En un lugar de La Mancha, Piedrabuena, de cuyo nombre nunca quiso olvidarse, ni aun cuando amasaba fama y fortuna, no ha mucho tiempo que vivía un ingeniero de los de pluma en ristre para garabatear cálculos, voluntad de acero, ingenio efervescente y un pulso de self-made man al más puro estilo de Thomas Alva Edison o Frederick Collins, contemporáneos suyos, por cierto, y con cuyas biografías de un modo u otro entretejió la propia durante sus aventuras en Nueva York.
Las camisas raídas heredadas de sus mayores, las propinas que ahorraba como mozo de recados y un par de desgastados mocasines a los que, con más voluntad que cabeza, intentaba alargar la vida descalzándose antes de cada caminata entre su hogar, en Piedrabuena, y su trabajo en Fuente el Fresno consumían tres cuartas partes de su hacienda infantil. De niño tenía en casa nuestro ingeniero un padre tejero y una madre lavandera y tres hermanos mayores que —al igual que él mismo— veían cómo sus pasos se encaminaban al campo antes incluso de destetarse.
Frisaba la edad del ingeniero los catorce años en 1894. Si en casa hubieran tenido para fotos seguramente lo mostrarían enjuto de carnes y con complexión recia; más bajo, más fresco, más joven y menos reseco, pero por lo demás no muy distinto a Don Quijote. Su nombre era Mónico Sánchez Moreno. Y si al Alonso Quijano de Miguel de Cervantes lo apodaban “Quijada”, al vecino de Piedrabuena, andado el tiempo, ya adulto, tras haber triunfado en EE. UU. y labrarse un nombre como empresario, bien le podrían haber llamado en su pueblo “el inventor”.
Aunque si nos ponemos puristas como biógrafos, el único vínculo objetivo entre Mónico Sánchez y Don Quijote es que ambos nacieron en La Mancha, no resulta difícil ver un buen puñado de parecidos entre sus periplos vitales. Ambos —Sánchez y el héroe de ficción de Cervantes— gastaban una capacidad para soñar fuera de lo común y andaban sobrados de valor. Los une además un nada frecuente sentido del equilibrio y lealtad hacia su tierra y sus gentes y, en cierto modo, el ir unas cuantas décadas por delante de su propio tiempo. Sánchez no lidió con molinos en tierras de Castilla, pero sí se las vio con los rascacielos de Nueva York. Que se sepa tampoco intentaron timarlo en ninguna fonda, pero le tocaron de cerca los tejemanejes de la empresa Continental en EE. UU. y padeció en España las miserias de la autarquía franquista.
Capítulo 1: De mozo de recados a estudiante
Si se escribiera un libro sobre las aventuras y desventuras de Sánchez el primer capítulo arrancaría con precisión de cronista el 4 de mayo de 1880 en Piedrabuena, una pequeña villa de Ciudad Real que aun hoy no pasa de los 4.500 vecinos. Su padre, tejero; su madre, lavandera, el destino del niño —al igual que el de sus tres hermanos mayores— pintaba tan claro como limitado: el taller de tejas o los terruños del campo. A Mónico sin embargo le tiraba más la escuela y en la de su pueblo tuvo la fortuna de dar con Ruperto Villaverde, un maestro que supo avivar su curiosidad innata. En sus aulas aprendió el joven lo básico, las letras, los números y cómo combinarlos. Y conocido lo básico le tocó recoger los bártulos y salir al mundo para buscarse la vida como buenamente pudiese.
Su primer oficio conocido, con 14 años, fue el de mozo de los recados en Fuente el Fresno, un pueblecito incluso más pequeño que Piedrabuena, del que dista unos cincuenta kilómetros. Allí no le fue mal a Mónico. Al menos le permitió coger el impulso necesario para saltar al siguiente escalón: dependiente de tienda en San Clemente, una villa algo mayor al suroeste de la provincia de Cuenca. El chico debía de ser ahorrador y ambicioso porque tampoco se conformó con quedarse tras el mostrador. Tiempo después se hacía con su propio ultramarinos, que acabó vendiendo para mudarse en 1899 a Madrid. En mente, una idea clara: formarse como ingeniero.
En la capital se topó con el primer "molino/gigante" cervantino que amenazaba con frustrar sus sueños: las puertas de la enseñanza superior le estaban vetadas. Primero, Mónico carecía de los estudios necesarios. Segundo, la propia escuela de ingeniería industrial de Madrid estaba cerrada por motivos políticos y no abriría hasta 1902. Decidido a no dar un paso atrás, el joven optó entonces por matricularse en un curso por correspondencia de electricidad. La decisión poco tendría de quijotesca si no fuera porque el buen hijo de Piedrabuena no sabía ni papa de inglés y la formación la impartía el Electrical Engineer Institute of Correspondence. Sánchez tuvo que aprender a la vez la gramática del idioma de Shakespeare y las nociones sobre aquel oro chispeante por el que al otro lado del Atlántico se batían el cobre los defensores de la corriente alterna y la continua.
Y, otra vez, no le fue mal al joven. De hecho lo hizo lo suficientemente bien como para que Joseph Wetzler, el profesor a distancia de Mónico, intuyese un talento especial en aquel pupilo cuyo manejo del inglés y conocimientos sobre electrotecnia mejoraban a la par. Convencido de su potencial, Wetzler, presidente también de la Asociación de Ingenieros Eléctricos Americanos (AIEE) y editor de revistas especializadas, como Electrical World, animó a Mónico a que hiciera las maletas y se mudara a EE. UU. para seguir con su formación. Incluso facilitó que encontrara un empleo allí.
Los apuros acompañaron a Mónico hasta el momento mismo de subirse al transatlántico en el que debía partir del puerto de Cádiz con destino Nueva York. Tres días antes de embarcarse, le comunicaron que necesitaba un certificado municipal que acreditase que estaba exento del servicio militar. Cuando se enteró le quedaban apenas 24 horas de margen para entregar el papel. Si no cumplía se quedaba en tierra. Así de simple. Con el corazón en un puño, Sánchez tomó un tren hasta Ciudad Real, desde donde emprendió una larga caminata en dirección Piedrabuena. Cuando llegó a su pueblo era ya de noche cerrada y el secretario del Concejo llevaba varias horas en casa.
Ante la perspectiva de quedarse con la miel en los labios, Mónico, el antiguo mozo de recados, tendero, dueño de ultramarinos, estudiante de electricidad e inglés y aspirante a ingeniero en la Gran Manzana, se lio a porrazos con la puerta del funcionario local hasta conseguir que lo atendiese y acompañara al Ayuntamiento para firmar el certificado. Con el papelito en el bolsillo a Sánchez le quedaba aún por delante una noche larga y poco apta para cardiacos. Regresó a lomos de una mula a Ciudad Real y allí tomó otro tren a Madrid con el tiempo justo para entregar el escrito.
Su barco partió del puerto gaditano en 1904.
Tenía Mónico 24 años y viajaba ligero de equipaje, con solo 60 dólares en el bolsillo.
Capítulo 2: Del pizarrín al Madison Square Garden
Entre capítulo y capítulo del curso de electricidad por correspondencia de Wetzler, Mónico había conseguido apañárselas con la gramática inglesa. En tierras estadounidenses se encontró sin embargo con otro problema: no entendía nada de lo que le decían. Como si de otro idioma se tratara, vamos. Para apañárselas compró un pizarrín en el que durante un tiempo se dedicó a escribir con tiza todo lo que no conseguía comprender o necesitaba explicar. Así, con la tablilla bajo el brazo y tras garabatear en el cuestionario de acceso que había llegado a América “to study”, se lanzó el 12 de octubre de 1904 a las avenidas del Nuevo Mundo, vibrantes de vida, tráfico, comercio y que concentraban en una sola calle todo el vecindario de su querida Piedrabuena.
En EE. UU. Mónico empezó su carrera profesional primero como delineante y más tarde como oficial electricista. En los ratos libres que le dejaba el trabajo en la factoría continuaba formándose en el Instituto de Ingenieros Electricistas de Nueva York, que le expidió el título a mediados de 1907. Su experiencia, formación y carácter avispado le abrieron las puertas del fabricante de equipos telegráficos Foote Pierson Co. De sus filas, poco después, en mayo de 1908, pasó a la Van Houten & Ten Broeck Co. con un cargo ya de cierta responsabilidad, el de ingeniero jefe.
Mónico no dejaba de estudiar —amplió sus conocimientos sobre electricidad en la Columbia University— y empezó también a aplicar su ingenio a proyectos de carácter más personal. En 1907 inscribió en España su primera patente, el Puente de Weasthone-Sánchez, para la medida del aislamiento, capacidad y resistencia. Incorporado a la plantilla de la compañía Van Houten & Ten Broek, donde se familiarizó con la electromedicina, pudo desarrollar el que sería de lejos su invento más popular: el Aparato Portátil de rayos X y Corrientes de Alta Frecuencia.
En 1908 no hacía ni una década que Wilhelm Röntgen había hecho su primera radiografía —la célebre imagen de una mano enjoyada— mientras experimentaba con tubos de Hittorff-Crookes y la bobina de Ruhmokorff, pero los rayos X gozaban ya de una popularidad notable. Durante los primeros años —antes de que se extendiera el conocimiento sobre sus riesgos— solían organizarse espectáculos durante los que se invitaba al público a ojear su esqueleto. El propio Edison había montado una barraca con ese fin en mayo de 1896, cuando no era extraño que los salones de belleza publicitasen tratamientos con rayos X. Su uso más provechoso se daba sin embargo en los hospitales. Los médicos no tardaron en comprender su enorme potencial para la medicina.
El problema a finales del siglo XIX era que los aparatos generadores de rayos X, que necesitaban un tubo de Crookes y un generador de alta tensión, eran tremendamente pesados y complicados de manejar. Aprovechando un fenómeno físico descubierto por Nikola Tesla —que le llevó a pasar de transformadores de 50 Hz a otros de 7 Mhz—, Sánchez consiguió solucionar esa rémora. Su diseño de 1909 permitía que los dispositivos se fabricasen con una cantidad de hierro mucho menor y fuesen más ligeros, de apenas diez kilos. En vez de manejar trastos enormes, del tamaño de muebles de salón, los médicos pudieron usar otros que cabían dentro de una maleta.
El tamaño facilitaba el transporte y manejo, pero no era la única ventaja del diseño de Sánchez. “Mi aparato es comparativamente barato, portable, puede ser conectado a cualquier sistema de alumbrado […] y puede, debido a su simplicidad, ser efectivamente manejado por un operador sin preparación”, destacaba el de Piedrabuena. Su equipo producía corriente de alto voltaje, de alta frecuencia y —dato importante que el mismo Mónico subrayaba en sus descripciones— se podía emplear tanto con la continua de Edison como la alterna de Westinghouse Electric.
El talento del manchego no pasó inadvertido a Frederick Collins, pionero —en cierto modo a su pesar— de la radiotelefonía y uno de los máximos impulsores del gigante Continental Wireless Telephone and Telegraph Company. El magnate lo fichó como ingeniero jefe de Collins Wireless Telephone Co. (CWTC). Bajo la sugerente marca —con resonancias de culebrón de sábado tarde— Collins-Sánchez Apparatus comercializaron el equipo de rayos X portátil de Mónico.
Para promocionar su invento el de Piedrabuena participó en actos en los que llegó a codearse con la élite de la ingeniería norteamericana. De aquella época se conserva una foto que muestra a Sánchez en una feria celebrada en el Madison Square Garden de Nueva York, trajeado, con corbata, un par de zapatos con los que ni se habría atrevido a soñar en su etapa como mozo de recados en Fuente el Fresno y el pelo brillante y repeinado con afeites. A sus espaldas se ve el logo de la CWTC. A su izquierda tiene un stand de la poderosa General Electric de Edison y algo más atrás, a apenas unos metros, otro de Westinghouse Electric, compañía en la que trabajó Nikola Tesla. Un quijote manchego entre gigantes tecnológicos en el corazón mismo de la Gran Manzana.
Juan Pablo Rozas, ingeniero, profesor retirado de la Escuela Superior de Informática de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM) y uno de los máximos conocedores de la historia de Sánchez, recuerda que Continental, el emporio surgido de la fusión de la CWTC y otras empresas, ofreció al de Piedrabuena 500.000 dólares a cambio de la patente de su aparato portátil de rayos X. El pago se realizaría en acciones de la compañía. Para asombro —y frustración— de sus jefes, Mónico no aceptó. Y acertó. De lleno, además. Poco después se reveló que Continental era un gigante con los pies de barro y sus administradores terminaron procesados. El propio Frederick Collins acabaría en los juzgados y pasando una pequeña temporada entre rejas.
Arrancó entonces la aventura empresarial de Sánchez en solitario.
Capítulo 3: De la Gran Manzana a la Gran Guerra
Con conocimientos, experiencia, un nombre labrado en el sector, algo de dinero en el bolsillo… ¿Por qué no lanzarse a su propia aventura empresarial? Latido emprendedor no le faltaba a Mónico. Venía demostrándolo desde sus años de mozo de los recados en Fuente el Fresno y alumno por correspondencia en Madrid. El de Piedrabuena decidió probar fortuna con su empresa, en solitario: Electrical Sánchez CO., con sede en Nueva York. Con ella se dedicó a vender sus aparatos, que —entre otros espacios— lograron una buena acogida en el V Congreso de Electromedicina y Electroterapia, celebrado en 1910 en Barcelona y al que acudió el propio Mónico.
Quizás le tirase la tierra, se había cansado de su aventura de ultramar o tuviese una genuina vocación por contribuir al desarrollo de su comarca natal; el caso es que —animado en parte por el éxito en Barcelona— Sánchez decidió hacer las maletas y dejar la Gran Manzana para regresar a su hogar. Fundó la European Sánchez Electrical y cambió la sede de la bulliciosa Nueva York por otra en Piedrabuena, en pleno rural manchego. Hasta allí trasladó toda la producción de la compañía poco después, a partir de 1911. Hacia 1912 cierra la rama americana de la firma.
Cuánto dinero engordaba la cuenta corriente de Mónico y su compañía por aquellas fechas es una incógnita abierta a debate. Algunos autores creen que en 1912 era ya "un hombre rico", con un patrimonio de cientos de miles de dólares, puede incluso que un millón. Rozas cuestiona sin embargo que a su llegada a España el ingeniero fuese un magnate. De hecho recuerda cómo durante cierto tiempo estuvo trabajando en una buhardilla y que su proyecto empresarial necesitó varios años para eclosionar. Lo que está fuera de toda duda es su devoción por Piedrabuena: en vez de emprender su compañía en Barcelona, Madrid o Bilbao, decidió hacerlo en pleno rural manchego, donde no había siquiera los suministro básicos. Para montar su fábrica el propio Mónico tuvo que construir una central eléctrica o la traída de agua potable desde Pilar Nuevo.
Gracias a los beneficios logrados con la venta de sus aparatos, hacia 1913 Sánchez se hizo con terrenos en Piedrabuena para construir una gran factoría. Las obras empezaron en 1914. Cuatro años después, en 1918, se completaba el Laboratorio Eléctrico Sánchez, que andado el tiempo se convertiría en una gran instalación de 3.500 metros cuadrados y medio centenar de empleados —una parte significativa mujeres—, un polo tecnológico de primer nivel en el rural manchego.
Mónico planteó reforzar la factoría —casi, casi un "Silicon Valley" en la España de los albores del siglo XX— con una escuela de electroterapia donde los médicos se pudiesen formar en el manejo del nuevo instrumental científico. Su ambicioso proyecto se quedó sin embargo en el camino. Y no por falta de ambición o empeño. Aunque buena parte de los trabajadores eran del país, Sánchez llegó a fichar personal cualificado en el extranjero. En Alemania contrató un soplador de vidrio que había sido discípulo de Emil Gundelach, el fabricante de los tubos de Wilhelm Röntgen.
La labor que desarrollaba en Piedrabuena no pasó inadvertida a sus contemporáneos. Entre 1910 e inicios de los años 30, Mónico lograría distinciones de primer nivel, como el Gran Premio “DEU” en Barcelona (1913), la Medalla de Oro en el Congreso Odontológico (1916), el Gran Premio en el Congreso Nacional de Ciencias Médicas en Sevilla (1924) o la Medalla de Oro de la Exposición Internacional de Sanidad de Madrid (1933). A comienzos de los años 30 la Escola Livre de Engenharia do Rio de Janeiro incluso lo nombró Doctor Honoris Causa en Electrotecnia.
“Después de haber estado en medio de la revolución industrial que supuso la electricidad retorna a su tierra y reinvierte allí, creando un laboratorio de alta tecnología en un pueblo sin luz. Él mismo monta su central eléctrica”, destaca Manuel Lozano, físico nuclear, divulgador y autor del libro El gran Mónico, en el que analiza el periplo vital y legado de Sánchez. La figura del inventor manchego, reivindica, es el mejor ejemplo de cómo se puede brillar en mitad de las dificultades y con el viento soplando en contra, “salir de la miseria y terminar en la vanguardia de la tecnología”.
En plena fabricación y promoción de sus aparatos portátiles de rayos X, se cruzó en el camino de Mónico un acontecimiento trágico que, a la postre, terminaría convirtiéndose en una oportunidad: el estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914. Solo unos meses antes, en mayo, el director médico de Sánchez había acudido a París para presentar ante la Sociedad de Electrología y Radiología Médicas el invento que tantas expectativas había generado en EE. UU. Debió de convencerles porque poco después, pasadas apenas unas semanas de la primera batalla del Marne, que dejó un saldo de miles de soldados galos malheridos y moribundos, la prensa se hacía eco de que el español había recibido un pedido de diez equipos con urgencia para Bayona.
Con el tiempo las autoridades galas adquirían otro medio centenar de los aparatos de Sánchez. Las ventajas de sus dispositivos portátiles los hizo idóneos para las conocidas como “Petites Curie”, la flota de ambulancias con unidades radiológicas impulsada por Marie Curie para llevar los rayos X al frente y los hospitales de campaña. Al finalizar la Gran Guerra circulaban una veintena de aquellas camionetas que enriquecían la red de puestos fijos o semifijos operados por radiólogos. En España también se sacó provecho del invento. Rozas apunta que en 1912 el manchego ya había ofrecido uno de sus equipos al Gobierno de José Canalejas para apoyar a las tropas movilizadas en la Guerra del Rif. También el bando republicano los utilizó durante la Guerra Civil.
Capítulo 4: El mayor molino/gigante de todos
Del Quijote de Cervantes se dice con frecuencia que era un "loco-cuerdo", que su enajenación —si es que tal había— respondía a la de un hombre incapaz de tolerar su realidad. Los pensamientos de Mónico Sánchez solo los conoció él, pero no es descabellado pensar que en algún momento vio cómo las miserias del siglo XX, irrespirable en muchos aspectos, pasaban por encima de sus sueños y ambiciones. A lo largo de su vida había lidiado con la pobreza, la Gran Manzana, multinacionales y Gobiernos, incluso con la falta de recursos en el rural manchego, pero el estallido de la Guerra Civil en España y, de manera especial, la autarquía que se instauró en el país de la mano del franquismo a partir de los 40 hizo que cualquier aventura empresarial de alta tecnología y miras internacionales, incluso una amparada por la experiencia de Sánchez, fuera inviable.
Poco a poco su proyecto se desinfló. Uno de los primeros palos lo recibió ya en la década de los 30, durante la Guerra Civil, cuando los milicianos republicanos le requisaron su laboratorio y bienes. Desde Valencia, a donde se trasladó hacia el final de la contienda, Mónico llegó a ver impotente cómo su taller pasaba a convertirse en base de las tropas del coronel Antonio Escobar.
El fin de la contienda tampoco supuso para él un desahogo. Al poco de terminar la guerra las autoridades franquistas lo investigaron por la muerte de uno de sus colaboradores, proceso que se cerró sin cargos. El mayor golpe se lo asestaría sin embargo, con el tiempo, la autarquía, la falta de materias primas y el aislamiento de España a nivel internacional. Hacia mediados de la década de 1940, por ejemplo, consiguió firmar acuerdos comerciales en EE. UU., Portugal y Cuba para la exportación de su aparato electrofísico y la concesión de patentes de onda corta, rayos X o bisturí eléctrico. Sánchez puso toda la carne en el asador para dar un nuevo impulso a su laboratorio; pero, una vez más —quijote entre molinos—, ni toda su voluntad le sirvió para sortear los problemas. Las trabas a la hora de conseguir los permisos de importación y las dificultades que le afectaron a nivel personal, en su propia familia, aguaron cualquier intento de sacar adelante la compañía.
A esos "molinos/gigante" no tardaron en sumarse otros de carácter más técnico. Los aparatos portátiles de Sánchez empleaban el tubo de rayos X Crookes, que poco a poco terminaron desplazados por los de filamento incandescente del tipo Coolidge, inventados en 1913 y que décadas después ya se habían extendido de forma generalizada. Gracias a los Coolidge los médicos podían disponer de imágenes con mayor nitidez y controlar la radiación. El aislamiento de España dificultó al manchego adaptar el generador de su diseño. “Se quedó estancando, y no por falta de inversión, simplemente estaba aislado. Era el período autárquico. Aquí resultaba muy difícil desarrollar una tecnología puntera. Podía hacerse en NY, por ejemplo pero aquí…”, anota Lozano.
Parte de los esfuerzos de la compañía se centraron en la fabricación de aparatos para la enseñanza de la Física. A los tubos y electrodos de vidrio para la electroterapia se sumaron otros de descarga que se utilizaban, por ejemplo, en experimentos electrofísicos. El Museo Nacional de Ciencia y Tecnología (MUNCYT) de A Coruña recoge algunas de las piezas fabricadas en la factoría a lo largo de la primera mitad del siglo XX. La compañía, aquella empresa quijotesca —en el mejor sentido de la palabra— de La Mancha no llegaría sin embargo al último cuarto del siglo XX. Sánchez falleció en 1961, octogenario. Antes había sufrido la pérdida de varios de sus seis hijos. Entre ellos Mónico, ingeniero y quien debía sucederlo al frente de la empresa familiar. Con la muerte del patriarca lo hizo también cualquier posibilidad de futuro del Laboratorio Eléctrico Sánchez.
A su muerte Mónico lucía bastante más que un pobre título de hidalguía, consuelo de aquel otro lector empedernido de novelas de caballería ideado por Cervantes. El ingeniero sumaba premios y reconocimientos. Incluso había presidido la Cámara de Comercio de Ciudad Real. Su estela fue la de un self-made man, un inventor que había brillado entre los grandes de la Gran Manzana y padre de un aparato que —en manos de Curie y otros expertos— ayudó a salvar vidas. También la de un pequeño quijote empeñado en convertirse en genio de la electricidad en una villa sin corriente eléctrica, en empresario de éxito en Nueva York sin hablar papa de inglés o en catapultar el pueblo donde su padre destripaba terrones hasta elevarlo a centro tecnológico puntero.
Imágenes: Herederos de Mónico Sánchez, 19Tarrestnom65 (Wikipedia), Brown Brothers, Department of the Treasury. Records of the Public Health Service (Wikipedia), AbGon (Wikipedia)
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