La maniobra no resultaba sencilla. Sus circunstancias, tampoco. Además de entrañar un riesgo notable, sus responsables debían cumplir los requisitos de las autoridades mexicanas, lidiar con velocidades de vértigo y ajustarse a unos plazos que ya casi habían agotado. Y sin embargo, a pesar de todo lo que podía salir mal, la prueba que un grupo de científicos realizó en abril de 2012 en el desierto de Laguna Salada, México, con un avión Boeing 727-200 fue un éxito rotundo.
¿El motivo? La nave se estampó contra la arena del desierto y acabó destrozada.
Lo que decíamos: un éxito total y absoluto.
Aunque ha pasado ya una década larga, el experimento del XB-MNP sigue destacando como uno de los capítulos más espectaculares de la historia de la aviación. Al fin y al cabo no todos los días se ve cómo un Boeing pierde altitud a una velocidad endiablada hasta acabar estrellándose en pleno desierto, reventado en pedazos. Menos habitual todavía es que el siniestro lo capten 21 cámaras y podamos manejar su balance de víctimas sin sentir la menor lástima.
El motivo es sencillo: el choque de aquel día de 2012 no fue un accidente, sino un experimento para ampliar nuestro conocimiento sobre los siniestros aéreos.
Objetivo: estamparse en el desierto
Si resultó tan sorprendente es en gran medida por quién estaba detrás. Como detallan en Flight Safety Foundation, la prueba se orquestó para un programa de televisión realizado por Dragonfly Film and TV Productions de la mano de otras firmas y que acabó emitiéndose en la segunda temporada de la serie Curiosiy, de Discovery Channel. No todo fue espectáculo televisivo, sin embargo: el Boeing 727-200 era real, al igual que lo fue el impacto y su preparación previa, trazada al milímetro para analizar las consecuencias de un siniestro entre el pasaje.
La escena de abril de 2012 fue de hecho el colofón, los minutos de broche a una compleja labor de preparación que se había prolongado durante meses.
Para su experimento el Boeing 727-200 se equipó con sensores, cámaras y una decena y media de maniquíes, se seleccionó un equipo de técnicos experimentados para organizar el choque controlado y el plan de vuelo se diseñó para emular otros dos accidentes recientes, el protagonizado en enero de 2008 por un avión de British Airways y en febrero de 2009 durante un vuelo de Turkish Airlines
Quizás lo más complicado de la operación —desde luego lo más costoso— fue hacerse con el avión. El equipo optó por un Boeing 727 por varias razones: su cabina y fuselaje eran similares a los del Boeing 737, una popular nave para pasajeros, y disponía de un diseño que facilitaba a la tripulación saltar en paracaídas desde la nave en el momento justo, antes de que se estrellara.
Con ese punto de partida claro, Discovery acabó haciéndose con un vetusto Boeing 727-200 que —precisa Simple Flying— desde finales de la década de los 70 había volado a las órdenes de Singapore Airlines, Alaska Airlines y como chárter privado, un largo periplo durante el que había servido, entre otros, al candidato Bob Dole durante su campaña presidencial republicana en 1996.
Quizás no fuese una unidad especialmente nueva, pero los responsables del estudio pudieron comprarlo por un precio de ganga. Al menos para una aeronave destinada a una misión kamikaze: aproximadamente 450.000 dólares.
Resueltas las cuestiones materiales, quedaba otra tarea igual de importante: encontrar a profesionales dispuestos a participar en una prueba que —de terminar con éxito— acabaría con un Boeing estampado en el desierto de Baja California.
Tal vez suene exagerado, pero la maniobra se las traía. Tras el veto de EEUU a que el experimento se realizara en su territorio, el equipo acudió a México, donde tuvo más suerte. Eso sí, sus autoridades pusieron ciertas condiciones: les otorgó un plazo limitado y dado que el 727 sobrevolaría áreas habitadas exigieron que durante parte de la prueba operase con un piloto a los mandos.
El escogido para semejante tarea fue el capitán Jim Bob Slocum, quien se encargaría de manejar los mandos del avión hasta casi el final del experimento. En el momento decisivo, antes del choque, saltaría de la nave con un paracaídas para que el control pasara a Chip Shanle, otro veterano expiloto de la Marina que asumiría la operativa de forma remota durante los minutos finales.
Quedaba decidir el "día D" de la maniobra, fecha que se fijó casi al final del plazo otorgado por las autoridades mexicanas. "Nos tomamos hasta la hora 12 del último día para conseguirlo", relataría después a Los Angeles Times el doctor Tom Barth, investigador e ingeniero biomecánico de la NTSB, la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, uno de los científicos de la prueba. Se acordó que ese día fuera el 27 de abril. Para el choque se optó por Laguna Salada, en el desierto de Sonora.
Y llegó el día.
El Boeing despegó del aeropuerto de Mexicali, en Baja California, con seis personas a bordo, incluido Bob Slocum. Cuando la nave había recorrido ya 60 millas —unos 100 kilómetros— la abandonaron el primer oficial y el ingeniero de vuelo y al cabo de 80 (130 km), con el avión ya inclinado y a solo unos minutos del choque en el desierto mexicano se les sumó el propio capitán. ¿Cómo dejaron el Boeing en pleno vuelo? Con paracaídas... y ayuda de monitores expertos.
El control del avión pasó entonces a Shanle, quien se encargó de manejarlo a distancia para apagar los motores en el costado del fuselaje y el de cola hasta dejarlos casi al ralentí. Su objetivo, inusitado para un piloto: estamparse.
Las cámaras de Discovery captaron bien el momento clave del experimento, cuando el morro del Boeing impacta contra el desierto de la Laguna Salada, la sección delantera se parte como un palillo y la estructura se desliza por la arena mientras va perdiendo diferentes piezas, incluido el tren de aterrizaje. Simple Flying precisa que en el momento del impacto la nave volaba a 225 km/h y descendía a 460 m por minuto, bastante más que en un aterrizaje al uso.
¿Para qué sirvió el experimento, más allá de dejar un épica para los anales de la televisión? Pues para recabar datos sobre cómo son los siniestros aéreos y, sobre todo, qué posibilidades de supervivencia tiene el pasaje a bordo. El accidente fue de hecho similar al protagonizado en Iowa en julio de 1989 por un avión de United Airlines que volaba de Denver a Chicago. Su motor de cola falló y la nave acabó estrellándose, dejando un saldo de 111 fallecidos y 185 supervivientes.
Tras examinar los resultados los expertos concluyeron que en el siniestro del Boeing 727 no habría sobrevivido ninguno de los pasajeros acomodados en la fila siete en adelante. El asiento 7A, de hecho —precisa US Today— salió disparado a una distancia de 152 metros. De haber sido un accidente real, los viajeros situados cerca de las alas habrían sufrido algunas lesiones y los mejor parados serían los localizados en la parte posterior, la situada más próxima a la cola.
No fueron las únicas conclusiones que obtuvieron. Las cámaras interiores muestran el caos generado dentro del avión por el equipaje de mano al salir disparado de sus compartimentos y confirmaron la importancia de utilizar los cinturones de seguridad y una correcta señalización de las salidas de emergencia.
"Puedes pensar que sabes dónde está, pero de repente te encuentras en medio de una nube de polvo de visibilidad cero. ¿Puedes localizarla?", señala a US Today Johm Hansman, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts.
Conclusiones interesantes para un experimento impresionante, digno de la mejor superproducción de Hollywood y… ¿Único? No del todo. Discovery pudo inspirarse en un experimento previo de la NASA, que en diciembre 1984 acabó estrellando su propio Boeing 720 bien cebado de combustible cerca del desierto de Mojave.
Esa sin embargo ya es otra historia.
Imagen | Unsplash
*Una versión anterior de este artículo se publicó en mayo de 2023
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