La cosa sonaba tan futurista y hasta tal punto parecía sacada de una novela de Asimov, que si la modernidad no había llegado ya con los Beatles o el paseo lunar de Armstrong a la fuerza tenía que hacerlo con aquello. En 1980 EEUU y la URSS se batían el cobre por ver quién de los dos fabricaba primero un “rayo de la muerte”, un chorro de energía o de partículas atómicas que significase —y así lo apuntaba la prensa de entonces— el “jaque mate” definitivo en el tablero de la Guerra Fría.
Lo que probablemente no sabían ni en Washington ni en el Kremlin es que semejante idea tenía de novedosa lo mismo que el Calendario Zaragozano. Ocho décadas antes, cuando España digería aún el desastre de 1898 y la traumática pérdida de Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico, lo que a efectos prácticos significa el desmoronamiento de su imperio de ultramar, un inventor catalán —de Vilanova i la Geltrú, para más señas— le había dado vueltas ya a una propuesta muy parecida.
Eso sí, para un fin mucho más español: defender el Estrecho de Gibraltar.
Su nombre: Isidoro Cabanyes.
Misión: defender Gibraltar
Si no perteneciese al campo de las biografías y estuviese bien documentada, la de Isidoro Cabanyes Olzinelles (1843-1915) parecería una vida sacada de las mejores páginas de Julio Verne, de ese baúl de genialidad del que asomaron el capitán Nemo o Phileas Fogg. Tablas no le faltan, desde luego. A lo largo de su vida Cabanyes, ingeniero, militar, inventor y científico, se convirtió en uno de los grandes pioneros de la electricidad en España y un precursor de las energías alternativas.
De su mesa de trabajo salieron —y ojo, lo que sigue es solo una muestra— planos para un tranvía con gas comprimido, un prototipo de torpedo submarino, un acumulador electroquímico, una pila para el alumbrado instantáneo de lámparas de incandescencia, un aeroplano experimental y un generador de aire carburado con gasolina que ideó pensando en el alumbrado o la calefacción y que denominó “Fotógeno”. También un “motor aéreo-solar” que combinaba ya en 1905 la energía solar y eólica.
Quizás de todas sus creaciones la más digna de las páginas de Verne sea sin embargo la que planteó en 1899 al Ministerio de la Guerra: ni más ni menos que un generador de rayos artificiales (sic) para defender las costas del país. Su idea —detalla la Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM)— se basaba en un motor eléctrico de entre 750 y 1.500 CV accionado por una dinamo de corriente alterna y dos transformadores situados en puntos elevados y conectados por antenas.
“Tan luego como el conjunto está en marcha, se establece un desnivel eléctrico entre los polos de ambas antenas, suficiente para hacer saltar una chispa con todos los efectos del rayo”, escribía el propio Cabanyes en su propuesta, y concluía, en una línea que seguramente habría maravillado a los ingenieros que en 1980 se dejaban las pestañas en un “rayo de la muerte” para la URSS y EEUU: “Usando con oportunidad las líneas de fuego […] no habrá masa aislada ni escuadra reunida que, hallándose dentro de la red de dichas líneas, evite ser destruida en muy breve tiempo”.
Por si aquello no quedaba lo suficientemente claro y para que su planteamiento resultase más didáctico, Cabanyes lo acompañó de un croquis, un plano muy básico y esquemático, pero en el que ya mostraba cómo podría montarse una red de defensa del Estrecho de Gibraltar con electrodos repartidos entre Ceuta y el sur peninsular, en Tarifa, Algeciras, Estepona o Marbella.
Su objetivo —como detalla la propia OEPM— era tejer "una red de instalaciones para controlar el Estrecho de Gibraltar y atacar barcos con los rayos generados por electrodos". ¿Por qué el Estrecho de Gibraltar? Probablemente por un "cóctel" de factores: primero, por su propia configuración, ideal para el propósito de Cabanyes; segundo, por su rol estratégico como puerta entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico; y tercero, y fundamental, porque desde tiempo atrás, inicios del siglo XVIII, el enclave de Gibraltar no estaba ya bajo el control español, sino el de los ingleses.
Para entender la motivación de Cabanyes conviene manejar también al menos dos fechas. La primera, 1885, cuando la Crisis de las Carolinas puso de manifiesto la debilidad de la flota española. La segunda, 1898, año de la firma del Tratado de París que puso el broche a la guerra con Estados Unidos, asestó el golpe de gracia a lo que quedaba del imperio y marcó a toda una generación.
Más allá del uso militar y el ataque a navíos enemigos, Cabanyes estaba convencido de que a su “rayo” podía emplearse también para condensar vapor de agua y generar lluvia.
En boca de otro inventor de finales del XIX la idea quizás sonase a chifladura, pero de charlatán Cabanyes tenía poco: su propuesta se basaba en los estudios realizados años antes por el francés Éleuthère Mascart y él mismo era un referente en el campo de la electricidad en España. Su taller de Lagasca fue quizás el primer local de Madrid en disponer de luz eléctrica de forma permanente y entre 1882 y 1883 incluso había contribuido al montaje del alumbrado eléctrico en la capital.
Sonase más o menos descabellado, tuviesen más o menos fe en sus resultados, la idea de Cabanyes y sus aplicaciones civiles gustaron lo suficiente como para que la Academia de Ciencias lo considerase de “verdadero interés científico”. Eso sí, antes de montar enormes antenas, propusieron que se puliese en el laboratorio. Su cautela es comprensible: en sus pruebas Mascart empleaba esferas pequeñas, de apenas tres centímetros de diámetro, y separadas por no más de quince, muy lejos de las dimensiones que planteaba alcanzar Cabanyes con su generador de rayos.
Poco después del informe de la Academia de Ciencias, hacia mediados de 1901, Cabanyes recibía luz verde para iniciar un periplo internacional para conocer las últimas novedades de los principales fabricantes europeos —Siemens, Breguet, Oerlikon o Brush— y “estudiar los últimos adelantos en electricidad, en especial, los relativos al establecimiento de corrientes de altísimo potencial”.
Su tourné —dejaba entrever ya por entonces un corresponsal— estaba relacionada con un “asombroso invento” que podía “influir decisivamente en el arte miliar”.
Si realmente habría sido o no capaz de fulminar acorazados enemigos en el Estrecho de Gibraltar es algo que, esto sí, queda para las novelas de ciencia ficción. Como detalla Jesús Sánchez Miñana en Quaderns d´Història de l´Enginyeria, no se encuentran más noticias sobre el asunto y poco después el inventor se trasladaba a Cartagena para asumir la dirección del parque de artillería.
Lo que conservamos es su propuesta.
La de su "rayo de la muerte" decimonónico y su ingente carpeta de invenciones, que lo convierten en un pionero de la aeronáutica, la navegación submarina e incluso de la energía solar.
Aunque esa es historia ya para otro día.
Imágenes: Real Academia de la Historia y OEPM
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