Si algo ha dejado claro el escenario pospandémico, a medida que el flujo de viajeros internacionales recuperaba su pulso previo al COVID-19 y grandes destinos como España o Japón alcanzaban cifras récord de visitantes extranjeros, es que para una ciudad no siempre es fácil compaginar la doble condición de destino turístico y, lo que es al fin y al cabo, una población con sus vecinos, trabajadores, escolares y jubilados. Lo ha experimentado en sus carnes calles Barcelona, Baleares o Canarias. Y lo experimenta también desde hace un tiempo Lisboa, donde ese complicado equilibrio tiene su propio símbolo: los tranvías.
Sus populares coches amarillos son un potente reclamo turístico y un servicio público que, como tal, cubre una necesidad de la población lisboeta. Desde hace un tiempo sin embargo lo primero se ha expandido tanto que ha acabado desplazando lo segundo.
No digas tranvía, di Instagram. Cada ciudad tiene sus iconos. En París son la torre Eiffel y el Sena. En Londres, el Big Ben y los paseos por Hyde Park. Y en Lisboa, entre otras muchas cosas, los famosos tranvías de suelos de madera, aspecto de la Belle Époque y laterales pintados de amarillo. El problema es que sus coches, sobre todo los de las líneas que pasan por los puntos más emblemáticos, como la ruta 28, han asumido un doble papel.
El tranvía es una pieza del transporte urbano lisboeta, un servicio demandado por los residentes de la capital lusa; pero con el paso de los años —y a medida que Lisboa ganaba atractivo en el mapa turístico internacional— se ha convertido también en un reclamo perseguido por los miles de turistas que llegan cada año a la ciudad y no están dispuestos a marcharse sin colgar fotos de los coches amarillos en sus cuentas de Instagram o TikTok.
"Ya no es para nosotros". Conjugar ambas facetas no resulta fácil. Y los lisboetas son los primeros en reconocerlo. Hace unos meses un reportero de AFP charló con algunos vecinos de la capital portuguesa y constató su malestar por lo saturados que están algunos de los tranvías amarillos, sobre todo los que circulan por las calles más emblemáticas del casco histórico. "¿El tranvía? No es para nosotros. ¡Es solo para turistas!", comenta Luisa Costa, residente de Mouraria, un barrio situado en una colina de la zona antigua especialmente popular entre los visitantes.
Costa, de 60 años, no es la única en pensar así en Lisboa. La agencia francesa habló también con Fátima Valente, una jubilada octogenaria, que se lamentaba de que la saturación de los tranvías no ha parado de empeorar. La propia gerente de Carris, la empresa de transportes de Lisboa, reconoce que "en algunos aspectos la convivencia puede resultar difícil". La crónica de AFP se centra en concreto en el tranvía número 28, un servicio tan popular entre los visitantes que por las mañanas en Praça Martim Moniz llegan a formarse colas de más de una hora frente a la parada.
"Un tranvía llamado devastación". Si hay una voz que se ha escuchado con especial rotundidad es la de la periodista Fernanda Cancio, que a principios de octubre publicó en Diário de Notícias, uno de los periódicos más antiguos, conocidos y leídos de Portugal, una columna con un titular demoledor: "Un eléctrico chamado devastação" ("Un tranvía llamado devastación").
En su artículo Cancio, vecina del casco histórico, recuerda que hace años, en el verano de 2018, los residentes ya pidieron un tranvía 28 "más digno y fiable" y que se buscasen fórmulas para compaginar su éxito entre los turistas y el servicio que presta a los lisboetas que lo necesitan para ir al trabajo o la escuela.
Algo más que un "juguete". La reportera lamenta que los coches de la ruta se han convertido en el gran símbolo de la "sobrecarga turística" de la ciudad y en la práctica operan como un "juguete" para visitantes de otros países que quieren presumir de sus vacaciones en Instagram, "dejando atrás a quienes lo necesitan".
"Además de ser el protagonista de los itinerarios de la ciudad, un encantador juguete de Lego y quedar bien en los imágenes para nevera, el 28 es un medio de transporte, con la ventaja añadida de ser bonito y no contaminar. O lo era, hasta que se hizo imposible", lamenta Cancio en su artículo, del que se han hecho eco otros medios extranjeros, como Fortune o Hurriyet Daily News. Ahora los turistas "hacen cola por centenares" para subirse a él y acaparan todas sus plazas "nada más empezar su trayecto".
Una convivencia complicada. Lisboa no es la única ciudad que ha experimentado lo difícil que es para el transporte público compaginar su doble rol de servicio turístico y ciudadano. En Barcelona se vivió hace no mucho una situación parecida en la línea 116, saturada por los visitantes del Park Güell.
En la capital lusa sin embargo el problema parece especialmente enconado. Los visitante ya disponen allí de tranvías diseñados a propósito para turistas, de color rojo, pero usarlos sale más caro y eso les ha restado atractivo. A eso se añade la complicada orografía de la ciudad y lo tremendamente populares que se han vuelto los coches amarillos en las guías para visitantes.
¿Tan grande es el problema? Más allá de las quejas de los vecinos o las peticiones públicas al Ayuntamiento para que solvente el problema, llegan dos búsquedas rápidas en Google para entender el alcance del desafío. La primera tiene que ver con las guías de viajes y las redes. En las primeras los tranvías se citan con frecuencia como una forma genuina de conocer Lisboa. En las segundas, los coches amarillos se han convertido en todo un fenómeno. La otra clave es el éxito turístico de la capital.
El flujo de visitantes ha ido creciendo a buen ritmo a lo largo de los últimos años —con el parón de la pandemia— y de hecho el conjunto de Portugal logró un récord mensual de turistas extranjeros el pasado verano, con una afluencia especialmente intensa de españoles, franceses, británicos y estadounidenses. En agosto de 2023 ya se esperaba que Lisboa registrarse un dato histórico de 19 millones de pernoctaciones anuales, un 12% más que en 2019, situando el foco político en el debate sobre el "sobreturismo" y sus efectos en los precios de la vivienda.
Imágenes | Shadowgate (Flickr) y Giuseppe Milo (Flickr)
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