"Los 'nativos digitales' son los primeros niños con un coeficiente intelectual más bajo que sus padres". Con ese provocador titular, la BBC publicaba hace unos días una entrevista a Michel Desmurget, un investigador francés que acaba de publicar en España 'La fábrica de cretinos digitales', un libro sobre pantallas, mitos y neurociencia. Y, como periodista, lo entiendo. Es una frase redonda, tiene pegada y funciona bien.
El único problema es que no es precisa. Y no es algo que solo diga yo, el mismo Desmurget reconoce en su libro algo que llevamos sosteniendo desde hace años: que los "nativos digitales" no existen. Además, en la misma entrevista, explica que, "por desgracia, aún no es posible determinar el papel específico de cada factor, incluida por ejemplo la contaminación (especialmente la exposición temprana a pesticidas) o la exposición a las pantallas".
Es decir, Desmurget coge un fenómeno bien conocido: el estancamiento del "efecto Flynn" (la subida continua de las puntuaciones de inteligencia en todo el mundo que los investigadores llevaban viendo más de un siglo) y lo relaciona con el advenimiento de la cultura digital reconociendo que, sencillamente, no es posible. Es algo llamativo porque su libro hace una labor muy necesaria 'demoliendo' mitos injustificados que tratan de ocultar los efectos negativos de la cultura digital y las pantallas. Precisamente lo que él hace en esta entrevista; pero en dirección contraria.
¿Una generación con menos CI que sus padres?
Empecemos por el principio. En 1984, el investigador neozelandés James R. Flynn se dio cuenta de que curiosamente las puntuaciones medias de CI de los estadounidenses habían crecido "masivamente" entre 1932 y 1978. Recogiendo esta idea, unos después, Richard Herrnstein y Charles Murray en su polémico libro 'The Bell Curve' acuñaron el término "efecto Flynn" para referirse a cómo los resultados de los tests de inteligencia subido de forma notable en todo el mundo.
¿Nos estábamos haciendo más inteligentes? En sentido técnico, podríamos decir que sí. La inteligencia general, uno de los rasgos psicológicos más curiosos que hemos encontrado, parecía estar creciendo año tras año en cada subconjunto de la población mundial que estudiábamos. Aunque nunca se supo muy bien qué estaba pasando, hay varias explicaciones que estaban encima de la mesa: desde mejoras en la nutrición y la sanidad hasta una mejora en la educación (o que la tendencia hacia familias más pequeñas permitía a los padres dedicarles más recursos), decenas de factores se han propuesto para explicar este crecimiento.
En 2004, mientras examinaba los datos noruegos de los tests de inteligencia entre 1950 y 2002, Jon Martin Sundet se dio cuenta que el crecimiento se había estancado. Este "frenazo" del Efecto Flynn empezó a confirmarse en Reino Unido, Dinamarca, Australia o Islandia; y, de hecho, los últimos estudios Noruegos no solo abundaron en la idea, sino que empezaron a señalar que, más allá del estancamiento, los resultados estaban empezando a ser peores.
Y, como afinadamente señala Desmurget en la entrevista, tampoco sabemos por qué. Se han escrito miles de páginas sobre las causas (genéticas o ambientales) que han podido estar detrás de este crecimiento y decrecimiento del CI a lo largo del siglo XX, pero no hemos conseguido con un esquema con el que nos pongamos de acuerdo. Lo que sí sabemos es que este estancamiento (y posterior decaimiento) solo afecta a algunos países en concreto. Mientras tanto, a nivel global la inteligencia media del mundo sigue creciendo.
Por eso, aunque resulta impreciso decir que los jóvenes de esta generación tendrán un CI más bajo que el de sus padres (en la mayor parte lugares, eso es sencillamente mentira), este no es el mayor problema. Teniendo en cuenta el futuro que dibujan los países más desarrollados y que tradicionalmente el CI ha sido considerado un factor clave en el bienestar futuro de los individuos, el mayor problema es que no sabemos por qué pasa esto. Y, efectivamente, adjudicárselo a las pantallas no es una respuesta: es simplismo.
¿Hasta qué punto las pantallas son un problema?
No obstante, si dejamos de lado las entrevistas y nos vamos a sus trabajos escritos, Desmurget y yo estamos de acuerdo en esto. Sobre todo, porque a él lo que le interesa no es la inteligencia. Desmurget es un investigador especializado en neurociecia cognitiva que ha dedicado varios libros al mundo de las pantallas y de cómo afectan al desempeño cognitivo. El primero, de 2011, se llamaba 'TV lobotomie'; el segundo, que se publica ahora, se llama 'La fábrica de cretinos digitales'.
Es muy consciente de lo que pueden y de lo que no pueden explicar los efectos de las pantallas y, en ese sentido, el libro tiene hallazgos muy interesantes: por ejemplo, dedica varios capítulos a demoler ideas tan populares como la de los 'nativos digitales' o la creencia de que la tecnología siempre es positiva para el desarrollo cognitivo de los niños y adolescentes. Además, repasa de forma bastante acertada las limitaciones metodológicas de los estudios más populares que se han esgrimido a favor de la inocuidad de las nuevas tecnologías. Por último, hace un buen resumen de argumentos contra las pantallas (argumentos sobre los que hablaremos en un futuro próximo).
Sin embargo, a menudo incurre muchos de los errores que él mismo señala con la intención de "sacar a la sociedad de su sueño protecnológico". Y es que, aunque es cierto que las pantallas tienen un impacto en el desarrollo funcional y estructural del cerebro; es más, aunque debemos denunciar los 'mitos' que rechazan que puedan existir problemas en esa Arcadia digital, la verdad es que los cambios que está sufriendo la juventud actual van mucho más allá de las pantallas. En el fondo, el mundo se encuentra inmerso en un enorme experimento social que no sabemos donde nos llevará. No lo sabe nadie, ni los que están a favor, ni los que están en contra.
Por eso, detrás de toda la retórica inflada de Desmurget, lo que encontramos es una llamada a la reflexión. No es que las nuevas tecnologías nos estén volviendo más tontos; sino que tenemos que aprender a usarla para nuestros intereses, los de la sociedad en su conjunto. El problema, y en eso Desmurget tiene razón, es que es mucho más fácil decirlo que hacerlo.
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