Si alguien nos pregunta por un lector de libros electrónicos, lo primero que se nos viene a la cabeza es un Kindle. No un Kobo, un Woxter o un Targus. Lo mismo con los relojes inteligentes: está el Apple Watch y luego alternativas menos populares como los modelos de Samsung, Huawei o Fossil, por ejemplo.
Ese dominio absoluto del mercado se traslada a otros dispositivos como los auriculares inalámbricos —con los AirPods como dueños y señores del mercado— o las tabletas puras (aunque el iPad cada vez lo sea menos). La situación no solo afecta a productos hardware, sino a un buen montón de servicios —muchos de los de Google, por ejemplo— que parecen no tener competencia aparente. Eso, queridos lectores, es un problema enorme.
Las opciones importan
Mis niños me gastaron hace ya tiempo la broma que muchos conoceréis. "¿Oye papá, cómo se piden las cosas?", me preguntaron. Ignorante de mí, contesté con confianza "por favor". Ellos rieron y dijeron "no papá. Se piden por Amazon". "Qué graciosos los enanos", me dije a mí mismo.
Aunque pensándolo mejor, quizás lo gracioso no lo sea tanto. Esa broma es retrato de una situación peculiar y preocupante. Amazon lo hace tan bien que es difícil no aprovechar las bondades de su tienda online, en la que sueles poder encontrar de todo a buenos precios y con tiempos de envío absurdamente reducidos (en estos días quizá no tanto).
Hay opciones a Amazon, por supuesto. También las hay al Kindle, al Apple Watch, a los Airpods o al iPad. Y desde luego también las hay al buscador de Google, a Google Chrome o a Gmail. El problema es que aun siendo igual de buenos o mejores, no los usamos demasiado.
Todos esos dispositivos y todos servicios tienen cuotas de mercado asombrosas que dejan muy atrás a los competidores. Peter Thiel, confundador de PayPal y uno de los primeros inversores de Facebook, estaría orgulloso. En una de sus célebres conferencias explicaba que "si eres un emprendedor que lanza una empresa, siempre debes apuntar al monopolio y siempre querrás evitar la competencia".
Es una mentalidad peligrosa, eso seguro, pero también probablemente cierta para muchos de esos productos y servicios que disfrutan de una cuota de mercado perfecta: una que evita que sean considerados monopolios de facto, aunque se lo pongan muy difícil a sus competidores. Thiel iba más allá en otra de sus célebres citas en este ámbito: "cualquiera que tenga un monopolio fingirá que está en un entorno increíblemente competitivo".
La culpa de que no haya competencia es (en parte) nuestra
Que Chrome tenga un 67% de cuota según NetApplications no es casualidad. Hay mucho buen trabajo detrás, pero también es cierto que Firefox, Opera e incluso Internet Explorer han tratado de hacerlo igual de bien. Ninguno es especialmente superior al resto, y todos son propuestas válidas para hacer de todo a la hora de navegar por internet.
Y sin embargo, Chrome es usado por dos de cada tres personas que usan un navegador en nuestro planeta. Es una absoluta burrada, pero no es un caso aislado: Netscape tuvo una cuota que superó el 80% del mercado en el año 1996, e Internet Explorer superaba el 90% cuando dio comienzo el nuevo milenio.
La mayoría de productos tienen su ciclo de vida y de dominio del mercado. Ocurrió con los navegadores y ha ocurrido y seguirá ocurriendo con otros muchos productos. Lo curioso, al menos desde mi punto de vista, es que parece como si ciertos productos fueran inmortales: a quienes vivimos aquella época nos parecía casi imposible que algún navegador pudiera quitarle aquella posición de privilegio. Desde entonces, claro, ha llovido un montón.
Las mismas dudas me surgen ahora con el Kindle, el iPad o el buscador de Google. Todos tienen buenas alternativas que permitirían que no tuviésemos que depender tanto de esos productos, pero seguimos dale que te pego con ellos: no porque sean necesariamente los mejores, que también, sino por el efecto red. Ya sabéis ese escenario en el que el consumo de una persona influye directamente en la utilidad de otra: si todo el mundo usa WhatsApp, Signal —una alternativa mucho menos conocida, pero Open Source y cuyo protocolo de cifrado de extremo a extremo usa la propia WhatsApp— lo tiene complicado.
Hay otros factores que influyen en ese dominio tan brutal. Los ecosistemas que los fabricantes imponen a los usuarios hacen que cada vez acabemos más encerrados en esos ¿maravillosos? jardines amurallados, y Apple es el ejemplo perfecto aquí: el iPhone es excusa para comprar los AirPods y, ya puestos, el iPad, el Macbook y el Apple TV. O lo que sea.
Google es lo mismo, pero en servicios, y confieso que sigo estando atrapado por Gmail aunque haya logrado escapar de Chrome o del buscador —y haya salido vivo con mucha más tranquilidad de la que esperaba—.
Con otros la cosa es más difícil, y lo es por esa eterna baza con la que juegan todas las empresas tecnológicas: la de que sus servicios son demasiado buenos o incluso suficientemente buenos. Lo bastante como para que nos dé más pereza cambiar a otra alternativa (con todo lo que eso supone) que mantenernos en el redil.
Es gracioso (por no decir otra cosa) pensar ahora cómo Apple hizo una campaña de márketing fantástica con aquel "Think Different" para que al final todos acabasen (acabásemos) pensando igual. Lo raro, de hecho, es pensar diferente cuando hablamos de relojes inteligentes, de auriculares inalámbricos, de tabletas e incluso de móviles en países como Estados Unidos, donde hay tantos prácticamente iPhones como móviles basados en Android.
Así pues, es evidente que los productos y servicios tienen que estar bien hechos para triunfar, pero más allá de eso quien acaba definiendo el mercado no son tanto las empresas como los usuarios.
Dicho de otra manera: tenemos los pseudomonopolios que nos merecemos. ¿O no?
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