Diciembre arrancó movido en la Estación Espacial Internacional. En el sentido más literal de la expresión. A principios de mes Dmitry Rogozim, jefe de Roscosmos, la agencia espacial rusa, anunciaba que la ISS había tenido que realizar una maniobra no programada para descender 310 metros durante tres minutos. El motivo: esquivar basura, en concreto los restos de un antiguo vehículo de lanzamiento estadounidense que se puso en órbita hace décadas, en 1994.
No es el primer encontronazo de la ISS con un desecho espacial. Muy probablemente tampoco será el último. Desde 1999 la ISS ha realizado más de una veintena de maniobras por una razón similar: esquivar escombros. Un informe publicado por la NASA en enero calculaba que ahora mismo hay al menos 26.000 fragmentos de basura orbitando la Tierra que alcanzan, como mínimo, el tamaño de una pelota de béisbol. Si se amplía la horquilla y se tienen en cuenta los que se parecen más a una canica su número se dispara hasta superar los 500.000. Cuando se toma como referencia un grano de sal, las cifras son ya estratosféricas: habría más de cien millones de trozos.
Muchos son pequeños, sí, diminutos, haría falta una buena lupa para apreciarlos bien; pero son lo suficientemente grandes, alerta la NASA, como para perforar un traje espacial.
Un problema que exige atención
El problema no es viejo, ni la herencia de tiempos pretéritos con menor sensibilidad sobre los graves peligros que puede llegar a representar la basura espacial. Hace apenas un mes, a mediados de noviembre, EEUU cargó contra Rusia por estallar con misiles un antiguo satélite soviético, una operación “peligrosa e irresponsable” —en palabras de las autoridades estadounidenses— que generó una estela de miles de escombros que orbitan desde entonces la Tierra.
Al igual que los desperdicios que flotan desde la lejana década de los 90, el riesgo que representan para el tráfico espacial es grave. Muy grave. Como alerta sin paños calientes los expertos de la European Space Agency (AESA): “Una partícula de un centímetro a 28.800 kilómetros por hora (km/h) es un proyectil capaz de dejar fuera de juego un satélite de cien millones de euros”.
Tan peliagudo es el reto de la basura espacial que desde hace tiempo las principales autoridades internacionales le prestan una atención creciente. Sobre la mesa hay varios factores que animan a que así sea. La principal, que el volumen de satélites en órbita crece, y crece además a un ritmo acelerado y sin visos de frenarse. Quizás el mejor ejemplo sea Spacex y su constelación Starlink, que suma ya centenares de satélites y aspira a poner en órbita cerca de 42.000.
No todos acaban pululando eternamente por el espacio. Un buen número de fragmentos se incineran al caer en la atmósfera. No siempre es así, sin embargo. Y lo cierto es que quizás en el futuro ocurra incluso con menos frecuencia. Como recogía en mayo el diario The New York Times, la atmósfera terrestre, nuestra gran aliada para deshacernos de esta clase de escombros, podría llegar a perder parte de su efectividad por la paulatina degradación de la propia atmósfera.
Un estudio presentado la pasada primavera, en el marco de la Confederación Europea sobre Basura Espacial —y del que se hizo eco el rotativo neoyorquino—, alerta de que los cambios que causan en la atmósfera las emisiones de dióxido de carbono (CO2) podrían tener una consecuencia inesperada: un aumento de la basura que pulula sobre nuestras cabezas. ¿Cómo? La atmósfera arrastra los fragmentos, lo que facilita que acaben incinerándose en la troposfera. De hecho, a menos de 482 kilómetros de altura sobre la Tierra la mayoría de los objetos terminan descomponiéndose de forma natural y se queman con el paso de los años. Ese efecto beneficioso podría reducirse sin embargo a medida que lo hace la propia la densidad de la atmósfera superior.
Cuando en marzo la NASA arrojó al espacio 2,9 toneladas de basura, antiguas baterías de níquel-hidrógeno de la Estación Espacial Internacional, contaba precisamente con ese efecto beatífico de la atmósfera. La agencia estadounidense calculaba de hecho que tras dos o cuatro años orbitando alrededor de la Tierra el material acabaría quemándose “inofensivamente en la atmósfera”.
Por lo pronto, estudios hay ya que auguran un posible futuro en el que la Tierra disponga de anillos similares a los de Saturno. Eso sí, elaborados con un material peculiar: basura espacial.
A medida que el problema de los deshechos gana calado y, sobre todo, amenaza con dar nuevos quebraderos de cabeza en un futuro no tan lejano, agencias como la NASA o la ESA se han puesto manos a la obra para buscar soluciones. La red de seguimiento US Space Surveillance Network, por ejemplo, se encarga de detectar y mantener localizados miles de objetos en órbita. En la misma línea y en el marco del proyecto ADRIOS (Active Debris Removal/In-Orbit Servicing), la ESA desarrolla Clear-Space-1, misión que —si todo va según lo previsto— despegará en 2025 y se ha diseñado precisamente con el propósito de limpiar basura espacial; y la propia NASA dispone de una oficina centrada en la material, NASA Orbital Debris Program Office (ODPO).
En la carrera por eliminar escombros espaciales los agentes gubernamentales no son sin embargo los únicos protagonistas. También las empresas privadas han mostrado su interés por un problema que promete agravarse con el tiempo y para el que, con toda probabilidad, tanto NASA como ESA ofrezcan nuevos contratos en el futuro. El negocio se promete lucrativo. Para la misión Clear-Space-1 la agencia europea ha echado mano, por ejemplo, de un consorcio comercial liderado por la startup suiza ClearSpace. Hace un año anunciaba que destinaría una inversión de alrededor de 86 millones de euros al proyecto. La meta que se ha marcado para demostrar sus capacidades será interceptar un fragmento de más de cien kilos que se desprendió en 2013 del cohete Vega.
La compañía helvética no es la única en cualquier caso que ha centrado su atención en el descomunal vertdero espacial que se alimenta de los escombros y desechos de las misiones espaciales. Hace solo unas semanas Gizmodo publicaba que Privateer, la nueva startup espacial de Steve Wozniak, el cofundador de Appel, anunciaba sus planes de lanzar satélites con el fin de mapear y estudiar desechos espaciales. “Creo que lanzaremos cientos. No a la vez, los construiremos lentamente”, reconoció a Space.com. Wozniak no está solo en su aventura empresarial. A su lado, como socio, tiene a Alex Fielding, miembro del equipo del primer iMac.
Otro de los nombres propios, como recoge Business Insider, es Astrocale, fundada hace ocho años y con sede en Tokio. “Nuestras carreteras orbitales ya están contaminadas con más de 36.600 piezas de escombros de más de diez centímetros de diámetro y cientos de millones son más pequeños. Con el lanzamiento de hasta decenas de miles de satélites en los próximos años, estos restos ponen en peligro un ecosistema floreciente en el espacio. Por eso existimos: para desarrollar tecnologías innovadores, promover casos de negocios e informar a las políticas internacionales que reducen los desechos orbitales y respaldan el uso sostenible a largo plazo del espacio”, apunta la firma.
En su web oficial, Astroscale publicita servicios de eliminación activa de escombros y otros pensados para prolongar la vida útil de los satélites o, directamente, prepararlos antes de su lanzamiento para que su retirada —una vez finalice su vida útil— resulte mucho más sencilla. Prueba de su tirón es que a finales de noviembre cerró una ronda de financiación adicional de 109 millones de dólares estadounidenses. Aunque el grupo de nuevos inversores lo lideró una sociedad japonesa, Astroscale atrajo el capital de compañías internacionales, como Seraphim Space Investment Trust pcl. Tras la última ronda, el monto total recaudado se eleva a 300 millones de dólares.
El pasado marzo la compañía lanzaba con éxito su misión ELSA-d, un hito para la firma en la carrera para el “acoplamiento y remoción de desechos espaciales”. “Mientras lidera el camino para demostrar nuestras capacidades, ELSA-d también impulsará los desarrollos regulatorios y promoverá el caso de negocios para los servicios de remoción de escombros activos y al final de su vida útil”, apuntaba entonces Nobu Okada, fundador y CEO de Astrocale. Meses después, en septiembre, la compañía comunicaba de que había probado con igual fortuna su sistema de captura magnética.
Airbus también ha demostrado su interés por la retirada de los escombros que orbitanla Tierra. Hace cerca de tres años, en febrero de 2019, la Universidad de Surrey anunciaba que el satélite RemoveDEBRIS había utilizado con éxito un sistema con arpones para capturar fragmentos de basura espacial. El dispositivo, un brazo de 1,5 metros desplegado desde la nave espacial principal, lo había diseñado Airbus Stevenage. El arpón se disparó a 20 metros por segundos para penetrar en el objeto y demostrar su capacidad para “cazar” desperdicios en el espacio.
La prueba de 2019 marcaba el tercer éxito del proyecto RemoveDEBRIS, que ya había probado con buenos resultados otras opciones pensadas para la basura espacial, incluida una red, su LiDAR de última generación y un sistema de navegación con cámaras para identificar los desechos.
Otras firmas se centran en el monitoreo de los fragmentos. En su página, ExoAnalytic Solutions detalla cómo implementó hace ya ocho años “la primera red de telescopios comerciales capaz de entregar datos de medición astrométrica y fotométrica en tiempo real para satélites y escombros en órbita terrestre a gran altitud”. Su servicio con telescopios es especialmente útil para localizar objetos en órbitas altas, en las que ni láseres ni radares son de gran ayuda. Gracias a ellos la firma californiana —precisa The Economist— es capaz de rastrear basura a 170.000 kilómetros.
Incluso Elon Musk ha deslizado que la nave Starship de SpaceX podría aprovecharse para la causa. ¿Cómo? Recogiendo y "triturando" escombros. En una línea parecida había apuntado ya la presidenta de la empresa, Gwynne Shotwell, quien reflexionó sobre la capacidad de la Starship para recoger chatarra en órbita y almacenarla en su plataforma de carga. “No va a ser fácil, pero creo que ofrece la posibilidad”, anotó el directivo durante una entrevista con Time en otoño de 2020.
La misión está clara: limpiar el vertedero incontrolado que poco a poco toma forma sobre nuestras cabezas —en el peor de los escenarios, según recoge The New York Times, su número crecerá unas 50 veces de aquí a 2100— y, de paso, meter la cabeza en un negocio que se promete floreciente.
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