¿Abandonar el campo e invertir en ciudades? Por qué no es oro todo lo que reluce en las megalópolis urbanas

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La “España vacía” está de vuelta. Unas 50.000 personas se congregaban el 29 de marzo en Madrid pidiendo un pacto de Estado que garantice igualdad en todo el territorio. La densidad de los pueblos merma, los servicios públicos caen, las ofertas laborales desaparecen en un círculo vicioso que sólo agudiza la tendencia. Según la ONU, y en base a la tendencia actual, para 2035 un 28% de la población española se repartirá entre Madrid y Barcelona, el doble de la que vive en estos municipios actualmente.

Pero, ¿y si, pese a la terrible pena que nos da de cara a nuestro patrimonio interno, esta dinámica fuese positiva? Eso ha argumentado esta semana Ancora Imparando, colaborador en El Blog Salmón, suscitando un intenso debate. El columnista defendía que la concentración urbana facilita la provisión de bienes públicos, merma la contaminación y potencia el intercambio intelectual, lo que deriva en riqueza económica. Sus comentarios se han expuesto a multitud de críticas, algunas razonadas y otras más exaltadas, que nacen del asalto a unas creencias fuertemente arraigadas: hay que proteger el campo a toda costa.

Es un tema que divide.

Las grandes ciudades pueden (pero no tiene por qué) ser más verdes

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En los últimos tiempos han nacido una serie de estudios que concluyen que las ciudades son energéticamente más eficientes. El ciudadano medio de Nueva York emite 8.8 toneladas de CO2 al año, comparado con las 35 toneladas del vecino de Louisiana. Buena parte del ahorro viene por la eficiencia del transporte y las infraestructuras, pero también por el tamaño más reducido de las viviendas, que ahorran en energía y calefacción. Es más verde el ciudadano que vive en un piso en un rascacielos que el de la casona con huerto en el interior, nos dicen.

Esta relación sin embargo no es del todo precisa, ya que no tiene en cuenta los costes indirectos: es fuera de las grandes ciudades donde se establecen algunas de las industrias más contaminantes, empezando por las energéticas, así como la fabricación de manufacturas básicas (ropa, aluminio) que luego se transportan hasta estos núcleos urbanos. No porque muchos empleos de las ciudades tiendan a ser terciarios significa que sus ciudadanos dejen de consumir esos otros productos con mayor huella ecológica.

Es el mismo fenómeno que con el empleo. Según algunos estudios, las ciudades densas son semilleros de innovación y mejora de la productividad. Es el discurso sobre el llamado "metabolismo urbano": a medida que las áreas metropolitanas ven crecer su tasa metabólica, se vuelven más productivas e inventivas. Como firmaba José Fernández-Albertos en una columna de estos días al respecto, “en la economía del conocimiento, los trabajadores más cualificados son más valiosos no cuando son más escasos, sino cuando están rodeados de otros trabajadores cualificados”.

Pero, de nuevo, no toda la población de un país puede dedicarse al sector terciario, no al menos sin correr riesgos por la enorme dependencia económica de importaciones básicas, cosa que también iría en contra de la huella ecológica. No vale de nada decir que tus núcleos urbanos son altamente eficientes y favorables al medio ambiente si luego tienes que enviar todos tus alimentos por barco o avión de regiones a miles de kilómetros de distancia.

Y, no, ni los actuales huertos urbanos son la solución ni lo serían los hipotéticos rascacielos de agricultura extensiva, al menos en los términos en los que se están planteando ahora. Además de que serían un riesgo mucho mayor para la salud de toda la población urbana. En principio, lo mejor que podemos hacer en términos de sostenibilidad es reducir el consumo de productos intercontinentales, de carne y de alimentos fuera de la estación y potenciar el consumo regional y nacional. Y eso quiere decir que tendrá que haber gente cerca de las ciudades dedicándose a ello.

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Todo esto si hablamos desde los términos estrictamente macroeconómicos y medioambientales, porque hay otra serie de factores que también podemos meter para contrarrestar la idealización de las megalópolis: las ciudades estresan más, son entornos depresivos (por cada 10% extra de azul que ves en tu día a día disminuye un tercio en la escala del malestar psicológico de Kessler) y tienen peor calidad de aire, entre otras. 

También, a nivel individual, fomentan una desigualdad involuntaria. Las personas que viven en grandes urbes tienden a ganar más dinero, pero la concentración laboral tiende a modificar las oportunidades laborales: al final hay personas que se mudan a la gran ciudad porque sólo allí hay trabajo, de cualquier tipo, y esto lleva a que las élites extractivas se aprovechen, especialmente haciendo que la vivienda se dispare hasta el precio justo que los ciudadanos se pueden permitir, perjudicando al ahorro individual y destruyendo el ascensor social.

Así que hay quien ha querido enfocar el debate de otra forma: 

Ciudades grandes sí, pero, ¿qué ciudades? 

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La macrocefalia urbana sería un tipo de modelo que habría que evitar. Es el propio de algunos países latinoamericanos y también uno característico, en mucha menor medida, del sistema urbano español, aunque es ese el camino que estamos tomando. Se trata del poder desmedido de una capital con respecto a las otras grandes ciudades del país por culpa de un mal desarrollo estructural del tejido urbano, lo cual lleva a una mayor brecha social entre ricos y pobres y a que estos se vean abocados a una vida menos productiva por el tiempo desperdiciado en transporte, entre otras.

Hay que saber construir las ciudades, porque no siempre una gran ciudad lleva a un ahorro energético, depende de la densidad por metro cuadrado: si un núcleo urbano crece a lo ancho y sin una red de transporte público racionalizada, se demuestra que el impacto medioambiental de las megaurbes es aún peor que el de la vida en provincias. De ahí que haya quien hable de la necesidad de arrasar con los edificios de siete plantas y crecer hacia arriba: puede que Louisiana sea más contaminante que Nueva York, pero puede que lo sea menos que Atlanta.

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Y, volviendo con la eficiencia económica, las ciudades grandes no son la receta idónea para todos los países: según un interesante estudio, los países que cuenten con más de 28.5 millones de habitantes viviendo en zonas urbanas pueden permitirse ciudades de 10 millones. Si el país cuenta con 12,3 millones de personas en núcleos urbanos, su modelo debería ser de varias ciudades de entre medio millón y tres millones de habitantes, y así progresivamente dependiendo del tamaño de tu población urbana. 

Es por eso que Estados Unidos puede permitirse un Nueva York o Los Ángeles, pero la razón por la que Lima es una macrocefalia urbana que daña a Perú. Y también, desde el otro punto de vista, la razón por la que nuestros vecinos daneses y suizos tienen éxito económico sin haber pasado por la construcción de una megalópolis.

Pese a todo lo comentado previamente, la tendencia general sí apunta hacia una mayor concentración urbana, en detrimento de lo rural, como algo positivo. Pese a que hagamos esfuerzos en mejorar las infraestructuras y comunicaciones o que incluso traslademos a la España vacía ciertas oportunidades laborales, no estaremos ofreciendo mejorar reales ante la alternativa de mudarse a las grandes ciudades, donde siempre habrá muchas más oportunidades. 

Eso sí, habrá que estudiar con detenimiento la configuración óptima para ello, y tal vez fomentar la existencia de varios núcleos urbanos fuertes que sirvan como contrapeso de las tendencias macrocefálicas de Madrid y Barcelona y que ayuden a extender territorialmente a la población.

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