El mes pasado, una poco conocida conferencia intergubernamental organizada por la ONU fracasó miserablemente. Solo tenía un objetivo, era la quinta vez que lo intentaba y el octavo año de negociaciones: fueron incapaces de ponerse de acuerdo. En cuestión de meses, decenas de empresas mineras van a comenzar a extraer minerales del fondo oceánico y nadie va a poder fiscalizarlas.
Las regiones más recónditas del mar están a punto de cambiar para siempre y se nos está acabando el tiempo.
"La minería más polémica del mundo". De eso tiene fama la minería de alta mar (o de aguas profundas): de ser algo poco conocido, algo que se discute en despachos oscuros y poco importantes; pero que va a definir el futuro cercano de dos tercios de los océanos del mundo. Y todo el mundo tiene intereses, objetivos o convicciones en el asunto. Por un lado, las empresas mineras aseguran que los minerales que podemos extraer de los fondos marinos son esenciales para asegurar el éxito de la transición energética. Al fin y al cabo, la "descarbonización" del mundo conlleva unas necesidades enormes de materiales con los que fabricar baterías y otros dispositivos (como las turbinas eólicas o los paneles solares).
Por el otro lado, los activistas medioambientales (pero también otras industrias como la pesquera) denuncian los riesgos de perturbación de caladeros, contaminación de aguas o destrucción de ecosistemas que entrañan este tipo de prácticas. Prácticas que, por otro lado, son muy difíciles de fiscalizar. Los riesgos, aseguraban desde este lado en The Guardian, son muy grandes para justificar nuevas licencias.
Siete años sin avances. Se lleva hablando de minería en alta mar desde hace mucho tiempo. De hecho, la Autoridad Internacional de Fondos Marinos (ISA) lleva siete años tratando de crear un tratado que la regule. Siete años que ha servido de poco porque empresas, países, activistas y académicos han sido incapaces de llegar a un acuerdo. Sin embargo, el 25 de junio de 2021 una pequeña isla del pacífico lo cambió todo.
Ese día, un representante de la república de Nauru se plantó en Kingston (Jamaica) para notificar viva voce a la ISA que tenían la firme intención de comenzar a extraer minerales del fondo marino de océano Pacífico en cuanto fuera posible. Ese "cuando fuera posible" era un eufemismo.
Una bomba de tiempo. La carta de Nauru activaba una "bomba de tiempo". La ISA tenía dos años para “completar las normas, reglamentos y procedimientos necesarios para facilitar la aprobación de los planes de trabajo para la explotación"; si no lo conseguía, Nauru actuaría por su cuenta y la minera canadiense The Metals Company empezaría a minar en Clarion-Clipperton, una zona del Pacífico Norte entre Hawái y México conocida por ser rica en todo tipo de minerales. Ese, además, sería el pistoletazo de salida y decenas de países se pondrían a "hacer la guerra" por su cuenta.
Tiempo que se está acabando. El problema, como señalaba 'Science' en un editorial hace unos días, es que la ventana de tiempo cada vez es más estrecha. Todo el mundo es consciente del papel que juegan los ecosistemas de alta mar en la regulación climática del mundo, pero también son conscientes de la enorme cantidad de dinero que hay ahí abajo esperando a que alguien lo recoja.
De hecho, son los países insulares (los más expuestos al cambio climático) los que se ven más necesitados de esas licencias mineras: es la única forma de sufragar las infraestructuras necesarias para no desaparecer tragados por el agua. Ese es el caso de Nauru. Es decir, estamos frente a una enorme "pescadilla que se muerde la cola" y no parece que vayamos a tener margen para solucionar el problema. Sí tendremos, en cambio, para arrepentirnos de no haberlo hecho.
Imagen | Jeremy Bishop
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