En 1998 Dana International ganaba el festival de Eurovisión representando a Israel. El nombre de la canción, 'Diva', no podría ser más icónico del tópico que rodea a una presunta subcultura homosexual. Para muchos, ese fue el momento en que el festival alcanzó una nueva dimensión: ser un símbolo del público LGTB y, en particular, de los hombres homosexuales. Otra brecha abierta a favor de estas siglas por una mujer transexual.
El de finales de los 90 no era un contexto sembrado de referentes, la normalización parecía mucho más lejana desde occidente hasta oriente y la canción, con letra en hebreo y español, ya empezó causando problemas en su propio país al soliviantar a los judíos ultraortodoxos. En cambio, el festival no ha dejado de acoger o crear esas grandes divas; mujeres poderosas que encontraron la última polémica continental en 2014. La imagen de Conchita Wurst, un personaje artístico creado para resaltar la diferencia, puso a prueba el efectivo impacto de una mujer barbuda.
Tanta importancia ha ganado el público LGTB como masa crítica de Eurovisión que su agenda ha conseguido posicionarse en el primer plano del otro tópico que rodea al festival: la geopolítica como parte esencial del concurso. En las crecientes tensiones regionales entre Rusia, algunos de los Estados exsoviéticos y las potencias occidentales, las reivindicaciones LGTB han emergido como forma de ataque a las políticas de Putin. El dirigente ruso no ha disimulado un programa de recorte de derechos y libertades nítidamente homófobo.
En cambio, hay otras lecturas sobre esta vinculación. Julio Pérez Manzanares, doctor en Historia del Arte Contemporáneo, viaja hasta el nacimiento de Eurovisión en la década de los 50 "como un espectáculo de autorepresentación de tipo diplomático", algo que durante tres décadas dio lugar a unas simplificaciones de lo nacional teatralizadas e incluso kitsch: "Toda la ampulosidad de Eurovisión en aquellos años, el glamour plastificado del evento y el evidente ambiente de falsificación pop, con una orquesta remedando los grandes espectáculos operísticos para acompañar canciones ligeras y manufacturadas, sin duda pudo servir como método de identificación para muchos de aquellos que se encontraban apartados de los relatos nacionalistas".
En los 70 Eurovisión incorporó la estética disco, vinculada al movimiento LGTB a partir de Stonewall y que alcanza su cima en el 'I Will Survive' como símbolo de identidad. Pero es en los 90 cuando, remontando ya la crisis del SIDA, Julio Pérez Manzanares ve una utilización del colectivo para vender al exterior la modernidad de los Estados participantes: "Con Dana International el Estado de Israel quería mostrar cómo allí no había censura alguna, con un estribillo universalista y comprensible"
El experto en teoría de género y cultura visual da la vuelta al discurso idílico: "Son memorables las apariciones de las falsas lesbianas rusas T.A.T.U. intentando mostrar a una Rusia post-soviética que renegaba de su pasado, aunque fuese recurriendo a la clarísima fantasía machista y misógina de cómo la heterosexualidad masculina imagina el lesbianismo como cosa de dos colegialas”. En el caso de Conchita Wurst, no cree "que pueda separarse de un posicionamiento contra la Rusia de Putin, pero además con un tipo muy particular de representación que tendía casi de manera excesiva a la teatralidad y a la imposibilidad de vincularla específicamente con una identidad minoritaria".
Eurovisión más allá del LGBT
El mundo LGTB se ha plasmado en todas las artes a lo largo de la historia, ya sea la música o la literatura. Sobre esa interacción habla Ramón Martínez, filólogo, activista y autor de Lo nuestro sí que es Mundial, una aproximación a la historia del movimiento LGTB en España: "El arte ha servido para ir introduciendo algunos símbolos reconocibles por las personas LGTB, que conformaban la aparición de una comunidad que entendía esos códigos. Por ejemplo, los tópicos sobre la homosexualidad en el teatro han servido para que fueran reinterpretados por las personas afectadas ayudándoles a conformar una idea sobre sí mismos”.
Regresando a 2018, España parecía iniciar el año en plena euforia adolescente con el resurgir de otro formato musical: Operación Triunfo. Fue así, y quizá para evitar polémicas pasadas, que RTVE decidió que de ese concurso nacional saliese la representación española para la final de Eurovisión que se celebrará este año en Lisboa.
De todas las posibles consecuencias de esta decisión hubo una inesperada: parte del público LGTB, imposible de cuantificar pero relevante como para ser oído o leído, mostró su rechazo a que una pareja heterosexual (o heteronormativa) fuese la representante española en Eurovisión, o su decepción porque los concursantes visiblemente LGTB del concurso hubieran ido cayendo antes que los carismáticos Amaia y Alfred.
La opresión llevó al movimiento LGTB a crear zonas de confort, calles o barrios enteros como Chueca en Madrid, el Gaixample de Barcelona o Castro en San Francisco, donde se aglutinaban locales de ocio, espacios culturales, sociales y asistenciales. Si imagináramos Eurovisión como un gueto LGTB a nivel cultural, el hecho de que Operación Triunfo haya vuelto a convertir la elección del festival en un espectáculo de masas, desplazando a la minoría que se lo había apropiado, podría generar un sentimiento de agravio análogo al que se produce cuando hablamos de los espacios físicos.
Amanda Rodríguez, responsable de Cultura de la FELGTB, recuerda que los espacios propios "no lo son para que no estén las personas heterosexuales sino para que los LGTB nos sintamos seguros". Según ella, no es necesario que los heterosexuales se introduzcan en barrios como Chueca porque "en realidad no se han ido". Son los nuevos usos por parte del colectivo los que les han dado una identidad sociocultural determinada, estableciendo una diferencia entre vivir en el barrio o participar de él y su ambiente.
"A día de hoy se cuida mucho la interacción entre la identidad y el espacio, construyendo espacios que son físicos pero también ideológicos", opina el activista Ramón Martínez, de manera que "cualquier toque contra ese espacio propio se considera una afrenta" porque de algún modo lo es también de unas ideas.
En la interacción con los espacios físicos no se pueden obviar procesos paralelos al hecho activista, como los económicos. Amanda Rodríguez explica, desde la perspectiva madrileña, como "la gentrificación que ha sufrido Chueca y la introducción de las lógicas del mercado ha afectado incluso a que parte del sector LGTB también se quede fuera de Chueca". Podríamos establecer otra diferencia más añadida a la ya mencionada: vivir Chueca frente a consumir Chueca, un barrio cada vez más caro.
Si existe o no una cultura LGTB, o una cultura o subcultura gay, ha sido siempre un tema controvertido en el propio colectivo. Amanda Rodríguez sí reconoce que compartir espacios genera "costumbres", quizá más relacionadas con los hábitos comunes. En cuanto a los productos culturales, cree que algunos son movidos por el colectivo LGTB o tienen una temática concreta que aborda los problemas LGTB, pero que más allá de la etiqueta podrían llegar a cualquier tipo de público e indudablemente tienen valor artístico o cultural en sí mismos.
Cómo ser gay y las formas de representarlo
David Halperin, en su libro Cómo ser gay, entiende que la homosexualidad de los hombres implica "una forma característica recibir la cultura mayoritaria de manera que pase a funcionar como mecanismo de significación gay". La idea de Halperin bien podría aplicarse al debate de Eurovisión, ya que el autor cree que parte de esa cultura gay consiste en la apropiación y reinterpretación de la cultura heterosexual.
La cultura no tiene que ver solo con aquello que nos gusta sino también con quiénes somos. En la transmisión de esa identidad, la homosexualidad masculina se habría servido de una figura femenina exagerada y degradada asumiendo el cliché contra ellos como una forma de reivindicación y resistencia política.
Un ejemplo más claro de esa apropiación es la cultura pop, según Julio Pérez Manzanares: "Diría que casi la creación del estilo, ya que tanto Rauschenberg como Jasper Johns o Warhol eran homosexuales, y el propio estilo les servía para poner en duda las construcciones culturales sobre los originales y las copias, la alta y la baja cultura, los papeles de productor y consumidor y, en definitiva, todas las construcciones binarias que gobiernan el pensamiento occidental". En el caso de las mujeres, apartadas del relato, es "más difícil vincularlas con un estilo o movimiento y más aún que éste haya tenido una permeabilidad en la cultura de masas similar al camp o el pop".
En la polémica sobre Eurovisión, Pérez Manzanares cree que influye más bien la oportunidad: "La aparición de los individuos LGTB en el festival jamás ha respondido a una verdadera cuestión política sino reducida a puro espectáculo, pero estando tan presente la cuestión en Operación Triunfo parecía que había muchas papeletas de que fuésemos representados".
El estreno de la película Call me by your name se ha convertido estos días en otro interesante debate sobre la llamada normalización. Se trata de una historia de amor entre dos hombres en la Italia de 1983. ¿Es una película gay? Ni ellos se definen como tal ni hay solo sexo homosexual. Pero, ¿es entonces Los puentes de Madison una película heterosexual? Quizá el género se queda pequeño y encorseta mensajes mucho más ricos que pueden llegar a todo tipo de públicos.
Hace un año que Moonlight se erigía en triunfadora de los Oscar como mejor película, con la narración dramática de la vida de un afroamericano huérfano que crece en un suburbio rodeado de dificultades y marginalidad. En cambio, la cinta del director italiano Luca Guadagnino nos presenta a una familia acomodada y de alto nivel cultural, que permite a su protagonista crecer despreocupado. La primera se desarrolla en tonos oscuros y la otra es invadida por la luz alegre del Mediterráneo.
Cuesta creer que existan críticos o espectadores considerando que una de ellas anula a la otra, o a las que vengan, por cumplir una cuota a repartir entre productos culturales cuyo único parecido estriba en que muestran en algún momento a dos hombres besándose. Si siguiéramos ese patrón con los besos heterosexuales los premios cinematográficos quedarían desiertos.
"Si conseguimos transmitir que la orientación sexual del personaje no debe influir en cuanto a la historia que se cuenta, estaremos dando un paso de gigante", recuerda Amanda Rodríguez, "porque si eres capaz de sentirte identificado con una relación de pareja que tiene las mismas problemáticas que cualquiera, te dará igual lo que veas". Rodríguez cree que lo óptimo es que convivan ambos productos, los que hablan de las problemáticas propias de ser LGTB y aquellos en los que los personajes LGBT forman parte de la historia sin que su sexualidad sea una barrera: "Yo creo que se está avanzando y se diversifica el tipo de personajes que aparecen, con más matices; incluso Operación Triunfo es un reflejo de ello".
La normalización del mito
Los medios de comunicación de masas y los productos culturales asociados a ellos han impuesto una serie de referentes inevitables.
Cosas en apariencia intrascendentes como vivir la Navidad están asociadas a una serie de clichés como la nieve, a pesar de que solo una porción del planeta la celebra en invierno. En ellos, las personas LGTB también han tenido que tomar a los grandes mitos heterosexuales como referentes de sus propias relaciones. Quizá el paso de gigante está en que una persona heterosexual se vea reflejada en la relación entre Elio y Oliver; o en sentimientos, emociones y procesos personales que son propios de un amor adolescente con independencia de la identidad de quien los viva.
Pero, ¿qué es la normalización? Pablo Ortiz, presidente de ACA (Associació Catalana d’Assexuals), nos recuerda que existen realidades más allá de unas siglas LGTB que se quedan cortas. A él no le gusta la palabra "normalización" y prefiere hablar de "plena integración, algo más allá de la tolerancia: entender que la diversidad nos aporta riqueza y nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, seamos como seamos". En ese contexto, el puerto de llegada es una sociedad "en la que no se necesiten etiquetas".
Para conseguirlo, hace falta "ver antes a personas con las que empatizar". "La propuesta ideal sería erradicar y abolir el concepto del género y la orientación sexual, pero ahora son utópicas, un lugar hacia el que caminar", dice Ramón Martínez.
Call me by your name abre un segundo debate al mostrar una relación idílica en el contexto de una época y un país de cierta tendencia conservadora y con fuente presencia religiosa. ¿Es un error mostrar historias alegres o no conflictivas? ¿Qué incidencia tiene eso en la sociedad y en el propio colectivo? Pablo Ortiz cree que hacen falta más referentes positivos: "Hay muchas personas que están machacadas por las discriminaciones y necesitan recordarse que son válidas y pueden ser felices". En esencia, "hay que visibilizar el conflicto para que empaticen quienes no pertenecen al colectivo, pero sin que el resultado sea siempre catastrófico".
Para Ramón Martínez hay que evitar "una arcadia bucólica que dista mucho de la realidad y puede provocar un encontronazo violento con ella", pero sin olvidar que las personas LGTB tienen derecho a ser felices: "Del mismo modo que una pareja heterosexual puede cometer el grandísimo error de verse reflejada en Pretty Woman, tenemos derecho a alinearnos durante un momento y creer que todo saldrá bien, porque esa es parte de la gracia de la cultura: que no tiene que ser real".
Julio Pérez Manzanares también resalta la importancia de dejar caer la máscara: "Cantar canciones en primera persona, no hablando de las divas, de lo que decía ella, para ser por fin individuos constituidos y de pleno derecho". Mientras ese momento llega, la empatía con quienes han creado su propia historia sin referentes, o convencidos de que el final de su película sería siempre triste, sigue siendo una ayuda fundamental.