La historia del trigo es la historia de la civilización. Por ser más precisos, este cereal está vinculado al cambio de las sociedades paleolíticas a neolíticas, las primeras sociedades complejas, en el 8.500 a. C. El florecimiento de nuestra especie llegó gracias a sus semillas de oro. Hubo que esperar casi 10.000 años para comprobar que este maná que para muchos es sinónimo de vida para algunos de nosotros lo es de muerte. Y, en parte, se lo tenemos que agradecer a los nazis.
El día que los holandeses se comieron su jardín
Estamos en Holanda en 1944, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, y la Wermacht, que ha ocupado el país, está harta de las esporádicas rebeliones de su población autóctona. La huelga de ferrocarriles que llevaron a cabo los conductores fueron motivo suficiente para implementar un embargo del transporte de comida a las zonas norteñas. Los supervivientes que fueron entrevistados medio siglo después mencionaban cómo el Hongerwinter o "invierno de hambre" aún seguía despertando destellos de angustia en sus mentes. Según informes de la época, en zonas como Ámsterdam o Róterdam la escasez llegó a provocar racionamientos de 580 kilocalorías por adulto y día.
Ante esta tesitura, y cuando un mendrugo de pan podía ser más precioso que el reloj de la familia, los holandeses empezaron a comerse cualquier cosa. En esa categoría también entraron sus tulipanes, que además de estar asquerosos y de tener un nimio valor energético eran una fuente alimenticia muy desaconsejada por los médicos, ya que su toxicidad era muy alta. ¿Sería la dieta de tulipanes el inicio de intoxicaciones e indigestiones para la población? Sí para la mayoría, pero no para un destacado grupo: los pacientes del Hospital Infantil de Juliana, en La Haya.
Willem Karel Dicke, pediatra, llevaba tiempo investigando esos problemas de “malnutrición” que atacaban misteriosamente a los más pequeños. En los años 40 la media mundial de la mortalidad infantil para menores de cinco años era del 15%, así que, aunque era una desgracia, la población estaba más habituada a perder a los niños de lo que lo estamos ahora. Muchos padres no tendrían el tiempo o los recursos para investigar a qué se debía la debilidad de sus hijos, y tampoco los miramientos para andar haciendo experimentos con su alimentación, mucho menos si eso suponía quitar el producto más extendido, cómodo y barato de entre todos, el pan.
Aunque algunos, los más ricos, sí podían permitírselo. Para ellos corría por aquel entonces la teoría de la intransigencia a los nutrientes complejos, lo que llevó a la popularización de la llamada como “dieta de la banana”. Un régimen que funcionaba, dado que ésta fruta no contiene gluten, pero con la que efectos adversos reaparecían en los sujetos en su edad adulta, en cuanto volvían a comer derivados del trigo. Como sabe cualquier celíaco o persona que haya vivido con uno, es escandalosa la ubicuidad de este producto en nuestras despensas.
La otra dieta "milagro": cuando es mejor pasar hambre que comer
Pero en la Holanda de 1944 no había bananas. Por no haber no había prácticamente de nada. Y sin embargo, y pese a la inferior ingesta calórica en la que estaba imbuida la sociedad y a los efectos tóxicos de los tulipanes, un buen porcentaje de los niños de su hospital se encontraba mejor que meses atrás. Mientras la gente agonizaba por las calles, algunos niños veían cómo sus extremidades engordaban, sus panzas se deshinchaban y su piel iba resplandeciendo. Si antes de aquel episodio moría uno de cada tres niños de los que se sospechaba enfermedad celíaca de aquella etapa en Países Bajos, el invierno del hambre consiguió que ese porcentaje cayese a cero.
Lo que vino después es ya el mero trabajo de observación de campo. Dicke se pasó los siguientes años probando en unos pacientes escogidos diferentes cereales, midiendo el peso, el crecimiento, la salud general de los sujetos así como los niveles de absorción de grasas de sus heces. Para 1950 pudo publicar sus hallazgos, que habían determinado que el causante de los “síntomas celíacos” provenían de la harina de trigo y el centeno. Y no, no tenía nada que ver con los nutrientes complejos, como se había asumido hasta ese momento. El “koiliakos” esa misteriosa condición que los humanos habían identificado en algunos niños desde los tiempos de la Grecia Antigua y que intrigó a pediatras durante milenios, por fin tenía nombre y diagnóstico.
Sus investigaciones le valieron una candidatura al Premio Nobel en 1962, pero murió semanas antes de poder que se celebrase la ceremonia. Dado que es un galardón que no se ofrece póstumamente, el doctor Dicke perdió su oportunidad de pasar de esa forma a los libros de historia. La celiaquía sigue siendo una de las condiciones con un diagnóstico más complejo, ya que se confunde con otros tipos de patologías digestivas y sus efectos se manifiestan de las formas más extrañas. Sin ir más lejos, el neuroglúten estudia cómo la intolerancia al glúten está detrás del autismo, el párkinson o la depresión.
Tampoco sabemos cuánta gente lo padece, y aunque ya en los años 50 se sabía de su existencia, su índice de diagnósticos es posible que siga siendo más bajo que el real. A día de hoy en los países desarrollados se habla de entre un 1 y un 2% de celíacos y los estudios epidemiológicos recientes apuntan a que, posiblemente, la enfermedad sea diez veces más frecuente de lo que se diagnostica. El porcentaje de celíacos sigue creciendo a un 15% cada año.