El transracialismo es la última frontera del mundo de las identidades. Y buena parte de la izquierda lo rechaza

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En junio de 2015 el mundo conoció a Rachel Dolezal. Ella era profesora de estudios africanos, una activista de los derechos afroamericanos en una ciudad de Washington, presidenta de un importante club de Personas de Color, y, a pesar de su prominente maquillaje y sus casillas marcadas en los censos locales, más blanca que la leche. Llevaba una década haciéndose pasar por mujer negra hasta que sus padres destaparon su realidad étnica en televisión.

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La comunidad afroamericana se indignó por la caucásica impostora que les había robado parte de sus cuotas de raza y puestos de poder y los internautas hicieron su agosto convirtiéndola en el blanco (perdón) de todo tipo de memes. A día de hoy John Oliver, presentador de un importante programa progresista norteamericano, sigue haciendo chanzas a su costa.

Netflix recogió el testigo de la polémica televisiva que siguió durante meses en los platós norteamericanos a los que Dolezal se subía y lo resumió todo en un documental, The Rachel Divide. En él se hablaba sin tapujos de la transracionalidad, como la transexualidad o lo transgénero pero desde el punto de vista de la elección de la raza. Según la versión de Rachel, sus padres, fanáticos cristianos, estaban obsesionados con adoptar niños africanos y la maltrataban a ella y a sus hermanos. Para ella, optar por esta raza era la opción natural, casi de supervivencia.

En ese tiempo también se empezaron a prodigar otros ejemplos de personas que habían cambiado de raza. En muchos de sus casos sus protagonistas son grotescos, impostores desde nuestra óptica, que se habían aprovechado de nuestra ignorancia para abanderar causas que no les correspondían.

Categoría estanca o constructo social

Transracial es un término espinoso. Para empezar, porque está mal empleado y su significado original no era ese, sino “acto de adoptar a un niño de una raza o grupo étnico y colocarlo en una familia de una raza o grupo étnico diferente”. Para seguir, porque no está reconocido por la comunidad científica.

X1080 Ward Churchill, profesor en la universidad de Colorado y activista a favor de los derechos de los indios nativos americanos, el cual afirmaba tener sangre Cheroqui y creek hasta que se confirmó que no tenía ni rastro de fenotipos nativos.

Pero también porque es motivo de debate dentro del seno de los estudios culturales. También después del escándalo Dolezal la filósofa e investigadora Rebecca Tuvel del Rhodes College de Tennessee escribió para la importante revista feminista Hypatia un artículo titulado “En defensa del transracialismo”, donde, con una escritura y unos fundamentos académicos, justificaba y apoyaba que había motivos suficientes como para darle valía al concepto.

El núcleo de su defensa fue que, si la raza es, al igual que el género, un constructo social, si nuestra ascendencia es una característica externa al cuerpo con un valor diferente en diferentes culturas (Estados Unidos es, por ejemplo, un país muy preocupado por estos rasgos personales), hay razones para considerar la teoría transracial como una condición que pueden vivir determinados sujetos, un deseo identitario que puede ser tan importante como el transgénero (aunque la investigadora no hacía la equivalencia entre ambas categorías, ya que, según ella, a nivel histórico y social raza y género operan a diferentes niveles).

Tuvel revolucionó las redes sociales. Se enfrentó a durísimas críticas, cartas abiertas e intentos de cancelación, especialmente desde el feminismo, el activismo negro y la izquierda. La revista posteó una disculpa pública reconociendo que el artículo “no debería haberse publicado”. No todo jugó en su contra: la comunidad académica respaldó en varias ocasiones su texto y se consideró que sus críticas habían sido un “sinsentido”.

El transracialismo seguirá siendo un concepto en disputa por bastante tiempo, no parece que la idea en sí vaya a desaparecer del horizonte analítico. Este mismo año la revista Playground invitaba a sus lectores a opinar sobre el tema en su cuenta de Instagram. También la página y el colectivo de Afroféminas escribía dos artículos al respecto, uno de ellos titulado “«Transracial» no es el nuevo «Transgénero»: por qué la raza y el género no son sinónimos”. Su argumento es el siguiente:

A diferencia del género, que se le asigna al nacer, su raza u origen étnico se basa en la ascendencia. No puedes heredar tu género pero heredas tu raza. El hecho de que estas personas crean que pueden elegir partes de la etnia que desean y luego decidan volver a su blancura es un privilegio blanco en el peor de los casos. Tienen la opción de decidir cuándo llevar las cargas y la discriminación que sienten otras razas y al mismo tiempo cosechar los ‘beneficios’ al tomar dinero de organizaciones creadas para empoderar y ayudar a las comunidades negras.

Esta es la postura más extendida entre los detractores del transracialismo.

A este conflicto ya se adelantaba la propia Tuvel, apuntando a que no se entiende por qué la única experiencia validada para legitimar la pertenencia a una raza sea la experiencia del racismo de forma pasada y no presente, y reprochar que quien ha pertenecido al cuerpo privilegiado y no ha vivido las violencias en su infancia no puede cambiar de identidad es un tren de pensamiento que hemos visto en los grupos anti transgénero.

Niveles de porosidad de la líquida modernidad

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¿Es la raza o el origen étnico una verdad biológica inamovible? ¿O se trata cada vez más de algo que construimos más que padecemos? Según los defensores ideológicos del transracionalismo, si estamos en la era de la “performatividad” de identidades que ya nos descubrió Judith Butler, de la misma manera que sexo y género ya no están unidos, podría caber que la raza es una expresión: de la misma forma que sabemos que pintarse las uñas es femenino, llevar un afro es algo negro.

Un sector de la izquierda es tan reacio a este concepto como otro sector de la derecha ve con buenos ojos la existencia de Rachel Dolezal: es la constatación de que, si las identidades son algo tan fluido, el cielo es el límite y el día de mañana podría haber sujetos que se sienten delfines, unicornios o multimillonarios, lo que de alguna forma hoy nos suena ridículo y serviría, alega la derecha, para desmantelar la legitimidad de la condición trans tal y como la comprendemos hoy en día.

El DSM-5, el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales, dictó en 2012 que los transexuales dejaban de ser a efectos clínicos enfermos mentales. Este documento funciona en nuestro mundo como lo más próximo a la Verdad psiquiátrica. Será este campo el encargado en dictar sentencia en el futuro sobre si la transracialidad es también una vivencia similar. Por el momento para estos manuales los Dolezal del mundo son, oportunistas o no, gente con un problema mental.

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