La pantalla vuelve a escupirme un despectivo “Has muerto” cuando, efectivamente, he muerto. Cuando ha muerto mi personaje, se entiende. Más allá del metafórico “Game Over” o del pragmático “Insert Coin To Continue” de las recreativas clásicas, este “Has muerto” resulta especialmente irritante debido a la última moda de la industria: una ralea de videojuegos difíciles hasta extremos delirantes, que ha popularizado la franquicia Dark Souls y su sucesor espiritual también concebido por los japoneses de From Software, este "Bloodborne" que me hace un corte de mangas cada cinco minutos.
Personalmente, esta inquina me saca de quicio, pero hay jugadores tradicionales que reivindican esta dificultad extrema e injusta (niveles con salidas ocultas que se localizan casi por casualidad, tortura continua al jugador arrojándole enemigos al límite de los que está capacitado para vencer…) como un regreso a unos tiempos en los que los videojuegos no eran un entretenimiento, sino una odisea.
Dificultad infernal, la nueva tendencia es poner al límite tu paciencia
La popularidad de estos juegos enfermizamente encrespados ha afectado al mainstream, donde todos los juegos no solo ya tienen una dificultad “Infierno en la Tierra”, sino que muchos la traen como opción de salida. Esta tendencia también ha llegado, por supuesto, a la escena indie, donde no solo hace tiempo que el pixelazo gráfico con inspiración en los 8 o 16 bits o la chicharra chiptunera en las bandas sonoras son códigos asimilados por los desarrolladores, sino que imitan con dedicación esa dificultad infernal, lindando lo imposible, de los viejos juegos clásicos.
Una prueba: los ‘infinite runners’, un tipo de juego que nació en los primeros smartphones y tablets como una forma de ajustar las mecánicas clásicas a la obligatoria sencillez de controles de estos dispositivos ha acabado convirtiéndose en juegos independientes recientes, como 'RunGunJumpGun', en enloquecedoras trituradoras de píxels, que no solo guiñan un ojo a los buenos-viejos tiempos, sino que también rinden pleitesía a esta nueva tendencia de machacar la paciencia y la habilidad del jugador hasta el extremo.
¿Hasta esto ha llegado la devoción ciega por el pasado, por el fanatismo de la nostalgia, por el dame-que-me-gusta-todo siempre que nos recuerde a la EGB, por los bocadillos de Nocilla y a por los estimulantes eslogans filocomunistas de 'La bola de cristal'?
¿A reivindicar experiencias absolutamente masoquistas solo porque nos recuerdan a los tiempos en los que había que invertir horas y horas de ensayo y error y apurar un salto justo en el momento preciso para superar un juego? Cuya dificultad extrema venía dada, además, en muchos de los casos, por carencias en la fase de testeo -si la hubiera habido, que esa es otra- o por meras limitaciones técnicas que impedían, qué se yo, controlar el salto en el aire, continuar partidas o desandar mazmorras.
Esta moda por reivindicar lo que nos ha hecho sufrir o lo que nos disgustaba de los ochenta como algo que regurgitado y macerado por el paso de las décadas resulta agradable y positivo es un elemento clave de la nostalgia. Y tiene una doble cara: si la nostalgia clásica es la añoranza de aquellos elementos que nos satisfacían, la nueva nostalgia es la beatificación de aquellos elementos que odiábamos.
Pero además, hay un viaje inverso, uno tortuoso y lleno de amargura: la Retrorotura. El regreso al pasado para descubrir que, aquel grupo musical que adorabas, aquel libro que te mantuvo semanas en vela o aquel videojuego al que dedicaste tus años mozos eran en realidad una soberana paliza.
Retrorotura: las bases
Cuando Xataka me pidió un artículo sobre la Retrorotura, también me preguntaron si conocía el término. Demonios que si lo conozco: lo inventé yo. O sea, no el concepto, pero sí el palabro: la Retrorotura fue el término que se me vino a la cabeza en este vídeo de 2006 donde luzco un pelo que no volverá y un aguerrido acento murciano que (ese sí) sigue ahí.
En el programa 'Nada que perder' de Paramount Comedy le expliqué a Ricardo Castella una sensación muy conocida por los aficionados a los videojuegos antiguos: retomas un título que marcó tu infancia y se te cae el alma a los pies. Por muchos motivos. En el caso de los videojuegos, porque es injugable. O es estéticamente mucho menos digerible de lo que el jugador recuerda. O, sencillamente, el tiempo nos ha hecho presuntuosos y poco impresionables y aquello no es lo que era, da igual.
La Retrorotura es una sensación que atenaza el esófago y escupe en tu memoria: todos estos años has vivido un engaño. Y a menudo los más afectados son los términos medios: Super Mario Bros. o Pac-Man siguen siendo juegos extraordinarios, y el tiempo no solo no les ha afectado en lo más mínimo, sino que les ha colocado en un podio desde el que es fácil contemplar su influencia y calado en sus contemporáneos, sus sucesores y la cultura popular.
Y del mismo modo, los pestiños son a veces reivindicados a modo de 'Museo de los Horrores' o de la 'Jeta Monumental', según hablemos de disforias pixeladas o de plagios demenciales. Aunque hasta esta base que creía inamovible se tambaleó en el transcurso de la redacción de este artículo.
Consciente de que hay un vaso comunicante complejo e irrenunciable entre la Retrorotura y los usos y costumbres de la nostalgia, decido adentrarme en el mismo ojo del huracán. A principios de noviembre se celebra la Madrid Gaming Experience, una espectacular feria de muestras del videojuego en el que hay abundante espacio para el retro.
Tres mil metros cuadrados dedicados exclusivamente a la tecnología antigua y que abarca recreativas en sus muebles originales, máquinas de pinball funcionales, charlas y, por supuesto, una buena cantidad de expositores y negociantes que viven de vender recuerdos a treintañeros y cuarentones. Puestos en los que se agolpan decenas de cartuchos primorosamente precintados, juegos olvidados, máquinas cuidadas a lo largo de décadas.
Y el juego de mesa de Pac-Man. Por cincuenta euracos.
Tras perder unos valiosos minutos meditando acerca de quién vencería en una pelea cuerpo a cuerpo, si el guardián de ese juego o yo, me aproximo a otro puesto plagado de cromos de Pokémon, cartuchos de Super Nintendo y posters de Splatterhouse.
Me atiende Luis del canal de Youtube 16bitsera, coleccionista compulsivo y conocedor de unos cuantos vericuetos de la edad de piedra de los micro-ordenadores y las videoconsolas. Según él, es relativamente habitual esta sensación de desencanto con el pasado, y de hecho me pone un ejemplo escalofriante en el campo del cine: 'Blade Runner'. “La vi muchísimo cuando era un crío pero ahora no puedo, se me ha quedado viejísima”.
Lo que demuestra que la Retrorotura no entiende de clasificaciones categóricas ni de clásicos intocables. Y sentencia: “Hay juegos que eran buenos en su época y ahora no lo son”. Un momento, un momento: ¿cómo funciona esto? ¿La bondad y la maldad son términos relativos? ¿No tiene sentido pensar que un producto cultural del pasado, si era bueno -o malo- entonces lo seguirá siendo ahora? “Es complicado”, asegura con una severidad con la que no podemos sino coincidir tragando saliva. “No tenías otra cosa, era a lo que jugabas. Te creas un sentimiento de ‘Era mi juego de pequeño, que me regaló mi tío’ o cualquier cosa similar para justificarlo”.
Es decir, que entramos en una cuestión de nostalgia como elemento deformador de la realidad… y que luego da el palo al jugador desprevenido, rompiéndole la crisma.
Luis pone también sobre la mesa un factor comercial: la moda de los remakes, los reboots y, sobre todo, los remasters que agarran un juego y lo vuelven a poner en el mercado con una sencilla capa de maquillaje gráfico, y que en realidad son un método para vender una y otra vez un mismo juego sin los inconvenientes coletazos de la Retrorotura: “Un juego de Nintendo 64, si lo pasas por un buen filtro, cambias texturas de cuatro megas a treinta, cambia muchísimo. Se aprovechan de nuestra nostalgia porque en la época era lo que teníamos. Los primeros juegos poligonales los pones ahora y te arden los ojos: hay que maquillarlos para tolerarlos en la actualidad”.
Acudo seguidamente al encuentro de Juan Carlos Adonías, uno de los organizadores de esta zona dedicada al retro. Para ser una de las personas más devotas de la informática clásica y los juegos vetustos, no se corta lo más mínimo: “La nostalgia es el retro mal entendido”.
Y continúa: “Todo hardware tiene un uso, y lo que hace muchas veces la nostalgia es impedir ese uso, hacer que el potencial jugador se dedique simplemente a poner una consola o un juego en la vitrina, solo para contemplarlo”. Adonías tiene clara la utilidad del sentimiento nostálgico dentro de la escena: “La nostalgia debería ser un punto de partida, nada más”.
De acuerdo: la nostalgia mal entendida, los recuerdos acríticos no solo son una forma de recordar el pasado que podríamos calificar como "corrupta”, por usar un eufemismo que también tiene acepción en términos informáticos. Es el mal: “En aquellos juegos, en muchas ocasiones la detección de colisiones era asquerosa, o los personajes eran tan lentos que se te echaban en tromba cuarenta mil enemigos y no había quien los evitara, y a eso qué disfrute le vas a dar.Los juegos son, primordialmente, y mucho más los de esas épocas, para divertirse con ellos”.
Y llega a una conclusión, si no opuesta, sí al menos alternativa a lo que me exponía Luis: “Un juego roto siempre lo ha estado, independientemente de lo que supusiera en su tiempo. A lo mejor estéticamente o musicalmente están muy bien, pero a veces no se les puede sacar provecho en lo lúdico”.
Seguidamente abordo a Jaime González, uno de los mayores expertos en retro del país, y uno de los que más inteligentemente ha divagado sobre los efectos perniciosos de la nostalgia ciega. Aunque arranca sus reflexiones otorgándole un inequívoco aspecto positivo: “La nostalgia mal entendida lleva a la Retrorotura, que está bien tenerla en cuenta porque pone en valor el juego: hay juegos que merece la pena volver a jugar y juegos que no”.
En todo momento, Jaime deja claro que entonces y ahora había y hay juegos buenos y malos, y ese juicio no debe cambiar con el paso del tiempo: si era malo entonces, es malo ahora. “Si todo lo que tenemos del volver a encender una consola es recordar cómo te comías el bocadillo de Nocilla”, afirma, “te da igual que el juego sea bueno o malo”. Y remata ominoso: ”Quizás es que ni siquiera te gustan esos juegos”.
Jaime entiende que la Retrorotura no es solo un problema de entonces, de que no nos diéramos cuenta de las hipotéticas maldades de algunos de esos juegos, sino del presente, de que “hoy nadie hace el análisis de distinguir entre los juegos buenos y los malos del pasado”. Parte del problema está en los cronistas actuales: “la mayoría de las vistas al pasado son acríticas, así son todos estos que tienen canales de Youtube de ‘Yo tenía un juego’ o ‘Yo tenía un ordenador’ o esas cosas de nostalgia fácil”.
Para que luego digan de la prensa actual del videojuego y de los famosos maletines con sobornos: “Lo que decía Micromanía que era un 8 no tenía por qué ser un buen juego, había múltiples variables que condicionaban esa nota”. Pero al final, todo queda en una responsabilidad real y actual a la hora de contemplar el pasado: “En los ochenta y noventa también había, como ahora, juegos más y menos conocidos, y es la falta de perspectiva y cultura sobre el pasado lo que ocasiona la Retrorotura, no que los juegos sean mejores o peores”.
Las conclusiones están claras: durante mucho tiempo hemos acusado a la productiva y, en buena parte, tramposa y maquiavélica industria del entretenimiento digital de los ochenta y noventa de tirarnos a la cara infraproductos vestidos con bellos ropajes.
Secuelas de cuarta categoría que escondían refritos pixelados aprovechando códigos mil veces manoseados. Juegos clónicos con la tecnología punta (o sus sosías) como única excusa. Fiebres absurdas enmascarando desidia creativa. Pero al final resulta que los problemas no estaban allí, sino aquí: si un producto cultural no merece pasar a la posteridad, para darle su merecido lo tenemos tan sencillo como dejar morir su recuerdo.
Lo que a veces no entendemos es que para eso… hay que dejar de reivindicar a ciegas todo aquello con lo que crecimos. Un poco de nostalgia con sentido crítico no nos va a hacer ningún mal.
Camino de la salida, me tropiezo con un mueble de recreativa dedicado al videojuego de Superman de Taito. Superman ha tenido una trayectoria desastrosa dentro de los videojuegos: el mítico Superman 64, uno de los peores juegos de todos los tiempos, es símbolo de una época, la de los primeros pasos de los gráficos poligonales.
Este juego de recreativa con el que me topé, sin llegar a ese legendario apocalipsis poligonal, refrenda la mala fama que tienen los productos digitales inspirados en el héroe DC, con una aventura aburrida y casi inmanejable, vistosa en lo gráfico pero repetitiva y desganada.
De hecho, el Superman de Taito es famoso por cuestiones ajenas al juego en sí: su constante y despreocupada traición a la mitología de Superman, con poderes nunca vistos, una forma ridícula de combatir y la aparición de un segundo jugador ataviado como una versión en tonos enrojecidos del uniforme original del héroe. Al parecer, el proyecto original incluía un personaje de Supergirl para el segundo jugador, pero posiblemente las prisas dieron al traste con la intención.
En cualquier caso, es un juego desastroso cuya única virtud era combinar con cierta desvergüenza (aunque con poca soltura) mecánicas de pegatiros de naves y de lucha barriobajera y que, en esta ocasión, tal y como me lo encontré en la Madrid Gaming Experience, sin embargo, brillaba en un soporte indigno de su bajeza: el mueble de recreativa donde estaba instalado era una auténtica preciosidad, con dibujos clásicos a lo Neal Adams en laterales y frontal.
La belleza de la decoración del mueble casi me hace olvidar el hecho de que un par de jugadores estaban a punto de acabarse el juego, y se iban abriendo paso por niveles muy avanzados y que yo nunca me había molestado en ver.
Corroborando que eran tan horrendos como todos los previos que ya conocía, pero fascinado con la paciencia de los dos colegas, que luego se me presentaron como Antonio y Miguel, me quedé a ver cómo la máquina acababa brindándoles, al final, un escueto y cansado mensaje de felicitación. Y para hacerles un par de preguntas: ¿han pasado media hora sufriendo con esta adaptación imposible por puro vicio, por completismo o por retroceguera?
-¿Os gusta realmente este juego?
-Sí, es uno de los mejores juegos de Superman que se han hecho nunca.
-Bueno, supongo que sabréis que eso no es mucho decir.
-Ya, pero eso no quita para que éste lo sea.
Me rasco la calva y desvelo a la pareja el objeto de mis preguntas. ¿Son víctimas de alguna de las formas de nostalgia que llevo toda la mañana desentrañando, capaz de teñir de rosa ciertas zonas indignas de nuestro pasado? Cuando les doy la oportunidad de reconocer que quizás el juego no sea gran cosa es cuando conceden que eso es lo de menos ante la experiencia de reencuentro con un pasado más feliz: "uno tiene buen recuerdo del juego porque lo vivió en una época que recuerda de forma positiva. Es posible que el juego no sea como los de ahora, pero es ese recuerdo el que hace que te siga gustando".
Quizás las cosas, después de todas estas conversaciones y reflexiones, no hayan quedado demasiado claras para el jugador medio que se sumerge en el retro en busca de un entretenimiento sencillo y sin fuste, para recordar tiempos en los que todo era aparentemente más intrascendente. Y quién soy yo para interferir en ese recuerdo.
Cuando salgo del recinto dedicado a los juegos retro, camino de esa desolación del alma que son las explanadas de los alrededores del Palacio de Congresos, paso por los stands que rinden pleitesía a la gran fiebre de los videojuegos del último año. La realidad virtual, ante la que se han postrado de hinojos compañías independientes y grandes corporaciones, estudios minúsculos y multinacionales del entretenimiento.
Puede que la nostalgia sea una sensación demasiado compleja como para analizarla a la ligera, pero por si acaso los treintañeros del año 2038 se pasan por aquí cuando llegue el momento, que quede constancia: no os dejéis engañar por los recuerdos de una infancia ya esfumada. Toda esta movida de las gafas gigantes de 2016 es horrible. Horrible.
Ver todos los comentarios en https://www.xataka.com
VER 44 Comentarios