"Somos eso: no lo que pensamos ni lo que nos da miedo ni lo que nos preocupa, sino lo que vamos a hacer", escribió hace 50 años Carmen Martín Gaite en 'Retahílas', una novela escrita en la primera mitad de los 70. Y lo cierto es que visto desde hoy (desde 2024, pero también desde los últimos días del año) parece una frase casi profética.
La vida se ha convertido en una sucesión de objetivos, planes y proyectos que... convierte cada segundo en una carrera contra nosotros mismos. Es lo que la escritora salmantina llamaba justo después "ese veneno de los proyectos".
La buena noticia es que cada vez hay más gente convencida de que se puede vivir sin objetivos.
Esa cosa moderna llamada "el sentido de la vida"
Podemos decir con bastante seguridad que la idea moderna del sentido de la vida (el origen más cerca de este aluvión contemporáneo de objetivos, fines y proyectos) nace durante las enormes transformaciones sociales que eclosionaron en los movimientos románticos del siglo XIX.
No es que, previamente, se pensara que los seres humanos eran seres sin fines o bienes a los que aspirar. De hecho, la teleología es una idea ética básica en el pensamiento occidental desde Aristóteles. Sin embargo, era algo dado: teníamos un fin 'natural' y nuestra tarea era completarlo. Lo que no existía, por tanto, era la idea de que búsqueda de ese fin era personal e intransferible.
Durante buena parte de la Edad Media, la sociedad se pensó como un cuerpo. La monarquía era la cabeza; los campesino, el sistema digestivo y el ejército las manos y los pies. Claro que uno tenía objetivos, pero todos estaban englobados en el conjunto funcional del cuerpo social.
Como explicaba Michael Walzer en un ensayo pionero, durante los siglos XVI y XVII, la sociedad deja de entenderse como "un cuerpo" y pasa a verse como "un barco". Ese es el origen de la política radical: lo que antes eran relaciones funcionales organizadas bajo el principio de subsidiariedad tradicional, ahora se convertía un debate político (e incluso violento) sobre la transformación social y el objetivo del Estado.
Era cuestión de tiempo que ese cambio en la forma de ver la sociedad llegara a la forma de ver la vida interior del ser humano. Era cuestión de tiempo que la sociedad se pusiera a girar en torno a la idea de que el sentido de la vida es "un esfuerzo profundamente personal y subjetivo, moldeado por las experiencias, creencias y aspiraciones únicas del individuo"; que "la vida, en su vasta complejidad, no ofrece un significado universal sino que invita a cada persona a asignar su propio significado a su existencia".
La evolución natural de esa metáfora con la que nos entendemos a nosotros mismos nos ha llevado hasta aquí:
Gente tratando de escapar de sí mismos
Y de ese "aquí" (de la idea de 'productividad personal', de ser 'empresarios de uno mismo', de ese "veneno de los proyectos") es de donde quiere escapar cada vez más gente. Hay muchas vías, pero hoy queríamos hablar de una en concreto: la que sustituye 'objetivos' por 'tareas'.
No hablamos de "tareas" en el sentido que se les da, por ejemplo, en una aplicación de gestión personal; hablamos de las tareas en el sentido que les dio el psicólogo norteamericano William Worden: cosas que nos ayudan a restablecer el equilibrio y poder continuar de manera satisfactoria con nuestra vida.
Se trata de dejar de empezar a pensarnos como 'artesanos de nuestra propia vida, carácter y personalidad'. Es decir, como señalaba Richard Sennett, organizar nuestra forma de estar en el mundo para "lograr un vida bien hecha por la simple satisfacción de conseguirlo".
No es nada nuevo, claro. Desde el punto de vista confuciano, la vida virtuosa tradicional ha sido durante miles de años una vida esencialmente ritualizada. Es más, en la visión tradicional, la virtud (ren) es una vida dedicada al li; es decir, una vida completamente regida por rituales cotidianos. Una vida en la que hay cohesión porque hay armonía.
Es algo que podemos ver también en la tradición monástica cristiana, en las prácticas rituales del sufismo o en los usos y modos de los gremios y artes europeos. Es algo, no obstante, que se ha perdido en el mundo occidental.
¿Qué implica esto a nivel práctico?
Hay muchas formas distintas de encarar este cambio. Hay frameworks más elaborados que organizan las tareas en prácticas para "comprometernos con lo que importa", "ganar autonomía", "ser flexibles", "cultvar la serenidad" o "hacer comunidad". No obstante, la aproximación más sencilla se denomina "ritualización"; es decir, la introducción de rituales en nuestra vida cotidiana.
Como decía el antropólogo Bradd Shore, "el ritual es quizás la herramienta más poderosa del conjunto de herramientas humanas que se encuentra en gran medida bajo control local".
Shore explicaba que un ritual es una rutina con esteroides. Si las rutinas son "son formas eficientes de hacer un trabajo creando conjuntos de acciones automatizadas y repetibles". Los rituales son su evolución: la adicción de significado a esos patrones de comportamiento.
De este modo, son prácticas que crean sentido de conexión y pertenencia, generan sensación de propósito y aportan bienestar emocional. Es decir, pueden ser rituales religiosos o culturales, claro; pero también hay muchos rituales sociales (practicar algún deporte en equipo) o personales (relacionados con el autocuidado o la meditación).
La clave, en el fondo, es encontrar prácticas sin más fin que ellas mismas: prácticas que nos ayudan a salirnos de la rueda de objetivos y nos aportan estabilidad emocional.
Imagen | Lala Azizli
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