Imagina por un momento que se pararan los camiones llenos de verduras, cerdos o pescado; que los supermercados apagaran los aires acondicionados, los lineales refrigerados y los grandes arcones congeladores; que las cosechadoras de gasóil y las plantas procesadoras dejaran de funcionar. Es decir, imagina por un momento que todas las emisiones relacionadas con el uso de combustibles fósiles en el sistema alimentario se detuvieran de inmediato.
Pues aun así, el resto de los gases de efecto invernadero producidos por la producción mundial de alimentos harían que cumplir los objetivos del Acuerdo de París fuera algo muy muy difícil.
Esas son las conclusiones de un nuevo estudio que publica hoy la revista Science y que reflexiona sobre el hecho de que al centrar nuestro esfuerzos de mitigación de gases de efecto invernadero en reducir el consumo de combustibles fósiles en la producción de electricidad, el transporte y la industria, igual hemos olvidado mirar otros lugares que también tienen un papel central en la contribución humana al cambio climático.
Comernos el margen de cambio climático, en cifras
Según los investigadores, el sistema alimentario mundial representa aproximadamente un tercio de las emisiones totales de efecto invernadero en el mundo. En este capítulo se incluyen cosas como la tala de tierras y la deforestación vinculada a la producción agrícola y ganadera, la producción y uso de fertilizantes o, efectivamente, los combustibles fósiles relacionados con la producción de alimentos y las cadenas de suministros.
Si le ponemos cifras a esto, el estudio toma datos desde 2012 a 2017 y concluye que todo esto supone unos 16.000 millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2) cada año. Si el crecimiento fuera estable y se ajustara a la población, de aquí a 2100 se liberarían 1.356 gigatoneladas. Algo que por si mismo, y siempre según los modelos de los investigadores, elevaría 2 grados la temperatura del planeta.
Pese a esto, los investigadores se dieron cuenta de que se sabe poco sobre cómo esta contribución impacta en nuestra capacidad de enfrentarnos al calentamiento climático. Para solucionarlo, los investigadores han dibujado varios escenarios que pudieran modificar el sistema alimentario mundial (desde modificar dietas a incrementar la eficiencia agrícola o reducir el desperdicio de alimentos). La buena noticia es que, según sus cálculos, es posible; la mala es que es bastante difícil.
Pero, sobre todo, este tipo de estudios nos permite entender a qué nos estamos comprometiendo realmente cuando nos comprometemos con determinados objetivos en emisiones. En los últimos años, por la seriedad del problema, hemos tenido cierta tendencia a lanzarnos a la búsqueda de compromisos cada vez más ambiciosos dejando a un lado sus consecuencias. Y, sinceramente, es fundamental traer luz y taquígrafos a este tema porque nos jugamos mucho en ello.
Imagen | Sunyu Kim
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