Hoy se cumplen 75 años del bombardeo de Hiroshima, el primero realizado con una bomba atómica. Tres días después sería el turno de Nagasaki. La acción pondría prácticamente fin a la Segunda Guerra Mundial, forzando la rendición del Japón imperial y la victoria definitiva de las fuerzas aliadas sobre los países del eje. Se estima que sólo en el bombardeo murieron alrededor de 160.000 personas. Fue una acción polémica. Y lo sigue siendo a día de hoy. ¿Fue moralmente aceptable?
La cuestión ha recorrido la historiografía norteamericana y europea, pero se ha articulado sobre una base diferente al debate sobre los crímenes de guerra de otros países durante la Segunda Guerra Mundial: el bombardeo lo ejecutó el a la postre vencedor absoluto de la contienda. Al igual que lo sucedido en Dresde y Hamburgo, bombardeos también discutidos aún hoy, Hiroshima y Nagasaki representan un punto oscuro en las acciones aliadas durante el final de la guerra.
¿Pero cómo han cambiado las opiniones desde entonces hasta hoy? ¿Se puede considerar un crimen de guerra? ¿Qué opina el pueblo norteamericano? ¿Y el japonés? ¿Y qué opina la clase dirigente e intelectual del país que lanzó por primera y única vez una bomba atómica contra población civil? Son preguntas que, en el 70 aniversario de la masacre, continúan en pie.
La teoría del mal menor de Truman
El principal argumento esgrimido históricamente para defender el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki es el del mal menor: de no haberse realizado tal acción, Japón no se habría rendido, y Estados Unidos y el resto de fuerzas aliadas habrían de haber tomado el país por la fuerza, en una invasión terrestre a gran escala que hubiera ocasionado, según afirmaba Harry Truman, presidente de EEUU en 1945, medio millón de muertes americanas.
Winston Churchill, primer ministro de Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, era de la misma opinión, y así se lo hizo saber a la Cámara de los Comunes en agosto de 1945:
Hay quienes afirman que la bomba nunca debería haber sido usada. No puedo asociarme con semejantes ideas (...) Estoy sorprendido de que gente muy valiosa —pero gente que en la mayoría de los casos no tenía intención alguna de acudir al frente japonés— apoyara la idea de que antes de que tirar esta bomba, deberíamos haber sacrificado medio millón de vidas americanas y un cuarto de millón de vidas británicas.
Para Churchill los inconvenientes morales de lanzar las bombas sobre sendas ciudades japonesas quedaban totalmente subordinados a lo que hubiera sucedido en caso de que el Imperio japonés o la Alemania nazi hubieran poseído semejante arma de destrucción masiva. "La hubieran utilizado contra nosotros para nuestra destrucción completa con suma prontitud", afirmó en el mismo discurso. "Las generaciones futuras juzgarán estas decisiones". Y así lo hicieron, en efecto.
El discurso de Churchill y Truman, central a todos aquellos que defienden el lanzamiento de la bomba, parece tener sentido. Sin embargo, ¿cuánto hay de cierto en todo ello?
The Washington Post responde a cinco interpretaciones habituales de lo acontecido en agosto de 1945. Una de ellas es relativa al fin de la guerra como consecuencia directa de la bomba atómica. ¿Es así? Parcialmente. Como explica el historiador Barton Bernstein, el comité de guerra estadounidense había previsto a mediados de junio que la invasión de Japón resultaría en alrededor de 193.000 bajas aliadas, de las cuáles 40.000 se contarían como muertes. No 500.000.
Más allá de los números exactos, Truman se enfrentaba a una decisión que tendría consecuencias internas. O bien acabar con la guerra por la vía más sencilla, bombardeando masivamente Japón hasta su rendición, o bien permitir que un número indeterminado de soldados norteamericanos murieran en playas japonesas tratando de conquistar el país. Ningún estadounidense hubiera aceptado la segunda opción en 1945, de modo que optó por aquella que le reportara menores consecuencias políticas.
Varios historiadores apoyan la idea de una gran masacre en territorio japonés. La guerra en el Pacífico había sido dura, y Japón, por una cuestión de tradición cultural, interpretaría la invasión de su territorio como una humillación, no claudicando hasta la derrota total. El historiador Richard B. Frank lo explica en este artículo de Weekly Standard: Japón había preparado la Operación Decisiva con la intención de llegar hasta el final de la guerra costara lo que costara. Sólo en Okinawa, semanas antes de Hiroshima, habían muerto más de 150.000 soldados de ambos bandos.
Las alternativas al bombardeo de Hiroshima
Conscientes de ello, otros historiadores no critican el acto de utilizar la bomba atómica en sí, sino la decisión primaria de lanzarla sobre población civil antes que como medida de persuasión. Es la opinión de Gabriel Jackson, por ejemplo, quien en Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX expone claros argumentos en contra de la decisión de Truman y califica de "crimen de guerra" la matanza de más de 200.000 personas en Hiroshima y Nagasaki:
A mí, un norteamericano que en aquel tiempo prestaba servicio como cartógrafo militar, me pareció un «crimen de guerra» y en el medio siglo transcurrido desde entonces jamás he leído ninguna explicación convincente de por qué no se pudo hacer una prueba en una zona deshabitada o escasamente habitada, para salvar vidas humanas y no sólo las de los soldados norteamericanos. En las circunstancias específicas de agosto de 1945 el uso de la bomba atómica demostró que un Ejecutivo desde el punto de vista psicológico muy normal, elegido en elecciones democráticas, pudo utilizar el arma exactamente igual que la habría utilizado el dictador nazi. Ninguna persona a quien le preocupen las distinciones morales en la conducta de diversos tipos de gobierno puede dejar de pensar que, con el lanzamiento de las bombas atómicas, Estados Unidos redujo la diferencia entre fascismo y democracia.
Para Jackson, la escasa distancia en el tiempo de ambas bombas casa mal en el relato de la rendición japonesa, más aún si tenemos en cuenta que la célebre "rendición incondicional" exigida por Roosvelt y Truman a Japón nunca lo fue tal: en la firma del tratado de paz se reservó una cláusula para que el emperador Hirohito no fuera juzgado por crímenes de guerra. Estados Unidos tuvo esa opción sobre la mesa, pero la deshechó.
En Quartz, Geoffrey Shepherd escribe desde el mismo punto de vista:
La bahía de Tokio hubiera sido el lugar ideal para mostrar el poder de las bombas. Espacio amplio y abierto, la bahía está cerca de Tokio y de todos los líderes de Japón, incluido el emperador. Ofrecía un amplio abanico de lugares —ya fuera en el agua o en tierras deshabitadas— donde lanzar la bomba con un efecto totalmente impresionante. La explosión y la seta podría haberse realizado cerca o no-tan-cerca de Tokio, y con más o menos peligro para el emperador de Japón, sus líderes, ciudadanos y la capital. De este modo, los Estados Unidos podrían haber cuidadosamente maximizado el enfoque de la amenaza, al tiempo que minimizando el daño a Tokio.
¿Por qué se actuó de este modo, entonces? Algunos historiadores lo asocian de forma nítida a la campaña de bombardeos ejecutada por Estados Unidos en Japón durante los meses previos a Hiroshima, en la que Tokio, sin ir más lejos, fue destruida al 50%. Cifras que se asemejan a la destrucción parcial de muchas ciudades alemanas y del Este de Europa en el teatro europeo. Los raid norteamericanos causaron más víctimas mortales que en cualquier lugar del viejo continente.
Para Robert S. McNamara, soldado norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial y posterior Secretario de Defensa durante los años '60, la reacción estadounidense no sólo fue desproporcionada en relación a Hiroshima o Nagasaki, sino también en relación a los bombardeos no atómicos previos. Lo explica en el documental The Fog of War, que puede ser visto en YouTube subtitulado en español. Aquí argumenta cómo el patrón moral de EEUU durante los bombardeos ya había sido determinado antes de la bomba atómica, y que ésta sólo puso el broche a la campaña anterior.
McNamara cita palabras del general norteamericano Curtis LeMay: "Si no hubiéramos ganado la guerra, hubiéramos sido juzgados como criminales de guerra". McNamara indica que el relato moral y ético sobre Hiroshima y Nagasaki se ha construido sobre la victoria, pero que de haberse realizado desde la derrota, hubiera sido muy diferente. Idéntica postura sostuvo en su día uno de los padres de la bomba atómica, Leó Szilárd:
Imagina que Alemania hubiera desarrollado dos bombas antes de que nosotros las hubiéramos tenido. Y supón que Alemania hubiera lanzado una bomba, digamos, en Rochester y otra en Buffalo, y luego al haberse quedado sin bombas hubiera perdido la guerra. ¿Puede alguien dudar que hubiéramos entonces definido el lanzamiento de bombas atómicas sobre ciudades como un crimen de guerra, y que hubiéramos sentenciado a los alemanes culpables de este crimen a la muerte en Nuremberg?
Lo cierto es que otros bombardeos superiores en intensidad y víctimas mortales a los de las potencias del eje, como los de Hamburgo o Dresde, de brutales consecuencias, están sumergidos en el mismo debate aún hoy, aunque a menor nivel. Pero al igual que Hiroshima y Nagasaki, no se ven tanto como un acto enmarcado dentro de los crímenes de guerra sistemáticos, como hubiera sido el caso de los nazis, sino como acciones de guerra puntuales que no obedecen a un programa de exterminio.
Porque, al margen de la valoración que podamos hacer de ello, no estaban al mismo nivel ni perseguían los mismos objetivos que las acciones y las masacres de la Alemania nazi.
Qué opina Estados Unidos de la bomba hoy
Como ya hemos visto, la decisión de Truman también se enmarcaba dentro de su propio discurso político interno. Una abrumadora mayoría de norteamericanos, como pone de manifiesto esta encuesta de Pew realizada justo después de Hiroshima y Nagasaki, estaban a favor de lanzar la bomba atómica sobre Japón. En concreto, el 85%. Más del 60% hubiera actuado del mismo modo que lo hizo el presidente, bombardeando o una o varias ciudades japonesas con armas atómicas.
Hoy las posiciones son distintas, aunque la mayoría de encuestados continúan aprobando la decisión última de Truman. Sin embargo, como apuntan en Pew, existe una brecha generacional obvia. Mientras el 70% de los mayores de 65 años apoyan hoy el bombardeo de Hiroshima, menos de la mitad de los jóvenes entre 18 y 29 año lo hacen. A nivel partidista, un 52% de los demócratas lo ven con buenos ojos, en comparación al más del 70% de los republicanos.
La tendencia es descendente: si en 1945 era el 85%, en 1991 era el 63% de la población americana la que tenía una opinión positiva de la bomba atómica. Hoy, en 2015, el porcentaje se ha reducido al 56%, con un 34% de los norteamericanos desaprobando su utilización contra población civil.
Naturalmente, las opiniones de los japoneses son muy diferentes. A día de hoy, tan sólo un 14% de los japoneses consideran justificado la utilización de arsenal atómico contra Hiroshima y Nagasaki. Más del 70% lo juzgan no justificado. Es el único contraste y punto de fricción entre las opiniones actuales de japoneses y norteamericanos los unos hacia los otros. Una brecha que no es mayor gracias a la reconstrucción de Japón, con ayuda norteamericana, después de la guerra, y a los vínculos económicos, culturales y políticos derivados de la ocupación norteamericana durante largas décadas posteriores a la guerra.
Algo que se demuestra en otra de las preguntas realizadas por Pew en la misma encuesta: ¿se ha disculpado lo suficiente Japón setenta años después de la Segunda Guerra Mundial? Tanto una mayoría de norteamericanos como de japoneses (más alta, lógicamente) responden afirmativamente a la cuestión. Casi un 30% en ambos países cree lo contrario y considera que Japón, de un modo u otro, debería disculparse aún más por sus acciones setenta años atrás.
Al margen del debate académico, siete décadas después, la bomba atómica sigue siendo vista con buenos ojos por todas las generaciones de norteamericanos, y es ahí donde hay que buscar la respuesta a la pregunta "¿Por qué se lanzó?". El debate, en cualquier caso, continuará enraizado en la cuestión moral del bombardeo o en sus consecuencias prácticas, sobre si realmente finiquitó la guerra o si lo hizo la entrada de la URSS en el frente del Pacífico. Sea como fuere, es indudable que el acto cambió el panorama bélico por siempre jamás.