Descubrí la saga Harry Potter en 2003. Me devoré sus cuatro primeros libros en poco tiempo, y a partir de ahí empecé un ritual cada vez que iba a publicarse una nueva entrega, algo que ocurrió tres veces, siempre en sábado, entre 2004 y 2008. Me iba a la tienda donde los compraba, una gran superficie que abría a las ocho, hora a la que yo llegaba allí. El libro no se vendía hasta las diez, pero me daba igual. La primera vez fui a "hacer la cola" y allí, por supuesto, no había ninguna cola, así que me papé dos horas deambulando por la tienda, manoseando las revistas y hojeando otros libros hasta que llegaba la hora H.
Mi casa estaba a cinco minutos, así que podría haberme ido perfectamente a esperar allí, pero me gustaba sentir que esa espera activa era parte de la experiencia. Era un adolescente, así que tampoco tenía mucho más que hacer. "La experiencia". Dos horas deambulando. A las 10:00:01 h ya estaba saliendo por la puerta, y al mediodía del día siguiente ya había acabado el libro. Durante toda la saga, la lectura de cada novela iba ligada en mi memoria a esas dos horas de absurdo ritual. Ese recuerdo me sigue sacando una sonrisa tres lustros después. Bendita inocencia. Luego, llegó el auge de Internet y los contenidos digitales.
Rituales y anticipación del placer
El ejemplo de Harry Potter es intercambiable por cualquier otro. Por el lanzamiento de un disco de nuestro grupo de música favorito. O en algo que quizás nos resulte mucho más cercano, por la compra del videojuego que llevábamos muchos años esperando (¿has oído eso, Rockstar?). Esa compra y su disfrute llevaban aparejada una espera, el dirigirse hacia la tienda, ver el producto por primera vez, salir de ahí con él bajo el brazo, mirarlo en el metro de vuelta a casa y darle varias vueltas analizando sus detalles. Quitar el precinto, darle al play.
No todas las esperas son odiosas
La espera final ante un momento relativamente trascendental es una experiencia por sí misma. Los artistas lo saben y llegan tres cuartos de hora tarde al escenario para dejar que su público se caliente antes de que empiece el concierto. Internet, que solo entiende de inmediatez, nos ha arrebatado estas esperas.
Los rituales que componían el plan social de ir al cine, el de alquilar una película en el videoclub, hacer cola para sacar unas entradas o cualquier otro plan que incluyese ese lapso sostenido. Internet es ya. Ahora. Elige la peli que el algoritmo de Netflix te pone en portada. Tres segundos y empieza. ¿El último disco de Foals? Un tap y lo tienes sin que interrumpa nada de tu día a día. Un arma de doble filo.
No es que todas las esperas deban ser recuperadas, y los que llevan siglos esperando Winds of Winter deben estar maldiciendo a R.R. Martin con razón, pero sí extraño ciertos rituales. Mi grupo de amigos es de los que compra varios décimos del Gordo en común... y siempre en una misma administración de lotería, "que tiene suerte y siempre da premios". Lógicas matemáticas al margen, me he pasado años tratando de convencerles de que se puede comprar (casi) cualquier número online, cómodamente, sin hacer cola durante una hora y media al raso en pleno diciembre. Nunca les ha importado, y recientemente, a mí tampoco: tampoco está mal pasar ese rato una vez al año, reírnos de nosotros mismos y hacer un plan social que equivale a ver los mismos capítulos de una sitcom una y otra vez. Un rato en el que aparcar el cerebro en la puerta y disfrutar del momento. Las esperas. Las esperas “por algo”.
En esta era digital, uno de los reductos de esa espera activa tiene mucho que ver con lo tecnológico: las habituales colas para comprar el nuevo iPhone. Paradójicamente, a esas colas no les veo emoción ninguna, jamás he estado en ellas y jamás estaré, pero un número considerable de personas * opina di stinto y pasa unas horas a la intemperie esperando a que le llegue la caja. O la noche entera.
Los viajes de vuelta a casa en metro contemplando el último disco de nuestro favorito, esa forma de coger aire hasta darle al play
Lo mismo ante la apertura de una Apple Store, como las once que hay en España, que tuvieron su legión de fans haciendo la vigilia previa. Con frío, pasando hambre, incómodos, pero ahí estuvieron. Van a por esa experiencia, a recopilar anécdotas en torno a una emoción colectiva e individual. A sentirse parte de algo mucho más que si se limitasen a recibir el producto o a la visita a una tienda ya abierta.
En un mundo que ha ido habituándose durante dos décadas a no tener que esperar por prácticamente nada, la experiencia de la espera activa es un bien escaso. Está estudiado que esas esperas complementan las experiencias y las hacen más memorables. En esos ratos dejamos fluir nuestras emociones e incluso activamos la anticipación del placer, un mecanismo neuronal acuñado por Robert Sapolsky que nos funciona hasta para hacernos adictos al juego. Somos más predecibles que los monos.
Lo mejor de las navidades son las semanas anteriores a la Nochebuena, lo mejor de los besos de los quince años eran los escarceos previos al momento cumbre. Los videoclubs que cerraron ya no van a volver, pero siempre nos queda buscar formas de mejorar compras y experiencias añadiendo rituales. Como en los noventa. Como cuando Harry Potter no estaba a un click en el Kindle.
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