El día 2 de junio, los editores de la revista The Lancet publicaron una nota muy dura sobre un estudio que habían publicado apenas diez días antes. "Aunque [...] una auditoría independiente sobre la procedencia y la validez de los datos está en marcha, y sus resultados se esperan en breve, queremos expresar nuestra preocupación a nuestros lectores sobre el hecho de se han planteado cuestiones científicas serias" sobre el trabajo de Mandeep Mehra y sus colaboradores. No es para menos, no se trataba de un estudio cualquiera.
Se trataba de un análisis que, con una muestra de más de 96.000 personas, concluía que tanto la cloroquina y la hidroxicloroquina en el tratamiento del COVID-19 estaban relacionadas con un mayor riesgo de muerte y con la aparición de arritmias ventriculares. Además, y por si fuera poco, admitía haber sido incapaces de encontrar ningún tipo de beneficio asociado al uso de estos medicamentos. La publicación del trabajo conllevó no solo la paralización de decenas de ensayos clínicos en todo el mundo, sino que miles de hospitales de todo el mundo dejaran de suministrar el medicamento a sus pacientes.
Apenas unos días antes, el mismo Donald Trump había declarado que tomaba el medicamento de forma preventiva por consejo de sus equipos médicos. Y, precisamente, ese debate en plena efervescencia convirtió el estudio de Mehra en un fenómeno que superaba, con mucho, los límites de la comunidad médica. Ahora, The Lancet avisa que hay dudas fundada y que debemos ser prudentes. Y no pasaría nada si no fuera porque este es el último caso de una larga serie de problemas que han mantenido a la cloroquina y a la hidroxicloroquina en el ojo del huracán de la pandemia durante meses y meses.
¿Qué ha pasado con las cloroquinas?
La complicada historia entre el COVID y la cloroquina empezaron, al menos, el 19 de febrero. Ese día, Biosci Trends publicó un trabajo en el que un equipo de investigadores de la Universidad de Qingdao y del Hospital Municipal de la ciudad mostraban los datos de un pequeño estudio clínico en el que la cloroquina mostraba "una eficacia aparente y una seguridad aceptable contra la neumonía" asociada al virus. Como explicábamos en su momento, era "el resultado de un conjunto de pruebas in vitro, primero, y con un centenar de pacientes de distintas zonas de China después".
Nada concluyente, pero en mitad de una carrera contrarreloj por encontrar algún medicamento que funcionara en mitad de la pandemia, los datos chinos eran una excelente noticia. Una noticia que se vio impulsada con la publicación, el 20 de marzo, de un pequeño estudio clínico francés que concluía que el medicamento tenía resultados sorprendentemente positivos frente al virus.
Sin embargo, el estudio francés presentaba muchísimos problemas. La Asociación Internacional de Quimioterapia Microbacteriana emitió una declaración muy crítica contra él y muchos expertos criticaron los fallos metodológicos que llevaban a establecer el efecto del medicamento sobre la carga viral literalmente a ojo, sin ni siquiera someter a un test a los pacientes. El trabajo obtuvo mucha atención mediática, pero quedó rápidamente desacreditado.
No obstante, la evidencia (buena en laboratorio, mala en ensayos clínicos; pero prometedora en general) empezaba a acumularse y, por ello, la OMS empezó a considerar estos medicamentos como uno de los tratamientos más prometedores que teníamos y lo incluyó en Solidarity, el gran ensayo clínico internacional que busca un tratamiento de la enfermedad. De hecho, antes de la publicación del artículo de The Lancet, había más de 200 ensayos clínicos en marcha con diferente tratamientos basados en la hidroxicloroquina y la cloroquina (15 de ellos en España).
A priori, eran medicamentos muy conocidos, usados y seguros. Y baratos, muy baratos. Por eso, el boom de la cloroquina provocó un desabastecimiento mundial y generó unas enormes expectativas. Expectativas que se hundieron el 23 de mayo de 2019 con la publicación del estudio de Mandeep Mehra que concluía que estos medicamentos aumentaban el riesgo de muerte. El estudio que ayer mismo la revista que lo publicó, una de las más prestigiosas del mundo, puso en cuestión.
¿Qué significa todo esto?
La fulgurante historia de la cloroquina no para de tropezar con estudios que, en mitad de la mayor crisis de salud pública del siglo, presentan problemas muy serios y, tras lecturas detalladas, terminan por deshacerse como un azucarillo en agua caliente. Y, mientras tanto, los sistemas de salud de todo el mundo siguen sin saber qué efecto real tiene la cloroquina pese a que los enfermos se siguen agolpando a las puertas de sus servicios médicos.
En el fondo, toda esta historia de mala praxis, errores y problemas de comunicación es un buen ejemplo de cómo funciona la ciencia en realidad. De hecho, lo que, en términos históricos, es su principal virtud (esa capacidad inagotable para equivocarse sucesivamente e ir aproximándose poco a poco a la verdad) aparece en este momento concreto como un problema, una sucesión de síes y noes que dificultan el manejo clínico de la enfermedad.
La clave fundamental aquí y ahora es el tiempo: la ciencia en tiempos de urgencias tiene grandes problemas. Aunque no solo frente a las urgencias. No hay que olvidar que las instituciones científicas arrastraban ya serios problemas antes de la crisis y el coronavirus no ha hecho si no llevar al límite muchas de sus contradicciones. La hidroxicloroquina no es más que un ejemplo de ello. Uno del que esperemos que podamos aprender en el futuro.
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