Kratos ha vuelto. El antihéroe más popular de PlayStation ha viajado hasta el Midgard para poner los puntos sobre las íes en un relato más autoconsciente y oscuro que sus predecesores.
En ‘God of War’ (2018) ya no veremos a un verdugo de dioses perverso sino a un padre frustrado y lleno de anhelos. El clásico “perseguido por su pasado” que sirve, a su vez, para construir un paralelismo entre dos mitologías: griega y nórdica.
Octava entrega de la serie, secuela indirecta del ‘God of War III’ de 2010, si obviamos la entrega ‘Ascension’ podríamos sentenciar que ésta parecía una serie olvidada, una donde ya se había contado todo lo relatable. No así, en Xataka hemos podido saborear esta aventura de Santa Monica en exclusiva para PlayStation 4 y no podemos sino agradecer el cambio de ambientación. Lo vikingo está de moda.
De montañas y hombres
Y lo está por su exotismo cercano, por su capacidad de evocar un folklore donde los dioses son tan pecaminosos y torpes como los humanos. Frente al cristianismo de Dios rogando y con el mazo dando nos topamos con la "sinceridad" de un pueblo que obra como siente.
Por esto mismo flota en las ágoras políticas cierta relectura que evoca orgullo y reivindica la historia de un pueblo que se mató demasiadas veces a sí mismo. Este patriotismo ha emergido, en parte, por la exitosa Vikings de Michael Hirst, convertida ya en acontecimiento social internacional. A ella se sumaron Britannia, que retoma el mismo periodo que narró Neil Marshall en la genial Centurión. Y otras tantas.
Un orgullo que se extiende hasta el contexto lúdico. Si Crash fue la mascota por derecho propio durante los primeros años de la plataforma, Kratos se convirtió en el baluarte adolescente de la marca, erigido como símbolo de unos jugadores conscientes de que su tratado de tollinas a puño desnudo y descarnado frenesí era sólo jugable en PlayStation.
Kratos escala las mismísimas ramas del Ginnungagap y conversa de tú a tú con la Jörmundgander, la serpiente del mundo. Una vez más, en Santa Monica saben retratar como nadie la borrachera mitológica e imbricarla con mimo sobre las necesidades de Kratos y su vástago. Runas y relatos en piedra sustituyen a los viejos Dédalo, Heracles, Afrodita, Hades y a los propios titanes de un Olimpo en mitad de un golpe de Estado.
No en vano, Kratos siempre fue un antihéroe, un tipo demasiado bueno para la guerra con ataques de ira. El relato de los dioses se narró a través de violencia y exceso. Tosco, lo que antes era cuadrado-cuadrado-triángulo ahora es R1-R1-R2. Dicho de otro modo: la saga ‘God of War’ era al género, hack-and-slash, una especie de margen a la derecha: contundente y visceral, todo el rato.
Más si cabe, el Kratos de ahora es consciente de sus canas. Las dobles cadenas se sustituyen por un hacha que va y viene. Ni nada ni salta y las primeras prendas con las que iniciamos la partida, las vestimentas del exilio, nos recuerdan que este hijo no deseado de Zeus sólo quería huír de su pasado de caos y destrucción, empezar de cero en otro mundo y escapar de esa espiral de amenaza que construyó. Kratos ahora es un señor mayor, para bien y para mal.
Un mito renacido
¿Y cuánto ha cambiado esta revisión? Todo y nada. Siguen sobre la mesa las misma reglas internas: los quicktime events, el megalómano sentido de la escala, los cofres rotos a puñetazos y la tirria al agua por parte de nuestro espartano entrado en años.
Pero esta vez, hay un deseo real por narrar la relación entre un padre y un hijo, por ir adelante en el tratamiento de vínculos familiares. Siempre estuvieron presentes: Kratos fue un mal hijo, aunque su fin justificase los medios. Ahora quiere ser un buen padre. Pero asocia bondad a fragilidad y trata a su pequeño con desdén y rudeza. Durante gran parte del primer arco de juego nos encontraremos con un tipo que responde con monosílabos a un chaval que sólo quiere aprender y crecer.
La figura materna se ha convertido en ceniza, el verdadero eslabón que conecta con el mundo nórdico es ella y ella ha enseñado a Atreus los valores que le empujarán a no ser como su padre. Más a allá de esto, todo es spoiler.
Esta vez hay un deseo real por narrar la relación entre un padre y un hijo, por ir adelante en el tratamiento de vínculos familiares
Las cámaras libres con puntos fijos —picados eventuales para mostrar la escala del escenario— se sustituye ahora por la cámara de reportero, el shaky camera que tanto gustó en otro juego que compartía siglas, ‘Gears of War’, y que desde entonces se han convertido en un recurso hábil para narrar desde más cerca.
En lo visual, este GoW sube un pistón a lo visto en ‘Rise of the Tomb Raider’. No es difícil tragarse algún golpe de más por culpa de estar embobado mirando los centenares de efectos y detalles que se desarrollan en mitad de una encarnizada batalla.
Además, comparte con el citado y su precuela mucho en cuanto a rudimentos mecánicos: mazmorras alternativas, coleccionables repartidos por un escenario enorme y rutas secundarias que esconden algunos secretos muy interesantes para conocer el trasfondo y contexto de todo ‘God of War’.
Cada punto de encuentro cuenta con un par de rutas extraordinarias donde, a la manera de los 'Souls', nos asaltarán enemigos de mayor nivel que el nuestro o secretos para acabar vendiendo a nuestro herrero de confianza. Habrá quien no disfrute de recoger cada máscara y hacer estallar cada cofre. Al menos, esta vez, están contextualizados con el resto de la trama.
Rol con letra pequeña
Cuatro niveles de dificultad y un marcado carácter arcade con las vestimentas apenas dibujan las posibilidades de hacer más daño y hacerlo antes. Se aprecia cierta autoconsciencia para con jugadores novatos, desde luego.
Sin poder llamarlo “juego de rol” —o más de un xatakero nos cortaría las manos— sí nos encontramos con el clásico sistema de progresión y los árboles de habilidades desbloqueables. Nada que no tuvieran los GoW del pasado pero con una nueva capa de pintura bien gruesa. Un marco de seis habilidades determina nuestro progreso: fuerza, poder rúnico, defensa, vitalidad, suerte y reutilización.
Como decíamos sobre el mapa, no abierto pero sí vasto, podemos toparnos con jefes opcionales que no afecten a la trama central e incluso algunos personajes nos pedirán favores.
Aparte contamos con las tareas, pequeños retos a cumplir como clavar 10 enemigos a una pared o matar de forma específica una cantidad de enemigos. Por haber, y siguiendo el canon marcado por otros juegos de la casa como ‘Uncharted 4’ —a su vez, deberíamos volver a remontarnos al reboot de ‘Tomb Raider’—, hay hasta mapas del tesoro.
Tanto al Hacha Leviatán, fabricada por los mismos herreros que dieron forma al martillo de Thor, como al Arco de Garra de Atreus, construido por su propia madre, podemos asignarles distintas runas para distintos tipos de ataque pesado o ligero. Y con todas nuestras habilidades ganamos experiencia que podremos ir canjeando en el árbol de habilidades: nuevas destrezas con el escudo del Guardián, el hacha y el arco.
Por seguir la pauta del género, también hay tiendas, marcadores del saber, cuervos de Odín —que debemos erradicar porque son el ojo a través del cual nos vigila—. Y cofres, cómo no: cofres de las normas, cofres legendarios y cofres rúnicos —portadores de piezas importantes como las manzanas de Idunn para aumentar la vida o el cuerno de hidromiel sangriento para subir la furia y, por tanto, la capacidad de ataque—.
Paternidad deseada
Este ‘God of War’ podría considerarse una especie de juego cooperativo, siguiendo de modelo de ‘Hunted: Demon’s Forge’, ‘The Cursed Crusade’, los Gears, ‘Enslaved’ o incluso el maltratadísimo ‘Majin and the Forsaken Kingdom’.
Pero, a diferencia de estos, Atreus sabe defenderse por sí sólo, despistará a los enemigos y no nos despistará a nosotros. El jugador determina cuándo quiere o no usarlo. Atreus disparará su arco hacia el enemigo que le marquemos y el resto es cosa suya. Mientras que él no puede morir a manos enemigas, sí puede salvarnos el tipo e incluso resucitarnos cuando la situación sea irreparable.
Atreus es, de hecho, un hijo ideal, caprichoso, que nos preguntará “¿falta mucho?”, que será nuestro chico de letras y traducirá los murales rúnicos, que llorará y reirá frente al sombrío y gris talante de su padre, que hará frente a las adversidades con errores de novato y la bonhomía de quien ni siquiera conoce a su padre. O no del todo. Su fuego interno reside en esa dicotomía que establecen ambos al relacionarse, un díptico familiar algo saturado de testosterona y rebujito pero con momentos de lucidez inusual.
Esta ruptura entre dos universos se traduce en el subtexto: ambientación, decorado y música en nórdico antiguo —lengua hablada entre el 900 hasta el 1300—. Bear McCreary, compositor de partituras para seriales como Battlestar Galactica y The Walking Dead, vuelca en este ‘God of War’ todo su pulso arcano.
La relación de esta serie con la música ha abarcado distintos horizontes pero siempre ha sido un elemento predominante. Podemos rastrear este idilio hasta ‘God of War: Blood & Metal’, aquella banda sonora alternativa que un puñado de bandas del sello Roadrunner Records compusieron y grabaron en exclusiva para ‘God of War III’. Amantes de Therion, esta vez no hay metal, pero sí hay Ragnarok y grabaciones de primera factura.
En lo pictórico nos encontramos con una transformación similar.
Y gran parte del mérito lo tiene el fichaje de José Daniel Cabrera Peña, Jose Peña para los amigos, virtuoso ilustrador editorial de Granada que ha redibujado la línea roja y sucia de anteriores entregas en pos de tonos mucho más fríos y brumosos, acordes con la ambientación nórdica.
El comienzo de una era
No podemos desvelar los acontecimientos ni reventar una trama que, más que nunca, pide ser desmadejada hilo a hilo. Los desarrolladores han pasado cinco años intentando mantener “virgen” esta nueva historia y merece la pena llegar a ella como tal. Por fin se da pie de manera coherente a un nuevo ciclo vital y por fin parece que existen más vías que la dolorosa, aquella que impone erradicar hasta la última deidad.
Pero lo que sí cabe apuntar es que el reseteo le sienta mejor en lo narrativo que en lo jugable. Sigue siendo un modelo de torpes formas, seguimos rellenando las barras de concentración y mala leche para hacer el mayor daño posible. Incluso los quicktime events deslucen parte de unas bondades estéticas —que en PS4 Pro dejan absorto a cualquiera— que podrían contar más sin tener que verbalizarlo por voz de Atreus.
En cambio, cuando el looteo y la tontería de saltar entre cornisas automatizadas queda a un lado, nos topamos con un cuento asombroso de descubrimiento. ‘God of War’ nunca fue un gran hack and slash pero siempre fue el mejor en lo suyo, en traducir ese imaginario mitológico desbordado de detalles.
En VidaExtra: Análisis de God of War: la mejor entrega de la saga y un firme candidato a juego del año
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