Ayer, la NASA retrasó por decimocuarta vez el lanzamiento del Telescopio espacial James Webb. Catorce veces. Para que nos hagamos una idea, la fecha original de lanzamiento era 2007 y, tras el aplazamiento de ayer, la fecha se va al 30 de marzo de 2021.
Esta decisión tiene consecuencias importantes para toda la agencia: puede retrasar el lanzamiento de otras muchas misiones y, como señaló Paul Hertz, jefe de astrofísica de la agencia, a recortes presupuestarios en otros proyectos. Pero no es algo inesperado. En muchos sentidos, la conquista del espacio es lo que pasa en los proyectos aeronáuticos entre retraso y retraso.
Más de diez años acumulando retrasos
"¿Cómo es posible que un proyecto de 8.000 millones de dólares acumula tantos problemas?", esa es la pregunta que más me han preguntado desde ayer. Y, en principio, es comprensible. La 'joya de la corona de la astronomía espacial' acumula una década de retrasos y el contador sigue en marcha. Puede ser sorprendente. Desde lejos.
Sobre todo, si nos fijamos en los motivos del retraso: una revisión independiente ha encontrado errores como el desacople de varios tornillos y arandelas durante las pruebas acústicas o el uso de un disolvente incorrecto para limpiar las válvulas (uso que las había dañado y causaba problemas de ajuste).
Sin embargo, si nos fijamos con más detalle es, en realidad, lo más común. El primer motivo del retraso es precisamente lo que lo hace especial: el James Webb es el telescopio astronómico más complejo de la historia y aterrizar los diseños iniciales ha sido complicado y ha causado una ingente acumulación de retrasos.
Prevenir que curar
Tanto es así que, aunque hace tiempo que el satélite está construido y sólo quedaba ver cómo aguanta las numerosas pruebas que se le están haciendo, la fecha de lanzamiento no deja de retrasarse. Por buenos motivos y con gran valentía. No debemos perder de vista las enormes presiones que tiene la NASA para lanzar el telescopio en tiempos de fuertes recortes presupuestarios.
Sí, desde lejos, un transbordador espacial parece algo robusto. Al fin y al cabo, tienen que soportar temperaturas extremas, someterse a presiones altísimas y resistir el eventual impacto de pequeños asteroides o e nuestra querida basura espacial. Y, sin embargo, son estructuras tremendamente delicadas.
Hablamos de moles de 600.000 kilos llenas de circuitos, partes móviles y sistemas de propulsión que, ante el más mínimo problema, pueden destruirse. El ejemplo del Challenger en 1986 es paradigmático. El fallo de una junta tórica (producido por una temperatura ambiental más baja de lo normal) hizo que el transbordador espacial se desintegrara 73 segundos después de su lanzamiento matando a los siete miembros de la tripulación.
Otro ejemplo muy conocido es el de la Mars Climate que se estrelló en Marte en 1999 porque la NASA no convirtió los datos de navegación de kilómetros a millas. Pequeños fallos pueden llevarnos a consecuencias funestas. La mera idea de perder los 8.000 millones y 20 años de trabajos que acumula el Webb es lo que mantiene al telescopio en Tierra.
Con esos antecedentes, los retrasos se han convertido ya en algo tradicional en el mundillo espacial. Especialmente, en los lanzamientos. En primer lugar, porque la mayor fuente de retrasos es el clima y eso es algo que se puede ‘controlar’ esperando (y empleando decenas de dispositivos para monitorizar el clima). Y, en segundo lugar, porque pueden surgir muchos problemas mecánicos y anomalías hasta en la misma cuenta atrás.
No es raro parar incluso en plena cuenta atrás por cualquier factor que pueda comprometer el lanzamiento. Entre 1983 y 2006 hubo 17 retrocesos, es decir: en 17 ocasiones se hubo de recoger la lanzadera y devolverla al taller. Una vez fue por una bandada de pájaros carpinteros. En el fondo, la "maldición" del James Webb no deja de ser la bendición de la carrera espacial: más vale prevenir que curar.
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