Tras dos años de sequía, la dinastía de Assassin’s Creed vuelve y vuelve para lucirse, para retratar un escenario que cualquier devoto ansiaba. La fatiga crónica que sufría la saga ha sido sacudida con nuevas influencias, nuevas mecánicas heredadas de los exponentes más fuertes del género y la firme intención de marcar un camino a seguir.
En esta nueva entrega, no todo brilla con igual rubor, pero sabe hacerse destacar con una estructura más dinámica, un escenario que crece a lo ancho y unas herramientas que conceden más libertad a la hora de encarar las misiones.
Una revolución social
En lo narrativo, Assassin’s Creed: Origins —ACO de ahora en adelante— da comienzo in media res, en el filo de una emergente revolución social, un pueblo que quiere cambios y los quiere ya. Los territorios se han militarizado y recrudecido: somos Bayek de Siwa, un medjay, una especie de soldado profesional protector de una región concreta.
El faraón Ptolomeo XIII ambiciona poder mientras su hermana conspira para hundirlo. En mitad de esta pugna constante, los agujeros del poder fomentan cultos privados y sectarios. Hay ruinas, restos de guerras viejas: el juego nos cuenta que hubo un importante antes y habrá un decisivo después —aquí puedes encontrar más material sobre este periodo histórico—.
Es una decisión de estilo interesante: no vivimos el esplendor de Egipto, ese reinado de Ramsés II a la sombra de su padre Seti I, el faraón guerrero. Tampoco vivimos el período religioso de Akhenaton, momento cardinal en los preceptos religiosos y esa puja constante entre el viejo mundo y uno nuevo que se impone.
El equipo de Assassin’s Creed Origins prefiere hablar de trasvase cultural, remontándose a la influencia helenística: durante gran parte del juego vivimos bajo el reinado de Cleopatra VII, “sometidos” por una República Romana comandada por el gran Julio César—. A los ptolomeicos no les costaba renunciar a la convivencia a costa de aumentar su influencia: Cleopatra, en cambio, defendía con uñas y dientes lo suyo. Sí, puedes entrar en Alejandría y leer a Euclides. Un sueño hecho realidad.
Y una nueva forma de jugar
Assassin’s Creed: Origins es la suma de ‘The Witcher 3: Wild Hunt’ en la faceta rolera: es decir, árbol de habilidades sencillo, limitado hasta el nivel 40, crafting para la creación de objetos de uso propio, y un ojo constante sobre todos esos numeritos verdes y rojos. En las dinámicas jugables, en cambio, este AC es herencia de ‘Far Cry Primal’ y ‘Metal Gear Solid V: The Phantom Pain’.
Siguen las atalayas, las referencias veladas y explícitas a un tiempo y un lugar, bajo un chorreo constante de datos más o menos historicistas en torno a deidades y lugartenientes. Pero este es quizá el menos ‘Assassin’s Creed’ de todos los AC. En absoluto podría traducirse como algo negativo: las mecánicas de caza implementadas en la tercera entrega le sentaron de maravilla. Mejor aún el sistema de navegación y gestión de tripulación visto en su cuarta entrega, ‘Black Flag’ —de quien toma equipo de desarrollo y algunos elementos—.
En cualquier caso, se pierde esa dinámica coral a favor del héroe solitario, como podría ser Geralt de Rivia: todo el pueblo nos suplica, nos pide ayuda para encontrar libros, cabras, hijos o reliquias. Y, sin embargo, también recuerda poderosamente a la primera entrega, al análisis del terreno pensando a escala reducida. Que la vastedad del mapa y esas 40 horas de partida el país no nos engañen: AC fue concebido como un ‘Prince of Persia’ disfrazado de ‘Hitman’. Y así responde.
Claramente, el equipo galo ha aprendido de los tics de ‘Metal Gear Solid V: The Phantom Pain’, en esa estrategia de marcar y derribar, de estudiar patrones de movimiento para detectar los puntos ciegos donde colarse. De hecho, la aniquilación total es sólo una opción. Perdemos el mapa a favor de una brújula menos invasiva —similar a la de la saga ‘Fallout’—. Por fin dejamos a un lado ese mapa lleno de iconos y a favor de un modelo sobrio, de interrogaciones y sugerencias que vamos desvelando poco a poco.
Ganamos también, con respecto a anteriores entregas, un sistema de combos mediante melee/dash/cobertura similar a 'Bloodborne', pero sin la visceralidad de éste. Desde el mismo tutorial ya se nos alerta algo que nos vendrá genial después, en la arena: hay que aprender a cubrirse, a esquivar, a aprovechar cuando rompes la guarda al rival.
Como es tradición, se mantiene el amplio abanico de armas y vestimenta de época —y elegir entre tres arboles de habilidades distintos: el Oráculo, el Guerrero y el Cazador—, pero ahora son siervas de ese contenido propio de un RPG: las piezas cuentan con distintas categorías de color que aluden a su calidad.
Años de revisión consciente
La tradicional vista de águila también hace uso de esa mentalidad simplificadora: apenas actúa como un pulso, como un radar que remarca objetos ambientales: no los enemigos. Para marcar los enemigos debemos recurrir a otra vista de águila, esta vez real.
En ‘Far Cry Primal’, cuando medrábamos en la habilidad ‘Señor de las Bestias’ desbloqueábamos las habilidades de un búho cazador, con el que estudiar el terreno o incluso debilitar las filas enemigas. En ACO heredamos estas mecánicas y contamos con Senu: este águila de Bonelli veterana puede ayudarnos a detectar tesoros repartidos por el mapa, peligros, las materias más interesantes (pieles, para modificar nuestra vestimenta) e incluso localizar naufragios. Eso sí, no podremos volar con ella en mitad de una tormenta de arena.
Porque hay tormentas y hay cambios en los comportamientos de los ciudadanos. Según vayamos medrando como libertadores, el pueblo se hará eco de nuestras hazañas, las comentarán en corrillo, mientras los enemigos serán cada vez más feroces. Son evidentes las resonancias en la forma de desplazarse, convocar a la montura o desarrollar secundarias: ‘The Witcher 3’ ha creado escuela.
La fauna vive su propia vida: las águilas dan caza a otras aves menores, los cocodrilos devoran flamencos, los hipopótamos luchan entre ellos por el territorio, cada recoveco de cada oasis transmite esa sensación de urbe vívida. Si nuestro caballo se incendia, prendemos los objetos del entorno: o saltamos corriendo o podemos morir calcinados. Si nos aproximamos demasiado a según qué orillas, el mismo caballo o camello puede acabar devorado por un cocodrilo.
Aprendiendo a bailar
Según avanzan las horas percibimos que estamos ante un juego repensado, que viene de trazar distintos caminos y tomar decisiones muy específicas: los coleccionables son algo más dinámicos, ya que cada ubicación cuenta con uno o varios objetos a conseguir, a la manera de las islas de ‘Black Flag’, y son usados para hacer crecer tanto el lore general del juego como la información de la propia misión en curso.
Sobre la forma de jugar, esto no se traduce en nada que no hayamos visto: los objetos contextuales se saquean con un toque, los cofres y zonas de exploración especial requieren una pulsación larga. Esto genera ese baile de timing donde nos encontraremos en una tumba a medio saquear mientras pulsamos repetidamente triángulo/Y por todo el escenario pero, si nos despistamos, dejaremos lo más interesante sin recoger.
Es en los pequeños detalles donde ACO destaca: en el “mundo real”, esa parte de la narración que preferimos obviar pero nos llevará por fechas como 1945 o la misma actualidad, no podemos activar el Modo Foto. Por poder, podemos acelerar los diálogos.
Y aquí es donde se desvela más autoconsciente: ACO quiere ser severo. A no ser que juguemos en su modalidad más fácil con el autoapuntado, se nos penalizará bastante. El juego se presta al sigilo. Y es ahí donde brilla: nada como esconderse y estudiar el terreno desde alguna montaña cercana, como un Solid Snake con un khopesh y un arco envenenado. Si queremos convertirnos en el asesino más poderoso del todo el norte de África, más nos vale prestar atención a todos esos jugosos tesoros que albergan las mejores armas.
Dónde queda este origen respecto al resto
‘Assassin’s Creed: Origins’ es vástago de su tiempo. Abundan las facetas sociales —pudiendo puntuar fotos ajenas con corazoncitos—, las microtransacciones, y por error acabaremos dentro del menú en más de una ocasión. Tal vez picaremos, tal vez lo ignoraremos, pero ahí están, recordándonos que los tiempos han cambiado. Todas las facetas del juego lucen a un gran nivel: la banda sonora evoca los mejores momentos de 'Assassin’s Creed IV: Black Flag' —también firma Sarah Schachner—, nos traslada a ese Egipto convulso e irrevocable, haciendo uso de instrumentación étnica.
Y si hablamos de aspectos gráficos, los tráilers no han engañado a nadie: todo lo que hemos visto hemos podido jugarlo. La distancia de dibujado, las transiciones entre Senu y Bayek —e incluso las escenas de su pasado como padre de familia— son limpias y ágiles. Y los tiempos de carga más breves que nunca. La superproducción enlaza con los momentos determinantes de la primera entrega e insufla aire nuevo, empuja la saga a ser algo más dentro de un futuro atestado de juegos similares donde las buenas ideas se premian casi siempre.
Mirando hacia ese horizonte de arena, recogiendo las flechas de los cadáveres caídos, cualquier jugador podría decir que sí, que en 'Breath of the Wild' ya se pueden hacer todas estas cosas, que el sistema Nemesis de Sombras de Mordor es más innovador y dinámico. Tal vez.
Pero cuando 'Assassin’s Creed' quiere sacar músculo de esa faceta didáctica copada de lecturas y guiños internos, ese vivir mundos pretéritos desde dentro, nadie lo hace mejor que él. Es de agradecer el rigor con el que significante y significado se dan la mano en un mundo que, para muchos de nosotros, se antoja un jeroglífico incomprensible.
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