No solo no lo sabía sabía, sino que no podía siquiera intuirlo. Pero cuando tomó la palabra el 2 de febrero de 1786 en la Asiatic Society de Calcuta, William Jones estaba a punto de cambiar todo lo que creíamos conocer sobre los lenguajes del mundo.
Se levantó y explicó algo que le venía obsesionando desde hacía tiempo: que entre el griego clásico, el latín y el sanscrito había "una afinidad mucho más fuerte [...] de la que podría haber sido producida por accidente. Tan fuerte, de hecho, que ningún filólogo podría examinar los tres juntos, sin creer que han surgido de alguna fuente común".
Con 35 palabras, Jones acababa de desplegar el árbol genealógico más extenso del mundo, una "familia" que hoy alcanza los 3.200 millones de palabras. Acababa de dar carta de naturaleza a algo que muchos otros habían intuido sin poder demostrar: que una vez hubo una lengua que hoy llamamos indoeuropeo.
En busca de 'Urheimat'
Durante los siguientes 150 años, la filología comparada reconstruyó minuciosamente la historia de esta familia de lenguas habladas en Europa, Asia y América. Pero había una pregunta que seguía sin respuesta: ¿Cómo era esto siquiera posible? ¿De dónde había salido esa protolengua y cómo se había expandido por medio mundo?
Hasta que, en 1956, la arqueóloga lituana Marija Gimbutas presentó una teoría que, sorprendentemente, explicaba todo: la hipótesis de los kurganes. Muy esquemáticamente, para Gimbutas, lo que mejor cuadraba con la expansión del indoeuropeo era la expansión de la cultura Yamna (o de los sepulcros) desde un punto indeterminado al norte del Caucaso hasta el resto del continente euroasiático.
Pero ¿Cómo consiguieron llegar tan lejos de su lugar de origen (urheimat) lo que no dejaban de ser un grupo de pastores? La respuesta era sencillísima: gracias a los caballos.
Lo que nos dice la teoría tradicional es que los yamnaya fueron los primeros en domesticar al caballo y eso supuso una "revolución del transporte, la comunicación, la subsistencia y la cultura humana" de tal magnitud que el mundo ya no volvió a ser igual. Durante décadas, de hecho, creímos que el mítico lugar originario de nuestras lenguas estaba en Botai, en el corazón de Kazajistán.
Hasta que las piezas dejaron de encajar
Por un lado, en los últimos años, las técnicas osteológicas empezaron a darnos nuevas herramientas para entender la vida diaria en el pasado. Los arqueólogos han aprendido a leer mejor los huesos y han comprendido que no son algo estático: no solo es que determinados tipos de equipos de equitación alteran el esqueleto de los equinos, sino que esto pasar largas horas viajando (a caballo, en carro o a pie) también afecta a los humanos.
Todo esto ha generado el consenso cada vez más creciente de que el registro arqueozoológico parece contradecir la hipótesis de los kurganes: no hay ningún indicio de que los cambios faunísticos que acompañaron a la expansión de la cultura Yamna estuvieran relacionados con los caballos.
Más aún: según la evidencia que han conseguido reunir Lauren Hosek y su equipo de la Universidad de Colorado Boulder, "en toda Eurasia, no se han reportado esqueletos de caballos datados directamente en asociación con equipo de transporte, o que exhiban patología vinculada al transporte hasta después de 2000 a. C.". Casi 2000 años de la expansión de las lenguas indoeuropeas.
¿Qué significa todo esto?
Que tenemos que empezar de nuevo. No desde cero, claro está; pero sí hay que repensar muchas de las cosas que dábamos por hechas. Es decir, "todo esto" son buenas noticias: como suele explicar Rodrigo Villalobos, nos resulta muy difícil comrpender el mundo antiguo porque tendemos a entenderlo con estructuras mentales del mundo moderno.
Eso es lo que explica que la idea de los caballos nos resultara tan plausible y eso es lo que hace que necesitemos tan imperiosamente las nuevas tecnologías y la arqueología experimental: la mejor forma disponible para 'testar' nuestras hipótesis del pasado.
Imagen | Charlotte Venema
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