Neil A. Armstrong y el resto de la tripulación del Apolo 11. Aunque Herrera trabajaba en la España de inicios de los 30, la misma que convivía con una tasa de analfabetismo del 40%, no se le escapaban las posibilidades de aquella funda que había diseñado para llegar a las capas más altas de la atmósfera.
“Este será el atuendo de los navegantes de la estratosfera, que podremos admirar, brillante y deslumbradores en sus paseos por el libre ambiente”, reflexionaba Herrera en las páginas de la revista Madrid Científico en 1935, justo tres décadas antes de que el ruso Alexei Leonov saliese de la cápsula Voskhod II para darse un garbeo espacial histórico —y no exento de sustos, por cierto—. “La escafandra Herrera fue la primera en construirse y ensayarse en el mundo y es considerada hoy como precursora de las actuales escafandras espaciales”, reflexiona Atienza en su libro.
Prueba de lo avanzado que era el diseño de Herrera es que supuestamente la NASA llegó a tentarlo. El mito —difícil ya de confirmar— asegura que cuando Herrera recibió la propuesta, un “cheque en blanco”, al decir de algunos, puso una condición irrenunciable a la Agencia: la misión en la que se probase su prototipo portaría una bandera española. A los americanos debió de parecerles una chifladura y se negaron en redondo, lo que habría llevado al granadino a rechazar la oferta.
Lo que está fuera de cualquier duda es la genialidad de Herrera. Para plantar cara a aquella triple maldición —bajas temperaturas, bajas presiones y falta de oxígeno— que acechaba a valientes como Molas ideó un traje cuidado al milímetro. Gracias a una tela de aluminio reflectante móvil consiguió lidiar con los grandes contrastes de temperatura que debería afrontar cualquier conquistador de la estratosfera. El material estaba preparado para absorber la potencia calorífica del Sol hasta los 40º positivos y compensar temperaturas de cerca de 60º negativos. En un inicio Herrera pensó en dotarlo de un sistema de calefacción eléctrico, pero acabó desechando la idea: al cerrarse de forma hermética, la propia escafandra permitía preservar el calor corporal del piloto.
Además de mantenerlo a temperaturas adecuadas, el traje garantizaba que el viajero no se asfixiase gracias a un complejo sistema —incorporaba un aparato inhalador Draeger— que se encargaba de suministrar oxígeno y absorber el anhídrido carbónico. Quedaban sin embargo dos cuestiones peliagudas por resolver: facilitar que el piloto tuviese cierta libertad de movimientos, sobre todo al nivel de las articulaciones, y lidiar con las bajas presiones. Después de analizar materiales y resistencias, Herrera resolvió el primer problema con un diseño provisto de una especie de "fuelles". A la altura de las rodillas, cadera, muñecas, codos y hombros la escafandra incorporaba un sistema similar a un acordeón que daba al piloto margen para maniobrar con comodidad.
Con el propósito de evitar que el traje se dilatase con las bajas presiones, Herrera optó por un recubrimiento con anillos de acero inextensible. Para rematar la faena lo dotó de una triple envoltura. La interior, de lana; una intermedia, fabricada con caucho, impermeable y que cubría al piloto de forma hermética hasta el cuello; y la externa, elaborada con tela y capaz de resistir una fuerza de extensión de tres toneladas por metro. En cuanto al casco, decidió fabricarlo en acero forrado con fieltro por dentro y una capa de aluminio pulido por fuera.
Si quería ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor, el piloto solo tenía que echar un vistazo a través de la pantalla, un abertura circular en el casco protegida con tres gruesos vidrios separados por una cámara de vacío. Como nada en “la escafandra del espacio” de Herrera se dejaba a la improvisación o el descuido, los dos primeros vidrios eran transparentes a la luz blanca visible y opacos a los rayos ultravioletas y estaban protegidos por el tercero, una gruesa pantalla fabricada de tal forma que fuese prácticamente imposible romperla. Un juego de termómetros y barómetros instalados en el propio traje servía al piloto para tener controlados tanto los niveles de temperatura y presión del interior como los que pudiese encontrarse durante el ascenso o sus trabajos en la atmósfera. Un micrófono diseñado para no inflamarse ponía la guinda.
Quizás con el recuerdo aún presente de la expedición de Benito Molas en 1928, Herrera decidió que no era suficiente con estudiar al detalle el diseño del traje, su estructura y materiales. Antes de enfundárselo quiso probarlo de todas las formas posibles. A su alcance tenía un recurso de primera: el Laboratorio Aerodinámico que él mismo había ayudado a convertir en un referente internacional más de una década antes. Allí, en Cuatro Vientos, donde Juan de la Cierva pulió su afamado autogiro, comprobó el granadino la estanqueidad y resistencia de la escafandra e hizo pasar al ingenio por una cámara de vacío y test a temperaturas y niveles de presión extremos.
Aunque faltaban un buen puñado de décadas aún para el Sputnik 1 y varios puñados más para los vuelos de Blue Origin o Virgin Galactic, la expedición de Herrera despertó un interés equiparable casi al que a partir de los 50 desataría la carrera espacial entre EE.UU. y la URSS. En los ruedos académicos y especializados, por supuesto; pero también en las páginas de los diarios, que alimentaron la expectación más allá de los laboratorios. “Pocas veces un proyecto científico había despertado tanto interés popular en España y había vendido más periódicos”, recoge Atienza en Protagonistas de la Aeronáutica: Emilio Herrera Linares, publicación editada por Aena.
Una misión con la miel en los labios
Con el peso de la organización científica cimentado en la Sociedad Geográfica y el Instituto Nacional de Investigaciones Científicas, el programa de Herrera sumó apoyos entre lo más granado del circuito científico de la España de inicios del XX. Al carro —o globo, dado el caso— se subieron la Fundación Nacional de Investigaciones Científicas, la Academia de Ciencias, los Servicios de Aeronáutica Civil, Militar y Naval, la Escuela Superior de Aerotecnia o el Instituto Nacional de Física y Química, entre un etcétera que daría para un largo y tedioso párrafo. De las alrededor de 157.000 pesetas que hacían falta para los planes del granadino, el Instituto Nacional de Investigaciones aportó 1000.000. El resto salió de las arcas del Ministerio de la Guerra.
Juan F. Cabrero, del Instituto Nacional de Técnica Aerospacial (INTA), recuerda que la fijación de Herrera por el estudio de la atmósfera se remontaba a muy atrás, a 1905, cuando —con el título básico de piloto de aeróstatos recién estrenado— participó en las observaciones del eclipse solar del 30 de agosto en Burgos. “Se obsesiona con ir al espacio. Durante 30 años está con la idea en la cabeza del traje espacial, forma parte de su vida como investigador e ingeniero”, comenta. En una doble vuelta de tuerca, para llegar más lejos y con mayor libertad de maniobra quiso además “cambiar el paradigma” y prescindir de las barquillas cerradas y herméticas.
“Su traje reúne todas las condiciones que 50 años después serían necesarias para volar a la Luna. Ese traje tiene características muy singulares: tiene una especie de exoesqueleto, hoy en día muy corriente, pero entonces toda una novedad. El traje de Herrera tiene una estructura resistente, de acero, y luego una doble interna que permite mantener la presión y temperatura. Reúne las condiciones básicas de cualquier traje astronáutico de la actualidad, de hoy en día. Añadido a eso tiene que reunir la tercera condición: el suministro de oxígeno, que también resuelve —abunda Luis Utrilla, de la Sociedad Aeronáutica Española (SAE)—. Siempre se adelantó muchos años a su tiempo. La suya es una visión basada en el conocimiento y el traje es un ejemplo de cómo se adelanta con un desarrollo tecnológico y conocimientos profundos”.
La ascensión se fijó para el primer día de 1934: un regalo científico para arrancar el Año Nuevo. Con ese horizonte Herrera se volcó con el proyecto hasta el extremo de concebir un globo esférico propio, el Cuatro Vientos, que perfeccionó y perfiló al milímetro para garantizar el éxito de la prueba. De barquilla abierta y globo con envoltura de seda, con espacio para un único tripulante, un peso de 1.325 kilos y 26.500 metros cúbicos de capacidad, el aerostato estaba diseñado para sobrepasar los 22.000 metros de altura. Las complicaciones de la misión —en gran parte derivadas de que el piloto fuese a viajar con un cesto abierto, prescindiendo de cabinas presurizadas— alargaron sin embargo el calendario bastante más allá de lo que se esperaba en un inicio.
Pasó enero del 1934, el invierno entero, la primavera, el verano y el otoño. Llegó 1935 y 1936… Y al fin, en junio del 36, Herrera y su equipo pudieron dar por completadas las pruebas en el Laboratorio Aerodinámico de Cuatro Vientos y resueltos los grandes retos materiales. Lo que no acompañaba entonces era la meteorología. Las complicaciones del verano, que podían comprometer la seguridad del piloto, llevaron al granadino y su equipo a dejar pasar la estación. Los vientos de la política y sociedad española de lo 30 acabarían frustrando sus planes, sin embargo. En julio el Golpe de Estado encendía la mecha de la Guerra Civil y, con ella, la bomba de relojería que acabaría reventando sus sueños aeronáuticos. A Herrera la sublevación militar lo sorprendió en la Universidad Internacional de Santander, donde impartía un curso con Piccard .
La guerra frustró sus planes y le obligó a iniciar una etapa vital penosa, inmerecida y no ajena a las desgracias —se exilió y perdió a uno de sus dos hijos en la contienda—; pero que redondea aún más, si cabe, su poliédrica figura. Antes del 36 Herrera ya había demostrado ser un humanista adelantado a su tiempo. Además de diseñar el túnel de viento de Cuatro Vientos o apuntalado la ESA, había intentado, por ejemplo, establecer una línea internacional de dirigibles que conectase Sevilla y Buenos Aires. Aunque llegó a contar con el respaldo e Hugo Eckener —máximo responsable de Luftschisbau Zeppelin— el proyecto no prosperaría por la falta de apoyos en España.
“Herrera era un innovador y un innovador empresarial. No es un científico o teórico que esté metido en su laboratorio. Se da cuenta de las posibilidades de poner una persona de A a B en menos tiempo y de forma segura y crea Transaérea Colón. Comprende que todas aquella ecuaciones no solo sirven para desarrollar nuevas tecnologías —reivindica Juan Gerardo Muros, presidente de la Asociación Científica Emilio Herrera Linares (ACEHL)—. Uno puede tener a un teórico, un piloto y un gestor de personas; pero él lo era todo. Prueba de su reconocimiento profesional es que cuando impulsó la Escuela Superior Aerotécnica consiguió que se incorporasen a su claustro figuras de primerísimo nivel, "los mejores matemáticos y físicos del momento”.
El presidente de la ACEHL —asociación que intenta mantener viva la figura y el legado de Herrera— destaca también las posibilidades reales de una escafandra espacial a la que la Guerra Civil dejó con la miel en los labios. “El astronauta de origen español Michael López-Alegría llegó a decir que probablemente si se hubiese probado tal y como estaba descrito hubiese funcionado”, apunta Muros, quien recuerda que otros grandes ingenieros, como el prestigioso Amable Liñán, premio Princesa de Asturias, destacaron también el potencial del traje de Herrera. Con los años pudo haberse quedado obsoleta la elección de materiales, pero no su metodología y técnica.
“La NASA lo tiene como una solución que, con los materiales conocidos en ese momento, era la óptima. Evolucionan las preguntas, las comunicaciones, los materiales… pero probablemente estudiaron qué solución había ahí y algo les aportó”, reflexiona. Muros, eso sí, toma con cautela el relato sobre la bandera española que Herrera quiso supuestamente colar —a modo de condición sine qua non para su fichaje— en las expediciones de la Agencia norteamericana.
Referente en ingeniería... e integridad
Tras la sublevación de julio de 1936 mostraría además una ética mayúscula. Militar y monárquico hasta el tuétano, Herrera se mantuvo del lado del régimen republicano constitucional. De palabra y de acto. Durante la guerra se implicó en las fuerzas aéreas de la República, alcanzó el grado de general y una vez concluida e instaurada la dictadura optó por la vía del exilio, patria sin tierra en la que se codeó con intelectuales como Giner de los Ríos. Se instaló en Chile y Francia, donde sobrevivió con la publicación de artículos y su participación en organismos científicos y la UNESCO, institución que abandonó en 1955 en rechazo por el ingreso de la España franquista.
“Pertenecía a una tercera España que no estaba con unos ni con otros. Unos lo ocultaron y otros tampoco lo difundieron como a otros artistas con los que él convivió. No se le realzó por un lado y por el otro se silenció. Algunos historiadores lo han colocado en esa tercera España que no era de unos ni de otros”, comenta Cabrero. Para él la figura de Herrera es impermeable a la polarización y los extremos en los que a menudo, aún hoy, suele dividirse el arco ideológico en España.
“Un hombre de su nivel ético, en su comportamiento personal y profesional, chocó contra todos. Era monárquico, cristiano católico, muy religioso. Se mantiene leal a la República y al juramento que ha prestado, que evidentemente choca con la sublevación militar del 36. Sus compañeros de armas tienen en él el peor espejo en el que mirarse. Es fiel a su juramento ético al Gobierno legalmente constituido”, concuerda Utrilla. Su otro gran valor —reivindica— es la “inquietud intelectual” que desbordaba el ingeniero granadino. “Abarca todos los ámbitos del conocimiento científico y tecnológico. Se adentra en el estudio de la energía nuclear, la astronáutica, la teoría de la relatividad… Todo lo analiza con rigor y profundidad. No banaliza el conocimiento”.
“Lo tuvimos todo en la juventud y nada en la vejez”, bromeaba, tirando de ironía, su mujer, Irene Aguilera. Con recursos mermados, sí, pero no pobres en actividad y desde luego sin ceder en su compromiso político, sus últimos años fueron intensos. A nivel científico no se dio descanso. En 1956 presentó sus cálculos para el lanzamiento y puesta en órbita de un satélite artificial y entre el 57 y el 61 las trayectorias que debería seguirse para viajar a la Luna, Marte y Venus. En la esfera política, colaboró con otros exiliados, como Picasso, Semprún o Alberti y llegaría a presidir la República en el exilio —él, firme monárquico—. En 1967, con 88 años, escribió su último renglón en Ginebra.
Menos de dos años después, en julio del 69, el módulo Eagle se posaba en la Luna y Neil Amstrong escribía uno de esos veros de la historia de la Humanidad que marcan capítulo. Se cuenta que tiempo después, ya de regreso a la Tierra, el propio Amstrong entregó una roca lunar a uno de los discípulos de Herrera, Manuel Casajust Rodríguez, en un guiño póstumo al granadino. Quizás la Guerra Civil hubiese privado de gloria a su “escafandra del espacio” y quede para siempre la duda de si hubiese alcanzado el éxito; pero no, desde luego, que su legado alimentó la carrera espacial.
Hoy, pasado casi un siglo, su traje brilla como un ramalazo de valor y genilidad.
Imágenes: Cedidas por la Sociedad Aeronáutica Española (SAE), la Asociación Científica Emilio Herrera Linares (ACEHL) y extraídas de Wikipedia
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