'Far Cry 5’, el FPS aventurero de sectas y tiroteos, venía precedido por una incólume —e inclemente— campaña de promoción. Desarrollado por Ubisoft Montreal y Toronto, tomando como horma el propio marco natural de los estudios y forzando el motor Dunia Engine hasta su límite teórico, el resultado parece un éxito seguro.
En Xataka hemos jugado a ‘Far Cry 5’ y sí, nos hemos divertido como gorrinitos en una charca. Su deuda principal ha quedado saldada. Pero también nos hemos sacudido la suciedad para reflexionar sobre ese barrizal narrativo en el que se ha metido el equipo de Drew Holmes (guionista) con la certeza que categoriza el punch y el ruido mediático. Aquí su análisis.
Un grito lejano: antes y ahora
La de ‘Far Cry’ es una historia de pequeños hitos. Es muy difícil entender la genealogía del shooter moderno ignorando las escabechinas paradisíacas de esta saga. Recordemos la resuelta destructibilidad del debut poniendo a prueba nuestras tarjetas de vídeo. La demo gráfica hecha juego. Y uno muy resuelto.
Recordemos también el uso de la malaria como mecánica rítmica en la segunda entrega. Y las salvajes ejecuciones de la tercera, o ese monarca de la cuarta, donde se elevaba el discurso del sadismo hasta que un tal Pagan Min lleno de carisma nos arrastraba a su dictatorial juego de poder y riqueza. Y tampoco conviene ignorar el cachondeo retrofuturista de ‘Blood Dragon’ o la gigantesca lista de cosas-por-hacer en ‘Primal’.
No han inventado —ahí estaban ‘Turok’ o el nervio táctico de los ‘Ghost Recon’—, pero han sabido mejor que nadie transformar fórmulas en iconos. Todos ellos, a su manera, han sembrado distintas semillas sobre la libertad en los videojuegos. Una que siempre se ve atenazada por torres de radio, puntos de control, por ese seguir “fallando” misiones si nos alejamos demasiado del punto marcado o la militarización sistemática de cada rincón del mapa.
De hecho, los ‘Far Cry’ son mejores juegos cuando se transforman en monster movies selváticas, cuando la distancia y profundidad de la jungla acota nuestra perspectiva de esas geografías enormes. Sobrevivir al exceso.
Esto se aprecia más que nunca en ‘Far Cry Arcade’, una modalidad de juego alternativa basada en mapas cerrados, una vuelta de tuerca al modo zombies de ‘Black Ops’ con retos puntuales —eliminar x oleadas en x tiempo, erradicar a cierto tipo de enemigos—- Hay partidas inspiradas en ‘Silent Hill’ o ‘Rainbow Six: Siege’ y son una perfecta toma de contacto para calentar el gatillo.
Punto de partida
Al comienzo del juego asistimos a la detención de un tal Joseph Seed. Tras una despegue accidentado de la zona, cada uno de los miembro de nuestro comando ha sido raptado y desperdigado por un miembro de “la familia”.
Los Edenistas son una secta. Los miembros más valiosos que capturan son llevados a “la silla”, una sala de tortura con borrado y reprogramación cerebral a lo Naranja Mecánica. Nuestra es la tarea de desarrollar puntos de resistencia. Es decir, una especie de termómetro donde marcamos nuestra influencia sobre los dominios de “los hermanos”.
Los Edenistas luchan por ideales más elevados. En este caso, respondiendo al maltrato de la sociedad moderna. Los villanos de la TV se han transformado en protagonistas por algo: destilan imperfección pero saben sobreponerse, incluso transformarla en motor de acción. Los héroes perfectos daban aliento y ánimo a sociedades cínicas y derrotadas. Los villanos ponen sobre la mesa lo peor de nosotros mismos para exorcizar y dormir más tranquilos con nuestra maldad. Un mensaje perverso para los tiempos que corren.
Perverso y confuso: ‘Far Cry 5’, en su núcleo, es un juego extraño. Sobre el papel promete la pandilocura de un ‘Just Cause’ bajo un aroma policial testigo de ‘Wildlands’. También apela a esa brecha lisérgica donde los personajes, a la manera de seriales como ‘True Detective’, parecen pasadísimos de drogas y viven su realidad propia. Y ya sabes lo que dicen de mezclar: te emborrachas antes de tiempo.
La chanza y la política se dan la mano al 50%. El jacarandá y los silos de combustible estallando abrazan también esas dinámicas donde en toda carretera hay barricada, grafitis pintados con sangre y andenes trufados de cadáveres comidos por los buitres.
O rehenes pidiendo ser liberados. O psicópatas paseando y hablando de lo mal que llevan que su secta les prohiba el coito. Su uniformidad viva transmite sensación de derrota, de estado de sitio. Y funciona pero sólo hasta cierto punto.
Son muchos elementos, mucho deseo por no dejar nada fuera. En su evolución, este ‘Far Cry 5’ hereda todos los tics y virtudes de sus anteriores. Es más metacontenedor que nunca y en términos gráficos resulta un prodigio inusual. Es la culminación de una saga: tenemos caza y pesca, recolección y conducción, secundarias de trazo grueso y pequeñas historias bien escritas y bien contextualizadas. Pero hay demasiadas disonancias para considerar esta melodía una fanfarria triunfal. Vamos paso a paso.
De sectas y secuestros
El lema del juego dice “Confía. Reza. Obedece”. Tres órdenes directas y tres verbos que hacen referencia al modus operandi de los líderes sectarios. Es decir, poderes coercitivos a través de los cuales generan dependencia del líder, una anulación del pensamiento crítico a través de distintas estrategias: privación de placer, dosificación del mismo, tráfico de fe, secuestro y adoctrinamiento moral.
El control territorial se impone por medio de dos elementos: armas de fuego y drogas. Muchas drogas. Este estado totalitario cobra forma en el condado de Hope. Un lugar para la esperanza en una especie de Montana —ese rectángulo al norte de EEUU, que colinda con Canadá—.
Esta «tierra donde la gente encuentra lo que había perdido», como diría el escritor, cuenta con uno de esas jerarquías de poder que tanto gustan a los policiacos de sobremesa.
Joseph Seed —José por el padre fundador y “seed” por ser la semilla que propaga un ideal—, es el patriarca de la secta secta Puerta del Edén. Una especie de dictador sexy con porte de Jesucristo, ese Matthew Mcconaughey rockstar doblado por Sergio Zamora, con trasfondo traumático —aunque, como es habitual, nos sitúen in media res y en el apogeo de su poder—.
Él es plenamente consciente de su rol de capacitador, de advenidor: detecta y diagnostica las enfermedades del mundo moderno y construye un paraíso alternativo para hacerle frente por las bravas. En fin, un tipo carismático que tiene la chaveta como una discoteca poco antes de cerrar. En Ubisoft se escribe y reescribe con fiereza. Existe incluso una precuela literaria, Absolución, que imbrica con lo dispuesto en el juego.
Y lo religioso es un mero pretexto para disparar las pulsiones sadistas de un montón de provincianos. «Llevan años esperando que alguien inicie su Guerra Santa»: él ha liderado una iconografía propia y se ha aferrado a ella. Podemos escuchar los ecos a Trump en cada maizal. También a otros gobiernos turbados o los anhelos nucleares de Corea del Norte. No hay nada sobrenatural en torno al personaje: es un demente apoyado por el poder demente de sus feligreses. Y las drogas.
Insistimos en ellas porque son, de hecho, elemento cardinal en la trama. De los tres hermanos heraldos, Jacob, John y Faith, es esta última la que más abusa de su “gozo”, una droga que se extrae sintetizando una especie de calas o lirios de agua, comunes en los cementerios.
Aunque, en efecto, estos lotos son tóxicos, el juego los usa como una alternativa desomórfica para crear enemigos ultra resistentes, zombies enrabietados que toleran hasta un escopetazo en el pecho. Faith y su credo los llama “ángeles”.
Tradición y sociedad
Si algo han logrado siempre los ‘Far Cry’ es saber situarnos en el núcleo de la acción, ese lugar clave donde todo sucede. Esta vez han logrado transmitir mejor que nunca el hedor de una América profunda que se pudre, de estar en mitad de la nada herborea y querer salir hacia alguna parte. A los “nativos”, les han robado sus negocios, les han despojado toda forma de poder: o sirven o acaban crucificados.
«Una historia que pueden contarte en una barra de bar», que decía Dan Hay, director creativo de ‘Far Cry 5’, y que funciona más tarde que pronto, a partir de las 8 o 10 horas jugadas. Hay cierto brutalismo en ese paraje salvaje donde los osos, lobos y jabalíes conviven con un mundo tecnológicamente hipercontrolado, donde puedes estar sin cobertura pero usar armamento construido con láminas de carbono. O ver cámaras de seguridad instaladas sobre troncos de árboles.
Esta desconexión entre parajes idílicos y realidad urbana, entre el comportamiento esquizoide de quien escarba un búnker de guerra en la ladera de una montaña o toparse con un LaWS entre los pinos, fragua la idea de que todo está mal, que nuestra civilización vira en un sinsentido dirigido por un táctico como el rifle de francotirador MBP.50. La otra América, por tanto, apela por tradicional a los valores de siempre. También está rota, pero es el menor de los males.
Sobre el menú
Como es habitual, sobre el menú encontraremos el diario de misiones principales y secundarias, la colonización de los distintos puestos de la secta, o los distintos escondites de los preparacionistas, aquellos tipos que esperan el fin del mundo hasta arriba de pertrechos. Nuestra es la misión marcar la balanza a nuestro favor.
Una de las claves, sino el núcleo lúdico, radica en los especialistas y colaboradores. De los primeros existen hasta nueve, desde un oso asesino hasta una piloto de aviones experta. Podemos asignar hasta 4 dentro de nuestro pelotón, marcarles enemigos, que avancen hasta cierto punto o que usen algunas de sus habilidades especiales.
Cada aliado cuenta con distintos valores. Dentro de nuestra faceta, como némesis y profeta anónimo, se incide en la contrapartida de rescatar rehenes y reclutar ayudantes: aumentar población a nuestro favor. Los ayudantes son ciudadanos anónimos con virtud en el arco, el arma de fuego, el cuerpo a cuerpo, el sigilo, etcétera. Distintos talentos para distintas situaciones. En nuestra mano está elegir la baraja ganadora para este cooperativo offline que recuerda por igual a los peones de ‘Dragon’s Dogma’ o las patrullas de ‘Halo’.
Y, hablando de talentos, hay un árbol de ellos con hasta 50 mejoras. Algunas balancean la partida, otras son imprescindibles, como la habilidad cerrajero, para forzar cajas fuertes. También desbloqueamos talentos a través de ciertos requisitos —bajas por granada, por disparos en la cabeza, cuerpo a cuerpo—, logros conseguidos por nuestros pistoleros a sueldo o distintos récords de caza.
Contamos, eso sí, con una mochila infinita de objetos: arrojadizos, componentes para fabricación, municiones especiales, pieles y objetos a la venta —como los lingotes de plata para comerciar— y distintos coleccionables. El chiste de actualidad sigue con los productos homeopáticos. Es decir, pequeños aceites y brebajes que podemos preparar a partir de componentes y que potencian ciertas habilidades.
A esto se suman dos categorías: los eventos en directo, marcando retos de jornada, muy propio en los juegos de conducción; el modo Arcade y algunos minijuegos a lo ‘Watch Dogs’. En último lugar contamos con la categoría de ropa y personalización —atuendo, superior, inferior, cabello, cabeza y guantes—. Ni afecta en ningún aspecto al juego ni cumple funciones estéticas en un FPS.
A hostia limpia
Siguiendo lo aprendido de ‘Far Cry: Primal’ —aunque éste también acotaba ciertos márgenes y exigía cierta linealidad—, todas las misiones y secciones pueden visitarse en el orden que queramos. Podemos ir a cada rincón del mapa como nos dé la gana. Los NPC verbalizan sus recomendaciones, incluso hacen chistes con nuestra tendencia a ignorarlos.
Entonces, ¿quién marca el tempo? El propio juego congela nuestro avance al final de ciertas misiones.
Los efectos de la droga sumen al protagonista y lanzan un momento scriptado que, a su vez, hace avanzar la trama central. El shock original incomoda y descoloca, rompe cierta verosimilitud. Haber, por ejemplo, limpiado una zona de guerra, y que alguien nos marque y secuestre, para aparecer de repente en otra punta del mundo para enseñar partes de mapa, no es un recurso muy audaz.
Siguiendo los cánones del shooter moderno tenemos regeneración de salud y botiquines más lentos que una simple inyección.
Lanchas, helicópteros, camiones, tractores, monovolúmenes o quads complementan parte de la oferta en medios de transporte. ¡Yo quería un caballo! Tenemos soplete para reparar vehículos o abrir cajas fuertes —también podemos quemar a gente con él— y los iconos del gigantesco mapa son dinámicos.
Podemos calentarnos con whisky, comer brownies de orégano —clásico eufemismo de marihuana—, pasear en un ciclo día/noche que tarda un par de horas en completarse, secuestrar avionetas fumigadoras y atufar a los enemigos, reponer pertrechos en los puntos de venta, saquear alijos gracias a soplos o simplemente ver la skyline que dibujan las rocas sobre el horizonte.
Todo está ahí para ser aprovechado: en el minijuego de pesca, por ejemplo, el sedal cambia de color de verde a rojo según el nivel de tensión que ejerce el pez. Para limpiar zonas complicadas podemos empezar lanzando un sebo en algún rincón para que llegue algún oso a sanear la zona.
Entretanto, los bugs nos saludan a cada poco. A lo largo de mi partida he contabilizado más de 80 bugs de distinta índole —algunos con cierta carga poética—. Muchos de ellos, lejos de atender a la aleatoriedad obvia de un escenario tan inmenso son parte del script, de esa batalla interna que mantiene el código entre lo que queremos hacer y aquello que nos dejan hacer.
A land without mercy
La de este quinto episodio, por tanto, una cuestión de cantidad, sino de perspectiva. Llenar el espacio de púlpitos y cruces no refuerza debates epistemológicos. En su ADN, la dinastía ‘Far Cry’ sabe como pocas despertar nuestra pulsión homicida y sembrar el caos por mor de los débiles. Y aunque mueres y mueres mucho, nada sugiere que revises tus estrategias más allá de “encáralos con más potencia de ataque”.
Una vez más se nos invita a combatir fuego con fuego. Nuestros únicos amigos son tronados de las armas vistiendo deportivas con la bandera ‘MURICA Made-in-China, gorra con la bandera americana y americana con la bandera americana bordada. Algo que está tratando ‘Homeland’ en su séptima temporada con fortuna dispar. Somos invasores y recolectores. Domeñamos, seguimos alimentando el desvarío de poder, el binomio cazador o presa, beneficio o deshecho.
Joseph pronto se desvelará como un padre de familia funesto, su reinado uno de ángeles caídos y mitos derribados. Su monumento a la gracia imitando el Cristo Redentor de Río de Janeiro acabará cayendo. Lo sabemos desde el minuto 1. Pero en el trámite queda un hueco, un vacío de poder haber hecho mucho más.
Evolucionar en formas de narrar no implica emular el modelo de ‘Breaking Bad’ —o el de ‘Fargo’— sino en la capacidad de crear una propia línea discursiva desde la que tratar la realidad a conveniencia.
Los videojuegos son simulacros y prismas deformantes. Aproximarse con cínica cautela es sólo otra forma de posverdad, otro formalismo acomodado. Y ya va siendo hora de hablar de la realidad: no como un historiador desnortado, sino como seres humano afectados por ella.
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