Hace unos días, una persona muy cercana tuvo que hacer uno de esos trámites, cada vez menos frecuentes, que le requerían un pendrive USB. Buscando alguno, terminó encontrando uno que ha sobrevivido a varias mudanzas pero que ya ni sabía qué podía contener.
Como entregar un viejo pendrive de contenido desconocido a otra persona es un deporte de alto riesgo, prefirió mirar primero qué había dentro. Aquel pendrive llevaba diez años sin usarse (último archivo añadido: agosto de 2012). Y sin revisarse. Empezó a abrir carpetas. Entonces llegó la sorpresa. Eso no era un pendrive. Era una cápsula del tiempo que se había pasado enterrada una década.
Acumulando bits
Copias de decenas de conversaciones de MSN Messenger. Las cartas enviadas y recibidas por sus primeros amores —las digitales, tal cual; las analógicas, escaneadas—. Artículos reflexivos escritos por amigos íntimos en blogs extintos, que era la época. Planes para los viajes de los 18 años con el carné recién sacado y un presupuesto paupérrimo, pero una ilusión que ningún viaje a Nueva York en la treintena puede igualar. Y fotos a mogollón, claro.
Esta persona tiende a tener un principio de Diógenes en el mundo físico (término cariñoso y no literal), pero no sabía hasta qué punto también acostumbró a tenerlo durante su adolescencia en el ámbito digital. Y qué rentable le ha salido.
Revisar todos esos archivos fue viajar al pasado, pero sobre todo, fue un choque emocional, entre la nostalgia, el cariño y hasta la pena. En última instancia, solemos pagar dinero buscando emocionarnos, y por eso vamos al cine, a un concierto o a leer una novela. Emocionarse es valioso.
Pocas experiencias vitales le emocionaron tanto en mucho tiempo como acceder a todos los recuerdos que su yo del pasado decidió almacenar. Por supuesto, sentí cierta envidia. Ya aprendí a creer en el poder de congelar los momentos bellos y cotidianos a través de fotografías y vídeos rutinarios, no especiales, pero no había pensado que el mundo digital también está repleto de estos momentos. Ordinarios, corrientes.
Eso último es lo que me recordó también otro amigo, que hace unas semanas publicó un espectacular hilo en Twitter haciendo un repaso, pantallazo a pantallazo, de quince años usando un iPhone. Cada aplicación, cada salto de iOS, cada rincón, cada lenguaje de diseño.
Pongan el nombre que sea, iOS o Android, tanto da: para un entusiasta de la tecnología, ver todos esos pantallazos hechos por uno mismo es volver por un instante a un momento del pasado. Yo en cambio recuerdo haber borrado de vez en cuando los pantallazos que había ido haciendo, precisamente por ser cotidianos, rutinarios, y no de nada especial. Justo lo que ahora más valoro.
Con el paso de los años he ido aceptando que mi manía de deshacerme de cosas físicas quizás no compense la facilidad para las mudanzas, y que no está mal apegarse a ciertos recuerdos; pero no me planteé hasta el día de ese pendrive que a qué mala hora no supe ver que nunca tendría que haber borrado esos pantallazos o esas conversaciones de Messenger. No para incriminar a nadie, sino simplemente para conservar huellas de mi forma de comunicarme, pensar y sentir a los quince o los veinte años. Ahora las valoraría muchísimo. Dentro de cuarenta años serían mis joyas.
Imagen destacada: Javier Lacort con MidJourney.
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