Hace un año el mundo despedía a la última persona nacida en el siglo XIX. Emma Morano, una envejecida mujer italiana, había nacido a finales de 1899, último año de la centuria revolucionaria, poco antes de despedirse de su vida 117 años más tarde. Su deceso marcaba un antes y un después en la historia demográfica de la humanidad: durante un breve periodo de tiempo (una noche) todos los adultos habrían nacido en el siglo XX y todos los infantes en el XXI.
Morano no ha sido la persona que más años ha acumulado en vida, por lo que su hito era simbólico: con ella se despedía el siglo XIX, los cien años que lo cambiarían todo. ¿Pero le corresponde a ella tan extraño honor? Es un debate disputado dada la naturaleza de la pregunta. Resulta imposible conocer con exactitud la fecha de nacimiento de las más de 7.000 millones de personas que pueblan la Tierra. Por error de redondeo, alguna puede tener los papeles mal. O haber pasado bajo el radar.
Es exactamente lo que ha sucedido con Koku Istambulova, una mujer chechena de, al parecer, 128 años. De ser la cifra cierta, Istambulova habría roto el vigente récord de longevidad de la historia humana, en posesión de Jeanne Calment, mujer francesa nacida en 1875 que habría llegado viva hasta 1997, 122 años después. Istambulova también tendría el honor que, en teoría, habíamos entregado a Morano: la última persona del siglo XIX que abandonó el mundo.
¿Pero cómo hemos llegado a ella tan tarde? Una pista la ofrece su ubicación, Chechenia, frontera histórica de los imperios ruso y otomano y natural zona de paso sin una autoridad firme capaz de implantar censos catastrales regulares. Sin embargo, el origen misterioso de su fecha de nacimiento no está tan relacionado con los avatares propios del siglo XIX como de los del XXI: según parece, la partida original de nacimiento de Istambulova se perdió en la Segunda Guerra Chechena.
En cualquier caso, el gobierno ruso ha mantenido su pasaporte en regla. Y en él sí figura el año en que fue alumbrada: 1889, apenas cuatro años después de la Conferencia de Berlín y nueve años antes de que España perdiera sus últimas colonias. El hallazgo, revelado por el siempre controvertido Daily Mail, haría de ella un caso de estudio médico: el salto entre la segunda persona más vieja de la historia, Sarah Knauss, y la primera, Calment, es de apenas dos años.
Istambulova eleva la diferencia ¡a seis!
Los años más trágicos en el lugar más horrible
Semejante ruptura no parece entusiasmar demasiado a la anciana, cuyas declaraciones la han elevado a la cima de la viralidad por un pesimismo oscuro, negro como el fondo de un interminable pozo, hacia todos y cada uno de los días de su existencia. "No he tenido un sólo día feliz en mi vida. Siempre he trabajado duro, cavando en el jardín. Estoy cansada", cuenta. Palabras cenizas, digna herencia de miles de generaciones de abnegados y sufridísimos campesinos rusos.
Cuestionada por el secreto de su larga (y sufrida) existencia, Istambulova lo tiene claro: "Fue el capricho de Dios. No hice nada para que esto pasara. Una larga vida no es un regalo de Dios para mí, sino un castigo". Tan tremendista visión de su propia vida ha llevado a algunos a solicitar que, por el amor de lo más sagrado, se permita a Istambulova terminar con sus días. No parece claro, en todo caso, que ella desee poner fin a su vida por sus propios medios. No lo cuenta en la entrevista.
Echando un vistazo a los hechos que le tocaron vivir, su negativa cosmovisión parece incuso comprensible. Istambulova nació en la agraria y aristocrática Rusia de los zares apenas dos décadas después de la abolición de la servidumbre, y durante su juventud y vida adulta vivió la Primera Guerra Mundial, la caída de la monarquía, una revolución comunista, una sangrienta guerra civil, una catastrófica hambruna y transformación económica, el estalinismo y la Segunda Guerra Mundial.
En todo ese tiempo, la familia de Istambulova permaneció campesina y pobre, cómo solo un campesino de la Rusia zarista y post-zarista podía ser. "Crecimos en tiempos muy estrictos y vestíamos de forma muy modesta. Recuerdo a mi abuela golpearme y regañarme porque mi cuello estuviera a la vista. Mirando hacia atrás, a mi infeliz vida, hubiera deseado morir cuando era joven. He trabajado toda mi vida, no he tenido tiempo para descansar o divertirme. O bien estábamos cavando la tierra o bien estábamos plantando melones", cuenta.
Como chechena, Istambulova sufrió las consecuencias de ser una permanente minoría étnica y religiosa (musulmana) en un país ortodoxo. Recuerda las restricciones propias del tradicionalismo de su familia, la guerra civil, la llegada de los bolcheviques y la llegada de los nazis. Su familia fue deportada junto a millones de chechenos en 1944, por orden de las autoridades soviéticas, y tuvo que vivir exiliada en el Kazajistán siberiano, entre recelo y tensiones étnicas.
Istambulova regresaría a Chechenia eventualmente, quizá tras la muerte de Stalin o tras el fin de la Unión Soviética, pero en ambos casos ya sería una anciana. En 1991, cuando el colapso se llevó por delante al sistema comunista, Istambulova tenía ya más de 100 años. La Segunda Guerra Mundial terminó cuando contaba 55 años. La revolución bolchevique en plenitud de su juventud, cuando acumulaba 27. Vivió las peores atrocidades imaginables en el siglo y en el lugar más cruel posible.
Si su partida de nacimiento es verídica (y existe la posibilidad de que no lo sea), Istambulova habría sobrevivido a los hechos más sangrientos y horroríficos jamás contemplados por el ser humano. Pero también los habría sufrido. Por lo que, en realidad, es difícil sorprenderse por su fatalista visión, 128 años después de haber nacido.