Entre la pila de frases proverbiales que salieron de la afilada pluma de François-Marie Arouet —el cáustico Voltaire— hay una que define con agudeza qué es la Historia, así escrita, con mayúscula: "El registro de los crímenes y las desgracias". De vez en cuando la crónica de los siglos es fruto sin embargo de algo ligeramente distinto, de crímenes y confabulaciones —algunas guiadas por valores más o menos legítimos y bien meditadas; otras fruto de la improvisación y la codicia— que, por una razón u otra, no cuajaron. Quiebros de la historia que se quedan en el aire.
Buen ejemplo son los mandatarios que esquivaron atentados y emboscadas.
La Segunda Guerra Mundial hubiera sido bastante distinta si el 20 de julio de 1944 el coronel Claus von Stauffenberg —encarnado por Tom Cruise en la película Valkiria— hubiera colocado el maletín en el que transportaba un kilo de explosivo inglés solo unos centímetros más cerca de Hitler. De haber ido según lo planeado por Jordi Conill Vall —conocido como el Camarada Bonet—, Franco habría muerto en agosto de 1962 en un atentado en el Palacio de Ayete, en San Sebastián.
Distinta habría sido también la vida de los católicos ingleses del siglo XVII si el 5 de noviembre de 1605 la Conspiración de la Pólvora hubiera segado la vida de Jacobo I y echo saltar por los aires el Parlamento de Londres. Al frustrarse, el complot provocó todo lo contrario de lo que pretendían Guy Fawkes y Robert Catesby: un claro recrudecimiento de las políticas anticatólicas.
Quizás si estuviera planificado con mayor precisión o por revolucionarios más veteranos, el atentado perpetrado el 1 de marzo de 1887 por un grupo de nihilistas habría acabado con la vida del zar Alejandro III de Rusia. El complot falló y el furioso Romanov quiso enviar un mensaje ejemplar a los adversarios que deseaban su muerte: ordenó que se ahorcara en San Petersburgo a todos los confabuladores, entre ellos a un veinteañero barbilampiño de Volga llamado Alexander Uliánov.
Si el joven ha pasado a la historia no es por su papel en el fallido atentado, sino a causa de su árbol genealógico. Alexander era el hermano mayor de Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin. Cuando el futuro líder de la URSS —por entonces un brillante estudiante de 17 años más interesado por la literatura y la religión que la política— leyó la noticia en la prensa exacerbó su odio hacia el régimen zarista.
El fallido atentado contra Alejandro III no es el único capítulo de la biografía de Vladímir Lenin que —matizando a Voltaire— demuestra que la Historia, en ocasiones, es una crónica que pasa por encima de los crímenes. Incluso cuando estos le salen al paso a rostro descubierto y en mitad del camino. En su libro Vory: la ley del crimen, el profesor Mark Galeotti recuerda el que tal vez sea el episodio que mejor lo ilustra. El suceso ya lo había relatado en 2006 el ensayista ruso Vitali Sgentalinski en Denuncia contra Sócrates y, aunque apenas pasa de anécdota, es un fiel reflejo del tonteo entre el hampa y el devenir de la historia, lo fácil que es cambiar el rumbo de un siglo.
Cuando Lenin se topó con "El Monederos"
Un gélido día de Reyes de 1919, más de tres décadas después de que Alejandro III ordenase colgar a su hermano mayor y ya como líder del poderoso Partido Comunista, Lenin abandonó el Kremlin para visitar a su esposa enferma, Nadia Krúpsakaya. El viaje lo hizo a bordo de un flamante Rolls-Royce negro, uno de los nueve que llegó a reunir en su mansión de Gorki Léninskiye el líder soviético, quien en 1921 mandó incluso que se incorporasen esquíes a un modelo 40/50 Silver Ghost para desplazarse con él por las vastas regiones nevadas de Rusia. En el trayecto para encontrarse con Krúpsakaya lo acompañaban su hermana Mariya e Iván Chabanov, guardaespaldas.
Mientras atravesaban un camino perdido de Moscú, Lenin, Mariya y Chabanov se encontraron con lo que en apariencia era un control de seguridad. Al ver el Rolls-Royce un grupo de hombres vestidos con uniformes les dio el alto. Chabanov receló, pero Lenin le replicó que debían acatar las órdenes como cualquier otro camarada… si bien pocos camaradas había entonces en Rusia que pudiesen conducir coches valorados en decenas de millones de dólares americanos.
Al bajar la ventanilla y asomarse, el líder de los bolcheviques se topó con un hombre que rozaba la treintena y esbozaba una sonrisa tosca, tan cruel que parecía un tajo carnoso abierto a navajazos en un rostro curtido en las gélidas tierras de Siberia. Después de haber sufrido varios destierros, medirse con zaristas, burgueses y mencheviques y convertirse en el líder internacional de los comunistas y de su patria entera, Lenin parecía poco dispuesto a aguantar tonterías.
— ¿Qué sucede? Soy Lenin. — ¿Y qué si eres Lenin? —le espetó el joven sin perder la sonrisa y para pasmo del hombre más poderoso de Rusia— Yo soy "el Monederos" y mando en esta ciudad cuando anochece.
"El Monederos" era en realidad el apodo con el que conocían en el hampa moscovita a Yákov Kuznetsov —apellido que Shentalinski cita en su ensayo como Koshelkov—, un viejo conocido de las autoridades rusas. A pesar de que tenía solo 29 años Yákov era un popular gánster curtido en Siberia que en 1919 cargaba ya con al menos una decena de condenas a sus espaldas. "El Monederos" presumía de ser el jefe de Moscú tras la puesta de sol, pero no tenía ni la menor idea de quién gobernaba Rusia. El nombre de Lenin le sonó a chino. Tampoco reconoció su poblada perilla, ni su cráneo pelado, ni su mirada irónica y desafiante. Yákov solo atendía a un objetivo: conseguir un buen vehículo con el que perpetrar un nuevo atraco.
Y aquel flamante Rolls-Royce le venía que ni pintado.
Sin saber que trataban con el poderoso presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la RSFS, Yákov y sus secuaces obligaron a Lenin, Mariya y Chabanov a bajarse del coche y les quitaron varios papeles y la pistola modelo Browning que llevaba el guardaespaldas. Luego los abandonaron en plena calle. Los tres inquilinos del Kremlin se quedaron tirados bajo la recia ventisca de Moscú, desorientados, sin armas y entregados a su suerte en una Rusia con unas tasas de criminalidad galopantes. Como señala Galeotti, hacia 1918 el índice de atracos y asesinatos en el país estepario se había multiplicado entre diez y quince veces desde la preguerra.
Yákov pecaba de desinformado, pero no era estúpido. Cuando sus secuaces ojearon los documentos que habían robado a Lenin se dieron cuenta de con quién se habían topado. Su actitud fue la propia de los gánsteres del vorovskói mir, el mundo de los ladrones rusos: dieron media vuelta, aunque no para devolver lo arrebatado al líder de los bolcheviques. Su intención —relata el autor de Vory: la ley del crimen— era tomar como rehén a Lenin y embolsarse un jugoso rescate. No les salió bien. Anticipándose a la jugada de “el Monederos”, Chabanov había apartado al mandatario del camino central y lo había ocultado junto a Mariya para ponerlo a salvo de los vándalos.
Un "y si" que podría haber cambiado Rusia
El día de Reyes de 1919 Kuznetsov pasó a engrosar así la lista de gente que podría haber dado un inesperado volantazo al devenir de la historia. Quizás si el gánster hubiera leído más periódicos el sino de la URSS —y por añadidura del siglo XX— hubiera sido otro. La anécdota del Rolls-Royce de Lenin quedó registrada en los expedientes que la KGB guardaba sobre Isaak Bábel y Mijaíl Bulgákov, dos grandes literatos rusos que sufrieron el asedio de las autoridades del régimen comunista —tras sufrir torturas y un juicio sumario Bábel murió en el paredón en 1940, durante la Gran Purga de Stalin—. Allí los encontró décadas después Shentanliski al husmear en los archivos.
Al autoproclamado dueño de la noche moscovita su temeridad no le salió gratis. Las autoridades rusas emprendieron lo que —en palabras de Galeotti— fue una “descomunal cacería humana” para apresar al bandido que había encañonado y robado al líder bolchevique. Sin embargo, gracias a sus contactos en los bajos fondos de Moscú y grandes dosis de sangre fría, Yákov consiguió eludir durante meses a la temible Checa, la policía fundada en 1917 por Feliks Dzerzhinski, germen de la KGB y que no escatimaba en recursos ni falta de escrúpulos al perseguir cualquier acto que juzgase "contrarrevolucionario". Para desesperación de sus agentes, cada vez que la Checa estaba a punto de poner las esposas a Yákov el vándalo conseguía escurrirse entre las sombras.
La suerte de "el Monederos" tenía sin embargo fecha de caducidad. Se agotó en julio de ese mismo año, cuando cayó fulminado bajo una lluvia de balas. Quizás si no se hubiera topado con Lenin y fuese algo más discreto con sus fechorías Yákov hubiera salvado la vida. Aunque el Comité Revolucionario Militar había dejado claro que acabaría con cualquier maleante responsable de "atracos, tiroteos o derramamiento de sangre" en Petrogrado —actual San Petersburgo—, la criminalidad estaba al orden del día en esa y otras ciudades del país.
Como apunta Galeotti, el propio Lenin propició una bien calculada ambigüedad con el hampa. "Al identificar a los ricos y delincuentes comunes como los enemigos del socialismo, dejaba fuera de manera implícita a los delincuentes no tan comunes, convirtiéndose en su aliado potencial. Fue un pacto más de los acordados durante la Guerra Civil que darían forma al resto de la era soviética", incide. Ese vínculo, la necesidad del contrabando y el caldo de cultivo temperado por Stalin en los gulags de Siberia ayudaría a dar forma en gran medida a los vori v zakone, los viejos bandidos rusos, brutales y con el cuerpo repleto de tatuajes, que hacían gala de un férreo código de conducta.
Yákov, el vándalo fanfarrón que robó a Lenin, murió en 1919, hace justo un siglo, pero no sin demostrar antes que en ocasiones la Historia se escribe sorteando al crimen.
Imagen: Pyotr Novitsky (Wikipedia), Flickr, Andrey Korchagin (Flickr), Полиция Российской империи (Wikipedia)