La vieja guadia de los seguidores de 'Juego de Tronos' tenían motivos para temer un final de temporada decepcionante después del precedente de la apresurada conclusión de la octava temporada de la serie principal hace unos años. Sin embargo, y como ya venía anticipándose en la segunda mitad de esta primera temporada de 'La Casa del Dragón', brutal y trepidante, había motivos para emperar un clímax a la altura. Y así ha sido.
Este artículo contiene spoilers leves del final de temporada
Y eso que el capítulo ha venido acompañado de su correspondiente sombra sobre el gran final. Este pasado fin de semana se filtró en internet el episodio y muchos espectadores lo han podido ver antes de su estreno, con lo que las redes sociales ha sido durante la mañana un buen campo de minas de spoilers. Warner, al parecer, ha identificado en pocas horas al responsable.
En cualquier caso, es un magnífico cierre para una serie que, tras unos primeros episodios más dubitativos y donde se veían obligados a dar grandes saltos en el tiempo para abarcar varias generaciones de la dinastía Targaryen en poco tiempo, ha conseguido definir con acierto a sus protagonistas y plantear un conflicto de cara a este final. Una guerra, en fin, entre los dos aspirantes al Trono de Hierro: Rhaenyra, heredera legítima en boca del rey Viserys, y Aegon II, primer hijo varón del rey.
Este último episodio es una lección magistral de cómo deben ser los season finale, o al menos, cómo se debe llegar a ellos: aunque ninguno de los contendientes y sus bandos nos cae especialmente bien (una tónica habitual en 'Juego de Tronos', por otra parte), entendemos bien las motivaciones de todos ellos. En una intriga que ha discurrido enteramente dentro de la corte, con mezclas de sangre, ambiciones transgeneracionales y honores heridos, todo un mérito que habla muy bien de los guionistas el hecho de que el espectador encuentre asideros emocionales genuinos donde agarrarse.
Una tarde en Rocadragón
A su vez, el episodio no es solo la culminación de las consecuencias de que el avispero que es el Trono de Hierro no haya dejado de agitarse desde la muerte de la primera esposa del rey. Es también el preámbulo a una guerra civil que tendrá lugar en la segunda temporada y cuyas consecuencias los aficionados a los libros de George R.R. Martin conocen bien. Es decir, este final de temporada es esencialmente un puente, pero está tan bien narrado que no se siente como un trámite, ya que el personaje de Rhaenyra cierra un arco cuyos primeros pasos se veían apuntalados siendo una niña, cuando se veía eternamente apartada de las atenciones del trono.
Curiosamente, el episodio no es una explosión de acción y violencia como sería de esperar (ya quedaremos bien servidos, o al menos, eso se promete), y de hecho, el momento de acción pura del episodio es el más flojo del mismo. Aunque relevante en lo argumental, la persecución de dragones parece más salida de una fantasía young adult que de la tensa ultraviolencia propia de la serie. Sus virtudes están en otro sitio.
Por ejemplo, en la estética oscura y renegada que reina en Rocadragón, donde a pesar de sus aspiraciones legítimas al trono se saben proscritos de la ley oficial. La mesa con el mapa de guerra ardiente, el tétrico y minúsculo funeral que tiene lugar con los escasos aliados, la visita de la Mano, con algunos de los mejores diálogos de la temporada, rebosantes de violencia dialéctica, o la espectacular presencia de Rhaenyra, con corona y capa negra, son el burbujeante caldo de cultivo para un episodio más sosegado de lo habitual, pero que resume muy bien las virtudes de esta temporada.
Entre lo más divertido de el episodio está Daemon, ya con un pie en la demencia egomaniaca y otro en la devoción por los suyos, y que profiere algunos de los mejores insultos de la temporada hacia el decadente rey de los Hightower. En este singular viraje del personaje en los últimos episodios se da cita todo lo que nos gusta de la saga: criaturas que nos encanta odiar, intrigas palaciegas más grandes que la vida y pasiones tan desbordantes que son casi incomprensible, y que es para lo que construimos entornos de fantasía tan memorables como Poniente.
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