De entre las muchas medidas planteadas por las administraciones para reducir el impacto de los contagios, una de ellas brilla por su ausencia: el teletrabajo. Desde que su obligatoriedad caducara a mediados de julio pocos gobiernos han tanteado su reimplantación en los momentos más críticos de la epidemia. Millones de personas han seguido tomando el transporte público y socializando en las oficinas con incidencias acumuladas por encima de los 1.000 casos por cada 100.000 habitantes.
¿Por qué?
Satisfacción. La primera respuesta que podríamos esbozar sería el desinterés de las empresas. Podrían no tener motivos para la desconfianza. Al menos dos estudios ilustran cómo el trabajo en remoto no ha mermado la productividad del sector privado. En octubre, un informe de Alares atribuía al 49% de las empresas españolas un aumento autodeclarado de la productividad. Otro 35% no había notado merma alguna. Del total de compañías encuestadas, al menos el 28% habían introducido mecanismos específicos para monitorizar el rendimiento en casa.
Más alta. A principios de este mes, otro análisis, en esta ocasión elaborado por Capgemini a nivel internacional, reafirmaba la tendencia: en torno al 66% de las empresas españolas admitían un aumento de la productividad desde la instauración del teletrabajo a mediados de marzo. En agregado, el rendimiento de su plantilla se había disparado un 22%, por encima de otros países. El empleo en remoto había sido de especial provecho para las empresas relacionadas con los entornos digitales (un 68% al alza), servicio al cliente (un 60%) o márketing (un 59%).
Al silencio. Si los datos son tan positivos, ¿por qué no han permeado a la esfera pública? Ni el gobierno ni las comunidades autónomas han recurrido a un "teletrabajo obligatorio" como el que se implantó en marzo para reducir la curva de contagios. Aunque haya motivos para ello: sabemos que el transporte público puede o puede no ser un vector de contagio, dado que la trazabilidad de los casos es muy compleja; y que son numerosos los brotes asociados a entornos laborales muy específicos.
Intuitivamente, podría ser una buena idea. El teletrabajo no perjudica a las empresas (aparentemente) y limita los contactos sociales con personas de entornos muy dispares en espacios cerrados durante cinco días a la semana. Los costes parecen bajos y los beneficios, altos.
Cataluña. Sólo un ejecutivo autonómico ha defendido abiertamente la "obligatoriedad" del teletrabajo. Se trata del catalán. En noviembre, la Generalitat hacía expresa tal obligatoriedad ante el aumento de los contagios, si bien limitada por el alcance de sus competencias (sanitarias, que no laborales). Durante las últimas semanas, el presidente de Cataluña, Pere Aragonès, ha invitado al ejecutivo nacional a decretar, de nuevo, su obligatoriedad "por razones de salud pública". En palabras de la portavoz del gobierno catalán, Meritxell Budó:
Una cosa es regular el teletrabajo y sus condiciones y otra decretar su obligatoriedad. El impacto en la reducción de movilidad sería elevadísimo y tendría un impacto directo en los datos de la pandemia.
¿Imposibilidad? Tanto Salvador Illa, ministro de Sanidad saliente, como Yolanda Díaz, ministra de Trabajo, han insistido en lo mismo durante las últimas semanas: "no se puede" obligar al teletrabajo al existir ya una legislación específica para ello. Legislación que, casualmente, establece excepciones a los acuerdos privados entre empleador y empleado cuando el teletrabajo tenga "carácter preferente", tal y como sucedió en marzo. Expertos consultados por El Diario se han mostrado ambivalentes sobre la posibilidad de "obligar" al empleo en remoto.
El decreto de "prevención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria" publicado por el BOE en junio, y conocido popularmente como de "nueva normalidad", establece una "recomendación" expresa para que las empresas "potencien" el teletrabajo. Es en ese incentivo donde los abogados laboralistas difieren. Una visión contraria al mensaje del gobierno la representa la profesora Anna Ginès i Fabrellas: "El decreto sostiene que se debe potenciar el teletrabajo cuando sea posible. Así que entiendo que es obligatorio potenciarlo".
¿Seguro? El argumento más común para defender la presencialidad es su "seguridad". Pocos brotes se trazan oficialmente a puestos de trabajo. Como hemos visto durante los últimos meses, esto tiene truco: España no rastrea con especial intensidad y la mayor parte de casos se vinculan a reuniones sociales y familiares... En gran medida porque son las únicas trazables. Un episodio reciente recogido por la Cadena Ser es ilustrativo. Cuestionada por el origen de los casos, una "rastreadora" confesaba:
Hay mucha gente que nos dice que no hace nada, que sale de casa solo para trabajar y del trabajo a casa, y al supermercado como mucho. Hay gente que no está haciendo vida social y aún así un día empiezan con síntomas y dan positivos.
Tan cándida confesión revela dos cosas: que hemos asimilado el contagio al ocio y las reuniones sociales, en ese prisma moral de la pandemia que nos hemos otorgado; y que en la práctica no estamos rastreando más allá de ahí. No se está llegando a las oficinas ("sale de casa sólo para trabajar").
Comparativas. Con el precedente de marzo en mente, y con un Estado de Alarma aún en vigor, la imposibilidad de "obligar" al teletrabajo parece más cuestionable. Lo sucedido en nuestros dos países vecinos quizá sirva de ejemplo: Portugal, cuya tercera ola está siendo tan dura como la española, ha vuelto a ordenar a todas sus compañías a recurrir al empleo en remoto siempre que sea posible, so pena de duras sanciones económicas; Francia aplica una recomendación/orden similar desde octubre, así como Bélgica. Otros países, como Alemania, también lo debaten.
Penalización. ¿Por qué en España no? Una respuesta optimista sería el interés del teletrabajador. El mismo estudio de Capgemini ilustra cómo los empelados en remotos están más cansados, más estresados y dedican más horas a sus labores desde que no acuden a la oficina. Naturalmente que la productividad ha aumentado. Ahora no podemos desconectar. No es de extrañar que otros trabajos atribuyan al 66% de los trabajadores un deseo de regresar a la oficina como forma de reducir el grado de auto/explotación al que llevan sometidos durante muchos meses.
¿La pesimista? Dos hipótesis: una arraigadísima cultura del presencialismo en España; y un silencio interesado sobre los riesgos que supone acudir al trabajo, quizá para no asociar el puesto laboral al contagio o para esquivar las sanciones de las autoridades en materia de medidas preventivas que no se implantan. Como investigaciones epidemiológicas han mostrado, suspender los trayectos diarios a un lugar cerrado donde se convive con una cincuentena de personas de distintos núcleos familiares es una forma bastante efectiva de limitar las transmisiones.
Imagen: Juan Carlos Rojas/DPA German