Estamos en 1966. Minuto 101 de la final de la Copa Mundial de Fútbol. Wembley, Londres. Alan Ball, extremo inglés, recorre la banda derecha. Alcanza la línea de fondo y pone el balón en el área. Allí, un elegante Geoff Hurst controla el balón, despista a sus marcadores y dispara. La pelota rebota en el larguero y cae sobre la línea de gol. Tras unos instantes de confusión, los colegiados otorgan el gol a Inglaterra. La selección de los tres leones se pone por delante en el marcador en el tiempo de descuento. Alemania llora desconsolatamente. ¿Ha sido gol? No lo creen así los defensas alemanes.
Repasando las imágenes casi medio siglo más tarde es difícil decir si la pelota entra completamente en la portería, como así indica el reglamento para sancionar gol, o si una pequeña porción de la misma toca la línea de cal. Avancemos unos cuantos años y recurramos a las mismas selecciones protagonistas: 2010, Sudáfrica, octavos de final de la Copa Mundial de Fútbol. Frank Lampard, mediocentro inglés, recoge un balón al borde del área, dispara y la pelota, de nuevo, rebota en el larguero. Esta vez no cae sobre la línea de gol: entra claramente en la portería alemana. El árbitro niega el tanto. ¿Cómo es posible que cincuenta años después se comentan los mismos errores?
¿Justicia poética por la injusticia cometida con Alemania en 1966 o negligencia de las autoridades competentes? Simplemente la alergia continuada de fútbol a la tecnología aplicada a la toma de decisiones arbitrales. Tras el suceso de Lampard, que probablemente negó toda posibilidad a Inglaterra de pasar a la siguiente ronda —el gol hubiera supuesto el empate para su selección—, la FIFA decidió que, quizá, tras más de medio siglo de partidos televisados, la situación había llegado demasiado lejos. El resultado es que hoy, en el Mundial de Brasil, cada tanto es vigilado por GoalControl, una suerte de Ojo de Halcón tenístico aplicado al fútbol.
Hasta ahí todo relativamente normal. Lo interesante vino cuando la tecnología hubo de aplicarse por primera vez en el torneo. Sucedió en el encuentro que enfrentó a Francia y Honduras. Benzemá, el delantero francés, dispara dentro del área. La pelota rebota en el palo y, más tarde, el portero hondureño, tratando de agarrarla, la deja escapar hacia su propia portería. ¿Gol? Al contrario que en ocasiones anteriores, el árbitro espera al sistema tecnológico. Y... tachán: se muestran dos tomas. La primera, cuando el balón toca el palo interior de la portería de Honduras: GoalControl dice que no ha entrado. Honduras celebra hasta que se muestra la siguiente toma, cuando el portero deja escapar el balón: GoalControl dice que sí ha entrado.
El banquillo de Honduras entra en una sorprendente cólera. Los narradores culpan a la FIFA —lugar común en el mundo del fútbol, no sin motivos— por el desatino de mostrar dos tomas diferentes del gol. En Twitter hay cachondeo generalizado y una significativa porción de personas reclamando la vuelta a la era-pretecnológica. El gol es otorgado, pero algunos aficionados, Hurst y Lampard en mente, sienten que les han despodajo de algo más importante: el misterio del fútbol.
Fútbol y tecnología: relación de amor
La relación del fútbol —y de sus aficionados— con la tecnología es esquizofrénica. Por un lado, las innovaciones de todo tipo se aplican a ropajes y balones. A mediados de la pasada década la marca encargada de producir las pelotas tanto de la Eurocopa como del Mundial, Adidas, decidió comenzar a aplicar los avances científicos en la producción de sus materiales. ¿El resultado? Balones que van desde lo estrafalario a lo contraproducente. Lejos quedaban ya los añorados tiempos del Tango o el Etrusco —con legiones de fans—: los nuevos balones resultaron ser un desatino: muchos de ellos eran simplemente balones de playa, incontrolables.
Hoy en día los partidos se retransmiten en HD y las cámaras se esconden en cada rincón del estadio.
Hay más ejemplos, sin embargo, de lo muy bien recibida que ha sido la ciencia en el fútbol. Los avances en las retransmisiones son un buen ejemplo: desde la introducción de la televisión durante los años cincuenta y sesenta, que sirvió tanto para atraer a más aficionados como para proyectar universalmente al fútbol, televisiones y marcas han apostado por novedosas y cuantiosas técnicas. Hoy en día los partidos se retransmiten en HD y las cámaras se esconden en cada rincón del estadio. Algunas de ellas detrás de las porterías o sobrevolando a los jugadores. El espectáculo técnico es pleno y un gozo para el espectador.
En lo relativo al arbitraje también, desde la llegada del siglo XXI, la tecnología se ha implantado poco a poco. No de cara a rearbitrar, ese tabú, sino a la hora de facilitar el trabajo a los siempre maltratados árbitros: poco a poco comenzaron a poder vestirse de un modo más desinhibido para, más tarde, iniciar un proceso que les llevó desde los vibradores en los banderines de los linieres para comunicarse con el colegiado hasta los micrófonos inalámbricos —facilitando el trasvase de información entre el cuerpo de árbitros— y los actuales sprays para fijar barreras.Además, al mismo tiempo que la introducción del sistema GoalControl, la FIFA anunció un sistema que pasa mucho más desapercibido a ojos del aficionado consistente en dos innovaciones paralelas: por un lado, se crea un campo magnético de baja frecuencia alrededor de la portería; por otro, cuando el balón, con un microchip incorporado, cruza la misma, emite una señal que indica al árbitro si la pelota ha entrado o no. Los sensores se colocan alrededor de la meta, incluidos los postes.
Lo mismo se puede decir de la propia experiencia de los asistentes al estadio. A partir de los setenta se introdujeron las cartulinas amarilla y roja: lo que antes era una tarea a viva voz del colegiado se convirtió en todo un ritual consistente en informar al público de la decisión tomada. La incorporación de marcadores electrónicos para anunciar cambios y tiempo añadido contribuyó a mantener al público informado, así como los vídeomarcadores y las retransmisiones en vivo del partido en el mismo estadio —las cuales tampoco estuvieron exentas de polémica, dado que permitían a los jugadores mostrar al árbitro sus errores (!)—.
El error humano: lo último que nos queda
La respuesta se encuentra en el sentimentalismo natural que todo aficionado al fútbol esconde dentro de sí. La FIFA, como extensión poco presentable y corrupta de los millones de aficionados de todo el mundo, consideraba que el arbitraje tecnológico despojaría a este deporte de su esencia más natural: el fallo humano, la polémica, lo intangible, la atracción sempiterna e imperecedera de lo impredecible y lo incontrolable. La imperfección. El fútbol, acaso el deporte de masas más antiguo del continente europeo, aún mantiene un componente místico y religioso que lo aleja de la perfección técnica, de la matemática. La concepción del deporte americano es distinta.
Estados Unidos entiende el deporte como un espectáculo y como una máquina de hacer dinero. Las ligas profesionales son negocios rentabilísimos dirigidos de forma inteligente y con mano de hierro. Y lo relevante no es tanto lo simbólico, lo imperfecto, como la pulcritud y la precisión. Desde los avances médico-fisiológicos hasta la tecnología, todo avance es bienvenido en aras de mejorar el espectáculo. El Fútbol Americano no tiene inconveniente alguno en paralizar un partido durante varios minutos para determinar si el balón ha cruzado la línea o no. La televisión se aplica con entusiasmo: lo que es ha de ser, nada debe ser dejado al azar o, peor aún, al arbitrio humano.
Pese a que dicho sistema podría ser perfectamente aplicado al fútbol, nadie o casi nadie en su seno opta por dicha tendencia. ¿Parar un partido durante dos minutos para que un árbitro, tras veinte tomas televisivas, determine si ha sido penalti o no? Por favor, qué horror. ¿Instalar sistemas que permitan decidir con rápidez si el delantero estaba en fuera de juego o no? Vade retro, Satanás. ¿Permitir que el deporte se guíe por parámetros más, digamos, empíricos? Lejos, lejos el mal de nosotros. El fútbol es sucio e impuro, imperfecto e injusto. Es humano.
Y en esa humanidad entrañable, un tanto desesperante, convengamos, pero rematadamente romántica, se esconde también el último resquicio al que el aficionado puede aferrarse para seguir siendo parte del fútbol. Discutir sobre las interpretaciones, permitir que el error domine un deporte, congelar el fútbol en un tiempo pasado que nunca volverá: todo lo que la industrialización y comercialización del fútbol, lo que su globalización, nos ha arrebatado, se mantiene firme e imperecedero en la polémica arbitral. En su esencia pura. Recuerdos de un tiempo pasado, sin duda idealizado, el fútbol odia la tecnología cuando le arrebata su seña de identidad más universal, su, posiblemente, marca indeleble: el error humano. Lo que aún nos pertenece.
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