Entre el verano de 1940 y la primavera de 1941 la Alemania nazi sembró el caos en Reino Unido. Los aviones de la Luftwaffe descargaron sobre las principales ciudades del país bombas que mataron a decenas de miles de personas y redujeron edificios a poco más que escombros y cenizas. Durante meses Londres vivió entre el aullido de las sirenas antiaéreas, el retumbar de las detonaciones, un horizonte teñido por las llamas y los cañonazos con los que las tropas británicas intentaban limpiar el cielo de bombarderos y cazas germanos.
Antes de que Alemania se centrase en otros objetivos sus bombas dañaron edificios emblemáticos de la City. Buckingham Palace, Temple Church o Westminster sufrieron las terribles descargas de la Luftwaffe. Aún hoy cuando los turistas visitan la célebre abadía donde reposan los restos de Isaac Newton y Charles Darwin pueden apreciar parte de los destrozos ocasionados durante el Blitz.
Aunque pasó mucho más inadvertida, los bombarderos nazis dejaron otra secuela en el corazón de Londres: borraron para siempre una de sus sonrisas más longevas (con permiso de las momias del British Museum), la que durante 166 años había brillado día y noche, sin pausa ni flojear un solo minuto, en el rostro de Maria Van Butchell.
La desdichada Mary descansaba desde hacía más de siglo y medio en una esquina del Royal College of Surgeons cuando en mayo de 1941 un bombardero la sepultó entre escombros. En realidad Maria había muerto bastante antes de que Hitler hubiese nacido, en 1775. Su pasamiento no habría tenido nada de especial si no hubiera estado casada con uno de los ingleses más excéntricos del siglo XVIII: Martin Van Butchell, un sacamuelas que se paseaba por la City a lomos de un poni pintarrajeado con lunares de colores y con una luenga barba de Merlín.
Embalsamar a tu mujer, ¿acto de amor?
Cuando en 1775 Martin perdió a su esposa decidió recordarla de la forma más disparatada (y siniestra) que se le pasó por la cabeza. Con la ayuda de los doctores William Hunter y William Cruikshank embalsamó su cadáver. Además de conservantes, durante la macabra operación recurrieron a piezas de cristal que simulaban los ojos de Mary y tintes para dar vitalidad a sus mejillas. El raído vestido con el que se había casado años antes les sirvió para engalanarla.
La decisión de Martin no era habitual, pero tampoco un caso único en el Londres del siglo XVIII. Trece años después un viajero francés relataría con mal disimulado estupor qué se había encontrado durante su visita al laboratorio del anatomista británico John Sheldon: el cadáver desnudo y embalsamado de su amante, una joven que había fallecido por las mismas fechas que Mary Van Butchell.
El cuerpo de la amante de Sheldon descansaba en el fondo de una caja de madera. Gracias a una tapa acristalada el anatomista podía presumir ante las visitas de la magnífica labor que había realizado. "Tenía el cabello castaño fino y se extendía como en una cama", dejaría escrito el francés entre sus notas. "Sheldon levantó el cristal y me hizo admirar la flexibilidad de los brazos, una especie de elasticidad en el pecho e incluso las mejillas. También la preservación perfecta de los otros órganos del cuerpo. Incluso la piel retenía parcialmente su color, aunque se expuso al aire".
A diferencia de Sheldon, Martin no se contentó con colocar a Mary en una discreta esquina de su casa, donde poder contemplarla en la intimidad o enseñársela a sus conocidos. El lugar que escogió es el que lo ha aupado al pódium de los ingleses más excéntricos. El cuerpo embalsamado terminó en la sala de espera de su clínica dental.
Lo que en apariencia fue la chifladura de un sacamuelas que cabalgaba a lomos de un poni pintado resultó ser una exitosa campaña de marketing. Según las crónicas de la época, Butchell era un dentista bastante competente. Lo que empezó a atraer a cientos de clientes a su consulta sin embargo no fueron sus habilidades con las tenazas, sino el cuerpo momificado de Mary, que se convirtió en su mejor reclamo. La gente quería ver aquella momia sonriente de ojos vidriosos.
¿Extraño? No tanto. Como recuerda Antonio Laguna Platero en su artículo "Sacamuelas y charlatanes", hasta bien entrado el siglo XX no resultaba difícil encontrase con personajes como Butchell. La mayoría eran embaucadores ambulantes con más habilidad para el espectáculo que conocimientos médicos. Si adolecían de formación académica lo suplían con creces con su refinado talento para el autobombo.
Ya en la Edad Media la labor de los sacamuelas se planteaba con frecuencia como un espectáculo público. Su gancho era infalible, tanto que sigue siendo el ingrediente fundamental de muchos de los shows de hoy día: el sufrimiento ajeno en directo. El dolor de muelas además no hacía distingos entre ricos y pobres; arrancaba las mismas lágrimas al rey que al más humilde mozo de cuadras, al papa y al novicio.
¿Embalsamar como acto legal?
Pintores como Theodoor Rombouts plasmaron con sus pinceles cómo actuaban estos artesanos de la tenaza. En El charlatán sacamuelas (cuadro que se puede visitar en El Prado) el artista de Amberes retrata a un "dentista" en acción que tira con fuerza de la mandíbula de su paciente ante un público fascinado. La única credencial que precisa el charlatán la lleva colgada al cuello: un rudo cordel en el que ha ensartado las muelas extraídas a lo largo de su carrera.
Las tácticas publicitarias a las que recurrió para ganar clientela han eclipsado al Van Butchell dentista. En su época se le consideraba un profesional habilidoso que ejerció la odontología durante más de dos décadas y alcanzó cierto éxito entre las familias adineradas de Londres. Además de a la extracción de dientes se dedicaba a tratar fístulas, hemorroides y dolencias del tracto gastrointestinal.
De lo que no hay duda es de que a Martin le encantaba la puesta en escena de los charlatanes. Crónicas y grabados lo muestran con una frondosa melena y barba hasta el pecho, ataviado con bombín y unos finos anteojos al más puro estilo de John Lenon. En los retratos sostiene la fusta con una mano mientras con la otra aprieta las riendas de un poni de pelaje multicolor. De esa guisa debía pasearse Butchell por las calles de la City camino de su clínica.
Sobre esa estampa se ha elaborado un universo de mitos. De Martin se cuenta que (para defenderse de los asaltantes) viajaba armado con una especie de cachiporra elaborada con un fémur humano, que le encantaba cambiar los colores con los que pintaba a su sufrido poni, que se negaba rotundamente a atender a sus pacientes a domicilio o que silbaba cada vez que necesitaba la ayuda de uno de sus hijos.
En medio de ese vasto anecdotario hay una teoría que explica por qué Butchell no enterró a su esposa. Si es cierta, el motivo es incluso más sórdido que el deseo de atraer nuevos clientes: en el contrato matrimonial entre Martin y Mary (afirma el rumor) habría una cláusula que daba derecho al sacamuelas a disfrutar de determinadas propiedades o rentas mientras su esposa permaneciese "sobre el suelo".
Verdad o ficción, lo cierto es que cuando la segunda mujer de Martin lo convenció para que se deshiciese del cadáver de Mary, el dentista se negó a enterrarlo. Quizás por orgullo (tal vez pensase que su obra de momificación estaba a la altura de la de Sheldon) o simple y llanamente para no perder el derecho a sus rentas, Butchell optó por donar al cuerpo de Mary al Royal College of Surgeons.
Allí, en las salas donde se formaban los futuros cirujanos ingleses, siguió Ms. Butchell exhibiendo su pétrea sonrisa durante décadas, ajena a guerras, hambrunas, revoluciones... Y al deterioro de las sustancias de embalsamamiento que (poco a poco) torcieron su boca hasta imprimirle un rictus hastiado. Allí vivió durante más 166 años. Y allí acabó sepultada bajo cascotes en mayo de 1941, después de que un avión de la Luftwaffe arrojase una bomba sobre su cabeza.