Las cosas no les iban bien a los tripulantes del Grafton. La pequeña goleta había partido el 12 de noviembre de 1863 del puerto de Sídney con el propósito de buscar estaño y cazar leones marinos en Campbell, una remota isla del Pacífico, pero casi un mes y medio después y pese a todo su empeño el balance era más que pobre.
Ni habían encontrado trazas del metal. Ni su caza podía considerarse gran cosa, con apenas unos cuantos ejemplares capturados cuando a finales de diciembre la tripulación al fin se dio por vencida y decidió regresar a Sídney. El problema es que el viaje de vuelta les salió peor que la expedición: una noche de temporal el Grafton acabó varado en una playa de las islas Auckland, un archipiélago subantártico.
La media decena de marineros, a las órdenes del capitán Thomas Musgrave, lograron salvar la mayor parte de su cargamento y, con la esperanza de que antes o después alguien acudiría en su ayuda, se consagraron a lo único que podían hacer: esperar. Esperar y sobrevivir, claro. Con las velas de su defenestrada embarcación se construyeron tiendas que más tarde —y cuando comprendieron que el rescate iría para largo— dieron paso a una pequeña choza fabricada con la madera que lograron recuperar del Grafton. Incluso le pusieron nombre: Epigwaitt.
"Vendavales, granizo, nieve y lluvia"
Durante casi 20 meses Musgrave y su puñado de hombres se las apañaron de forma más que razonable para adaptarse a las condiciones de la isla subantártica. Incluso se enseñaron idiomas entre sí —en el barco viajaban un cocinero portugués y un marinero noruego—, elaboraron jabón y montaron su propia fragua, lo que les permitió trabajar el metal. Para mediados de 1865 la tripulación tenía claro sin embargo que no valía la pena esperar de brazos cruzados. No habría rescate.
Si querían abandonar la isla debían hacerlo por sus propios medios, así que construyeron un bote y el 19 de julio del 65 tres de los cinco náufragos se lanzaron al mar con el propósito de llegar a Stewart. Les llevó varios jornadas, pero lograron alcanzar Port Adventure, donde movilizaron una expedición que poco después rescataba a los dos compañeros que se habían quedado en las Auckland.
La del Grafton es una de las muchas historias de tripulaciones perdidas en la región —solo unos meses después, de hecho, naufragaba en el extremo norte de las Auckland el Invercauld, del que solo quedaron tres supervivientes—, pero alcanzó tal fama que sirvió para que las autoridades se sensibilizaran con los riesgos que corrían los barcos que navegaban por las aguas subantárticas de la región.
Razones había para hacerlo: en el siglo XIX los buques que navegaban entre Australia y Nueva Zelanda e Inglaterra pasaban por el Antártico, descendiendo a menudo hasta los "Rugientes Cuarentas", una zona de fuertes vientos situada entre las altitudes 40 y 50ºS. Las rachas les ayudaban en la singladura, pero suponían también un peligro, sobre todo para el tipo de navío que solían cubrir el itinerario, clippers, veleros mercantes estrechos y pequeños. Si a la ecuación se añaden además errores en los mapas y las cartas, los peligros estaban asegurados.
Las aguas eran duras. Sus archipiélagos, también. Los marineros que lograban sobrevivir a los naufragios acaban a menudo en islas inhóspitas, desahitadas y en las que —como se lamentaba Musgrave— debían soportar "vendavales incesantes, granizo, nieve y lluvia”. Ese fue el duro panorama que se encontraron en 1866 los contados supervivientes del barco General Grant, que tras naufragar en las Islas Auckland tuvieron que aguantar durante 18 meses hasta que llegó su rescate.
Las cifras de la tragedia son rotundas. En el buque viajaban 83 personas. Lo contaron solo 10, los que lograron sobrevivieron al Pacífico y a la isla.
Conscientes del problema y ante la enorme popularidad que alcanzaron casos como el del Grafton, Invercauld o más tarde el General Grant, en Nueva Zelanda decidieron tomar medidas. No podían controlar los "Rugientes Cuarenta" ni las agrestes condiciones de islas como Auckland, pero sí aumentar las posibilidades de supervivencia de los náufragos. ¿Cómo? Primero, yendo a su rescate. En 1865 los gobiernos de Victoria, Nueva Gales del Sur y Queensland lanzaron una expedición del HMCS Victoria con el propósito de buscar posibles víctimas de naufragios.
Y pensando en aquellos marineros que pudieran verse en un brete similar en el futuro se ideó un programa de almacenamiento de provisiones para náufragos que duraría más de medio siglo, hasta bien entrado el XX. La idea era muy sencilla: que los navegantes que se encontraran en una situación similar a la de Musgrave y sus hombres no tuvieran que partir de cero en unas islas inhóspitas y hostiles. Con ese propósito liberaron ovejas, cabras y vacas, animales domésticos que llegado el caso pudieran cazarse, y levantaron toda una red de depósitos con provisiones.
"Los mares violentos, el agua extremadamente fría y las costas rocosas eran traicioneras, lo que hacía que la tasa de supervivencia de los naufragios fuera muy baja. Una vez en tierra, los supervivientes enfrentaban un terreno extremadamente accidentado, un clima muy frío, húmedo y ventoso, y aislamiento. En un principio, el Gobierno respondió con alijos de suministros y liberando animales domésticos. Más tarde, los barcos de vapor del Gobierno, GSS Stella e Hinemoa, se usaron para instalar una red de depósitos de náufragos en las islas subantárticas, junto con postes y cobertizos para botes", explican las autoridades.
La medida se estrenó hacia 1868 con un depósito de madera en Enderby, en el extremo noreste de la isla de Aucklan, y acabó extendiéndose más tarde a Bounty, Campbell y Antípodas. En su interior los náufragos podrían encontrar conservas, galletas, mantas, sedales y anzuelos, agujas e hilo, un botiquín, cerillas, útiles de cocina e incluso ropa, como chaquetas, pantalones, calcetines y camisas con una marca distintiva. Para facilitar que, llegado el caso, un náufrago podría encontrar los refugios sin problema incluso se repartieron señales por las islas.
Y como mal apaño tiene crear una red de emergencia sin mantenimiento, las autoridades se encargaron de garantizar que permanecían en buenas condiciones. Cada seis meses entre 1877 y 1927 vapores como el NZGSS Hinemoa se dedicaron a recorrer la red de refugios en busca de posibles supervivientes, reponer los víveres de los depósitos y mantener las bases en las mejores condiciones posibles.
Fue la tripulación del vapor Hinemo la que levantó en 1886 el refugio de las Antípodas, un amplio depósito de 4,4x2,85 m construido con madera de kauri. Su objetivo: prestar ayuda a aquellos marineros que se veían obligados a navegar por las traicioneras aguas australes, entre fuertes vientos, con una visibilidad pobre y cartas náuticas francamente mejorables. La base de las Antípodas se aprovisionó hasta finales de la década de 1920, cuando los cambios en las rutas y la mejora de la tecnología, que facilitaba las comunicaciones por radio, llevaron a las autoridades a plantearse nuevas formas de prestar ayuda a los buques.
La gran pregunta llegados a este punto es... ¿Sirvieron los depósitos?
Sí. Buen ejemplo lo deja la tripulación del Derry Castle, un velero con casco de hierro que naufragó en marzo de 1887 en la Isla de Enderby. El siniestro fue tan trágico que solo ocho de sus 23 tripulantes llegaron a tierra, donde se encontraron con que el depósito de víveres había sido saqueado. Los marineros lograron sin embargo fabricarse un bote con el que alcanzaron la cercana Erebus Cove. Allí localizaron otro refugio que les ayudó a sobrevivir hasta su rescate.
Imágenes: Wikipedia 1 y 2
Ver 7 comentarios