Es alucinante cómo planteamos siquiera hacer “la locura” de desconectarnos cuando, hace 15 años, no era opcional sino obligatorio. Revisar los carteles de las carreteras en vez de programar el GPS; hurgar en los bolsillos buscando algo de “suelto” mientras localizamos una cabina; el mal trago de preguntar a todo el mundo por una calle y que al final te acompañen mientras te cuentan anécdotas de ese lugar que buscas desesperado.
Vale: las cosas ahora son mucho más fáciles. Pero eso no quiere decir que antes fueran imposibles. ¿Y a la inversa? ¿Es imposible vivir unas vacaciones totalmente desconectado?
Hace unos días me propuse una suerte de retiro analógico. Por las bravas. Porque antes de plantar un pie en el suelo ya había revisado todo mi timeline de Twitter. Porque si hacía tracking de alguna oferta en Amazon y me avisaban a las 3 am, me levantaba para tramitar la compra. Porque no era capaz de esperar a que trajeran el primer plato sin ojear antes los ingredientes, su etimología, la nota en Tripadvisor del restaurante y hasta alternativas de presentación en Instagram. Y comer con el móvil sobre la mesa, claro. Y ya podías preguntarme si me gustaba aquello, que antes debía responder a los grupos de chat de WhatsApp y Slack.
Te sientes incómodo, ansioso, da rabia no formar parte de ese circo que hemos construído entre todos
No, si mandas al cuerno el 4G, Spotify o Facebook, no te conviertes en un romántico de las cartas o te da por escuchar Shostakovich en un tocadiscos. Tampoco respiras mejor o crece tu pelo. Simplemente te sientes incómodo, ansioso, da rabia no formar parte de ese circo que hemos construído entre todos y que tanto nos distrae. Porque feliz no nos hace: la felicidad no es cosa de megas en la tarifa móvil.
Internet es tan real como navegar en barca, como cualquier recuerdo. Lo que viene ahora no es una guía para sobrevivir fuera de ese all-connected-world que nos rodea. Es una reflexión: se puede volver a los 80, a la alternativa analógica, sin el comodín de Wikipedia, comiendo cualquier cosa, sin gifs idiotas ni correos urgentes que no lo son tanto. Y no veáis lo bien que sienta.
Día uno: ¿por qué tomar una decisión tan estúpida?
Llevo 15 días avisando que no estaré disponible. Que, lo siento mucho, pero tengo unos «compromisos familiares» (mentira) y estaré en una zona sin cobertura ni datos. Y lo primero que hago al deshacer la maleta es buscar el móvil. Porque sí, he traído un móvil al hotel: un viejo ladrillo que llevaba varias mudanzas sin usar al que le he metido una SIM con el mínimo saldo que me pedían para abrir línea: 10 euros. Da igual, el número de este idiotphone sólo lo tienen dos personas: mi mujer y un amigo con el que he quedado.
Internet es tan real como todo lo demás, solo que lo demás es mi vida
Después de revisar las instalaciones, las calidades de mi habitación y ver coches pasar por la ventana, empiezo a sentirme incómodo. Esto no ha sido buena idea. ¿Qué hago aquí? Vale, estoy de vacaciones, pero no va a funcionar. Ya no se trata de estar al día de la cartelera, es que todo mi mundo parece construido sobre los cimientos de un smartphone. Así que salgo a la calle. Como diría mi abuela: que me dé el aire.
Si al menos hubiese escapado a un lugar conocido podría charlar con viejos amigos que encontrara. Aquí no me conoce nadie. Tampoco quise hacer trampa y programar puntos turísticos que visitar o eventos a los que asistir. Suerte que en cualquier parte regalan mapas. Estoy en Alicante con la cartografía del pasado. El viaje me ha salido barato. Lo que pase a partir de ahora será como en una road movie de sobremesa.
La primera percepción que tengo es algo que me retrotrae a la infancia: todo se escruta con otros ojos, más atentos. El tiempo pasa más lento, o pienso más deprisa. Leo todos los carteles. Presto atención a los acentos de los viandantes. Y veo como un porcentaje elevadísimo no despega su mirada de la pantalla. Podría correr desnudo y muy pocos se enterarían. Aunque echarían fotos.
Día dos: tampoco es para tanto
Anoche cené el peor dürüm del mundo entero. Mi plan era pasar la tarde en la playa, hacer tiempo y visitar un faro pintado de rojo. Pero conocí a unos brasileños que estaban recorriendo la costa de punta a punta y acabamos perdidos, en una pista, jugando con unos niños al fútbol. También perdí la oportunidad de visitar una casa rural. Si ayer parecía que el tiempo se detenía, hoy no soy capaz de coger el ritmo. Y volver al hotel me dejó exhausto, física y mentalmente. Un consejo: lleva encima libreta y boli, siempre que puedas.
Cogemos el smartphone porque necesitamos sentirlo cerca. Y ese espacio vacío se nota
La dependencia hacia un dispositivo móvil es real, llámalo nomofobia o mero apetito digital. El 82,5% de los dueños de un smartphone seguirá usándolo en vacaciones. El 93% lo llevará siempre encima. Un 70,1% se lo llevará hasta a la playa. Un 51% echará fotos en esa playa. A alguno se le caerá al mar. El 71% de ellos planificaron sus vacaciones por Internet. Más de la mitad, a través del móvil. Cogemos el smartphone porque necesitamos sentirlo. Y ese espacio vacío se nota.
Debo reconocer que también es muy cómodo pasear sin mis trastos habituales, sin el Kindle o pensar a cada poco dónde puedo “conectarme”; apenas el DNI, una Visa a crédito y algo de metálico. También es extraño ese momento donde, cuando todo el mundo dispara las fotos de rigor en algún paseo marítimo, yo me quedo mirando, como un pasmarote. Mi primera acción fue llevarme las manos a los bolsillos. Hasta hace poco ni siquiera eso, solía llevar el móvil en la mano. Al cabo de un par de horas empiezas a pensar que todo lo que no has capturado lo has perdido. Aunque tampoco es tan dramático.
Día tres: ¿qué son todos esos carteles?
Un conductor formado en el nuevo siglo tendrá un problema de verdad. La tremenda inseguridad de viajar sin información adicional, sin la ruta más rápida, los peajes, la densidad del tráfico, las alternativas y horarios públicos: una ceguera para la que no está preparado. La tecnología ha sido decisiva en mejorar la calidad y seguridad del tráfico. 1989 fue el año donde se marcó el máximo histórico de accidentes de tráfico; la culminación de una década con una terrible tendencia creciente. 9344 personas fallecidas cuando no llegábamos ni a los 15 millones de vehículos. Al cierre de 2015, con 28 millones de vehículos, fallecieron 1018 personas.
Al llegar a mi destino vuelvo a sentir esa debilidad de quien no tiene una máquina fiel al lado
Durante todo el viaje voy pensando en esto. Cómo la tecnología nos transforma como sociedad, alterando el comportamiento humano —sólo hay que observar las 3.000 personas en la pokequedada de El Retiro—, darnos más oportunidades, ponernos en conversación con cualquier parte del mundo. Pienso que vale, estoy sin Internet porque puedo, pero el conductor de este autobús no puede prescindir de sus sistemas digitales. Por el bien del resto.
Al llegar a mi destino vuelvo a sentir esa debilidad de quien no tiene una máquina fiel al lado. Y me encuentro con una caseta de libros, la mayoría de tercera o cuarta mano. Recuerdo ese pasaje de Kafka en la orilla donde el protagonista devora libros de día porque no tiene otra cosa que hacer. Y compro algunas cosas. No sé quién tiene el valor de llamar a la lectura “ejercicio snob”. Es la solución a la mayoría de los problemas de ocio.
Así paso el resto de la tarde, deambulando por parques y leyendo, antes de volver sobre la ruta, en otro autobús. Y puedo concluir dos cosas. Primero: no recuerdo una lectura tan satisfactoria y concentrada, tan real. Y dos: gracias a no pasarme dos horas consultando y respondiendo correos, al llegar al hotel sentí que mis vacaciones acababan de empezar de verdad. Me ducho y me largo a buscar cualquier núcleo donde haya fiesta por menos de 8 euros la entrada.
Día cuatro: resaca provinciana
Lanzarse a un retiro analógico con niños es mucho más complicado. O cuando tu trabajo depende de ello, cuando un sólo día fuera del radar puede implicar graves problemas. El caso es que yo soy una de esas personas. Con hijos, con un empleo sin horario. Como experimento puntual y consensuado puede funcionar, como forma de vida… depende.
¿Retornar al pasado es siempre un ejercicio idiota donde azucarar cosas que tampoco eran para tanto?
El siguiente punto en mi escapada comprende visitar el pueblo de mis padres. Así que pruebo la piscina por primera vez, hago la maleta y llamo a la estación de tren para consultar las salidas. Un pueblo es siempre igual: periferia creciendo, algo abandonada, vecinos que no te reconocen, algunos que sí y te persiguen con miradas oblicuas, comercios donde debería haber colegios y chavales cruzando las calles sin mirar.
En mi vieja casa encuentro aquello que utilicé hace 20 años para ser feliz: cintas VHS regrabadas, una Nintendo Entertainment System, una bici y cajas con cintas de música. No dejan de ser productos tecnológicos. Material que se ha muerto y sólo resucita puntualmente la nostalgia. ¿Retornar al pasado es siempre un ejercicio idiota donde azucarar cosas que tampoco eran para tanto? Puede. Si este “experimento” lo realiza un millennial, alguien nacido a partir del efecto 2000, seguramente no tendrá nostalgia a la que apelar. Compro zumos y sandwiches, cojo la bici y una mochila, lo único que ha sobrevivido cuidado, y me voy a pasar la mañana, a explorar plantas y hacer garabatos.
La verdad es que echo de menos el móvil. No porque haya bebido cerveza que no haya fotografiado. O por la riquísima francesinha que cené ayer a las once y media en un local que nunca recordaré. Quiero saber qué tal funcionan las cosas, si se ha declarado la paz mundial, si Netflix ha confirmado la segunda temporada de Stranger Things o si algún grupo de WhatsApp se ha disuelto porque no se aguantan. Da igual: he quedado para ver una maratón de giallos con el que fue un viejo profesor de instituto. Ya los comentaré a la vuelta.
Día cinco: vuelta a la normatividad
Sí. Son ciertos todos esos consejos sobre mantener la cabeza ocupada, observar estrellas o pasear por avenidas anónimas charlando como en Antes del atardecer. En cuatro días días he leído el equivalente a 100 artículos medios en Xataka. Y sí, da una extraña sensación liberadora, una libertad más pura. Prueba a bajar el plomo de tu casa y escucha esos decibelios extra de silencio. Me siento más descansado. He disfrutado cambiando el laptop por una toalla, comiendo despacio y mirando al plato, preguntando por “lugares interesantes” a una pobre señora de 70 años, frente a determinar mis pasos según resultados reflejados en estrellas.
Que lo que Internet te dé no te lo esté robando por otra parte
Creo que ya puedo enfrentarme a todo. A la desconexión total estilo apocalipsis zombie. Siento que puedo construir un generador eléctrico con mis propias manos y vivir de lo que produzca el huerto que un día cuidé de crío. Miro el móvil con convicción. Pero ha llegado mi familia y han traído el móvil. Tampoco lo necesito.
En media hora estoy consultando lo “muchísimo” que me he perdido, las menciones aisladas y los DM preguntando «¿te has enfadado?». Nada trascendente: el número 110 sobre el icono de actividad de Facebook. Mientras tanto contesto con monosílabos sobre el “qué tal” de estos días. Y la única conclusión que extraigo es harto obvia: que lo que Internet te dé no te lo esté robando por otra parte. Por lo pronto, en unos meses pienso repetir. Todavía me quedan 8 euros en la tarjeta del móvil.
Imágenes | Pixabay
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