Juan Carlos I se marcha de España. La Casa Real ha confirmado los rumores difundidos durante las últimas semanas sobre el destino del rey emérito. El torrente de informaciones y escándalos publicados durante el último año habían colocado en una posición compleja tanto al padre, Juan Carlos I, como al hijo, Felipe VI, vigente jefe de Estado. Sus labores como comisionista, sus relaciones extramatrimoniales, su pequeña fortuna labrada desde su posición de privilegio... Nada que contribuyera a la "tranquilidad" y al "sosiego" de la monarquía.
Quien personificara la restauración de la familia Borbón culmina así un largo ocaso iniciado a finales de 2012 durante su expedición a Botsuana. Aquella cacería marcó un antes y un después en la imagen pública del monarca. Juan Carlos I se vería obligado a abdicar dos años más tarde. El paso del tiempo y la publicación de sus turbias relaciones con empresarios, monarcas y supuestos testaferros de una gran fortuna hicieron el resto. Hace algunos meses Felipe VI le desgajaba de la Casa Real. Sin dotación, sin vínculos.
Hoy toma el paso definitivo. La huida. De algún modo, el exilio.
Por extraordinario que pueda parecer, el rey emérito completa así el viaje que todos sus antepasados cercanos emprendieron en algún momento de su vida. La historia de la Casa de Borbón es la historia de una relación de amor-odio con sus súbditos. Ya fuera por levantamientos populares que horadaron su legitimidad, ya fuera por invasiones extranjeras que reformularan la naturaleza de la monarquía española, ya fuera por la declaración intempestiva de la República... De un modo u otro, todos los monarcas españoles desde Carlos IV han pasado por el exilio.
Todos.
Al igual que el clan Buendía, arrastrando las mismas pena durante generaciones, la dinastía borbónica en España ha sufrido la maldición del destierro monarca tras monarca. Algunos de ellos lograron regresar. Otros no. La familia siempre ha pervivido, y nadie como Juan Carlos I, restaurador de la monarquía tras medio siglo ausente, lo personifica. Pero el exilio siempre ha formado parte de su destino, de su arco vital. Y el rey emérito está cerca de descubrirlo en sus carnes.
Carlos IV
El punto de inicio a tan turbulenta historia lo marca Carlos IV, monarca poco dotado en tiempos de extraordinaria volatilidad política. Durante los diez últimos años de su reinado, Carlos IV debió acostumbrarse a la ascendencia militar de la Francia napoleónica, incómoda cuestión que terminaría con la ocupación de parte del país entre 1807 y 1808. Carlos IV y su valido, Godoy, partidarios de entablar buenas relaciones con Francia, se vieron obligados a abjurar de su gobierno tras el motín de Aranjuez.
Aquel acontecimiento, mitad levantamiento popular mitad golpe palaciego, fue instigado por su propio hijo, el futuro Fernando VII. Carlos IV se vio obligado a abdicar la corona, cuestión que no agradó a Napoleón. A la altura de 1808, el emperador francés convocó a todas las partes implicadas en Bayona. Presionado a distintos niveles, Fernando accedió a devolver el trono a su padre, Carlos IV, ignorante por completo del destino fatal del mismo. Para entonces, Carlos IV ya había pactado su traspaso a Napoleón.
El resto de la historia es conocida. Carlos IV pasó así a un segundo plano, sin ánimo alguno de recuperar su posición y destronado no una, sino dos veces. Reo de Napoleón, deambula por diversas propiedades palaciegas entre Compiègne, Niza y Marsella. Cuando el fin de la epopeya imperial francesa se salda con el exilio de Napoleón y el Congreso de Viena, Carlos IV recuperará su libertad de movimientos, trasladándose a Roma primero y a Nápoles después. Moriría aquejado de gota, sin que su hijo, ya en el trono, le permitiera jamás volver a España.
Fernando VII
Su hijo y heredero, Fernando VII, gozaría de un reinado prolongado, si bien en absoluto placentero. Su primer exilio caminaría en paralelo al de su padre. Las abdicaciones de Bayona también hicieron de él un prisionero. Napoleón le enviaría al castillo de Valençay, en el centro de Francia, donde pasaría sus días (plácidamente, debe decirse) hasta el final de la Guerra de la Independencia. Regresaría en 1814 tras la derrota de la Grande Armée en Arapiles, signo indeleble de la decadencia napoleónica.
Originalmente El Deseado, Fernando VII arramblaría con el sistema constitucional instaurado por las Cortes de Cádiz y restauraría las instituciones del Antiguo Régimen. Aquel periplo duró seis años, el tiempo que necesitaron las fuerzas liberales para tomar el poder. El Trienio Liberal, sin embargo, no se saldaría con su exilio, remota como pudiera antojarse cualquier idea de República. Fernando VII juraría la Constitución para, tras la intervención de las potencias europeas, instaurarse en el trono absolutista. No saldría de España hasta su muerte, en 1833.
Isabel II
Como quiera que las fuerzas de la historia jamás quedan congeladas por la acción de un solo hombre, el fallecimiento de Fernando VII y la ausencia de un heredero varón y mayor de edad sirvieron de pretexto para el inicio de una guerra civil, carlista, entre las fuerzas liberales y las fuerzas tradicionalistas. Las primeras servirían de muleta a la futura Isabel II, por aquel entonces una niña, ante la amenaza legitimista de su tío, Carlos María Isidro. España se adentraría en el parlamentarismo para no salir de él hasta prácticamente un siglo después.
Aquel parlamentarismo estaría marcado por la inestabilidad, los golpes palaciegos, las disputas políticas y la figura siempre explosiva y controvertida de la monarquía. Isabel II, casi siempre detestada por las versiones más radicales del liberalismo español, experimentaría las mieles del exilio a partir de 1868, cuando la gloriosa revolución sacudiera los cimientos del sistema isabelino. Aquel levantamiento tendría primero un carácter democrático, si bien monárquico, y más tarde republicano.
Para el caso que nos ocupa, Isabel partió de San Sebastián hacia Francia, donde fue acogida por Napoleón III, por aquel entonces al frente del Segundo Imperio. Jamás regresaría España. Dos años más tarde abdicaría en favor de su hijo, el futuro Alfonso XII, mientras el caótico parlamento nacional debatía sobre la figura que debiera encarnar y dirigir, rota la tradición borbónica, una nueva monarquía constitucional.
Amadeo de Saboya
Aquella figura terminaría siendo Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II, primer rey de Italia tras la unificación, y víctima de los tejemanejes de la clase política española durante la recta final del siglo XIX. En 1870, Amadeo sería elegido por votación en el Congreso (no exenta de giros cómicos, como la recepción de ocho votos para un hipotético rey Espartero) y su reinado jamás colmaría sus expectativas de placidez y buen vivir. Muy al contrario, viviría sumergido en el permanente caos.
El asesinato de Prim y la caída de su coalición de gobierno, crítica para el mantenimiento de un reinado sostenido con alfileres, precipitaron su "despido" a la altura de 1873. Amadeo correría raudo y presto a refugiarse en la embajada italiana. La I República se declararía poco después. En su carta de renuncia a las Cortes, declararía lo siguiente:
(...) creía que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar sería suplida por la lealtad de mi carácter y que hallaría poderosa ayuda para conjurar los peligros y vencer las dificultades que no se ocultaban a mi vista en las simpatías de todos los españoles, amantes de su patria, deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo desgarran sus entrañas. Conozco que me engañó mi buen deseo.
Regresaría a Turín, su ciudad natal, donde pasaría el resto de sus días.
Alfonso XII y Alfonso XIII
Padre e hijo se encaminarían hacia el exilio en periodos opuestos de sus respectivas vidas. Alfonso XII lo hizo antes de acceder al trono, cuando su madre, Isabel II, tuvo que marcharse a Francia tras la revolución de 1868. No regresaría a tierras españolas hasta 1874, una vez las fuerzas conservadoras, con Cánovas del Castillo a la cabeza, lograron deponer la primera intentona republicana y restauraron el gobierno borbónico, isabelino.
Para entonces, Isabel II había delegado todas las funciones de gobierno en su hijo, cuya jefatura de Estado estaría caracterizada por cierta estabilidad, al menos en comparación a sus predecesores. Moriría en 1885, apenas once años después de acceder al trono, dejando a un heredero no nato en el vientre de su esposa, María Cristina de Habsburgo-Lorena. Alfonso XIII pasaría así los primeros años de su vida consciente de su inminente herencia. Sería coronado rey en 1902, diecisiete años después de la muerte de su padre y sin haber cumplido la mayoría de edad.
Cualquier conato de estabilidad que disfrutara su progenitor se disipó pronto. El reinado de Alfonso XIII se contaría entre los más traumáticos de la muy traumática historia contemporánea de España. Su periplo terminaría célebremente el 14 de abril de 1931, cuando unas elecciones municipales precipitaron la declaración de la II República. Acusado de alta traición por las Cortes Republicanas, Alfonso XIII se marcharía a Roma, desde donde apoyaría con entusiasmo la causa franquista.
Cualquier vana esperanza de restauración monárquica tras el fin de la guerra se esfumaría durante los compases finales del conflicto. Alfonso XIII, resignado a vivir el resto de sus días en el exilio, entregaría sus derechos dinásticos a su hijo Juan, quien a su vez, en un giro aún más fatalista del destino, jamás llegaría a coronarse. Sería su hijo mayor, Juan Carlos I, quien restaurara a la corona tras la muerte de Franco, y quien iniciara un periodo de inédita estabilidad para la monarquía española. Uno desconocido, al menos, desde principios del siglo XIX.
De forma un tanto inesperada, sin embargo, Juan Carlos I ha seguido el camino de todos sus predecesores. El exilio.