Mi pequeña y preciosa Lucía no ha cumplido aún 10 años, pero lleva meses dando la matraca con un tema recurrente: quiere instalarse TikTok en su tableta. Yo, que quería ser un padre hipermoderno y enrollado, me he encontrado con una realidad que no me esperaba: no dejo que se la instale, así que ni soy tan moderno, ni soy tan enrollado. Para su desgracia.
Lo hago, creo, con cierto criterio. El que me da llevar escribiendo de esas redes sociales y de privacidad durante años como parte de mi trabajo en Xataka. Todo lo que leo, veo, oigo y desde luego todo lo que escribo desde hace tiempo hace que mi percepción de este tipo de redes sociales se afiance en un sentido. Me aterrorizan, y cada vez lo hacen más.
Los antecedentes
Lo sé, lo sé. Las redes sociales son simplemente una herramienta. Lo que hacemos de esas redes sociales es cosa nuestra. Y ahí está el problema: que los seres humanos somos bastante dados a estropear las buenas ideas. O lo hacemos nosotros solitos, o nos ayudan a hacerlo los que están a los mandos de dichas redes sociales.
Facebook, por ejemplo, parecía una idea estupenda a la hora de mantenerse en contacto con tus amigos y amigas (sean o no amigos y amigas de los de verdad), pero ya en 2006 a Mark Zuckerberg se le ocurrió lo de crear el News Feed que hacía que el control de lo que veías ya no estuviese en tu poder.
La gente odió aquel cambio durante un tiempo. Luego se acostumbró y acabó convencida de que aquello tenía sentido. Hoy tenemos en nuestro poder una red social que ha logrado, dicen, moldear opiniones políticas y ayudar a que alguien como Donald Trump se convierta en presidente del país con la primera economía mundial.
Twitter, un servicio venerado por periodistas como yo —miro mi cuenta cada 10 segundos aproximadamente, cómete esa, procrastinación—, tiene también muchas sombras. No solo en la parte económica —su rentabilidad es cuestionable y Jack Dorsey, su CEO, está ahora en peligro— sino en su propio funcionamiento.
Al servicio se le critican desde hace años graves deficiencias en su sistema de moderación y control de los contenidos, algo que ha llevado a hacer que muchos ilustres tuiteros (famosos de antes o de después) acaben abandonando la red social hartos de tanto troll y tanto ciberacoso.
Por supuesto hay (al menos para mí) casos peores. LinkedIn, que sigue siendo una herramienta válida para muchos profesionales, ha sido criticada por dedicarse a extraer valor de su base de usuarios en lugar de potenciar una idea que era brillante.
En 2015 los ingresos de LinkedIn provinieron de proporcionar a departamentos de recursos humanos una forma de contactar contigo desde allí, además de ofrecerte publicidad y venderte membresías Premium con las que lograr (teóricamente) más y mejores contactos profesionales. O cursos para mejorar tu formación, sobre todo después de comprar Lynda por 1.500 millones de dólares, como criticaba hace ya tiempo uno de sus usuarios (en un post en su cuenta de LinkedIn).
Pero el paradigma de red social que yo jamás usaría es Instagram. La usé de manera tímida hace años, y por alguna razón aún mantengo la cuenta con mis seis fotos en ella. Es también en cierto sentido la más decepcionante para mí.
Aquella propuesta que planteaba una brillante sucesora de Flickr a la hora de compartir fotos estupendas —empezó así, ¿lo recordáis?— fue migrando hacia otra cosa, y desde hace bastante es un brillante negocio que ha logrado encumbrar hasta límites asombrosos a los nuevos famosos: los influencers.
El ámbito de los influencers ha generado tal revolución que ahora hasta hay redes sociales que nos hacen sentir como una de esas personas a través de bots que se encargan de publicar miles de comentarios y hacer "like" como si no hubiera mañana. Es terrible.
De hecho el fenómeno del citado like podría ser considerado casi como una verdadera pandemia que ha hecho que muchas personas se sientan validadas cuando sus publicaciones tienen unos cuantos "Me gusta". El fenómeno fue de hecho utilizado como argumento para aquel mítico primer episodio de la tercera temporada de BlackMirror llamado 'Nosedive'. Instagram, como decía en una reflexión paralela hace tiempo, se ha convertido en el triste escaparate de nuestras vanidades.
Con estos antecedentes, ¿qué esperar de las nuevas redes sociales que comienzan a dirigirse a públicos aún más jóvenes? No mucho.
El terror hecho red social
Y luego está la recién llegada, claro, TikTok. Una red social que conozco solo de refilón y que como sucede en anteriores casos es una buena idea que está comenzando a corromporse de forma preocupante.
Hay cosas chulas en TikTok, desde luego. Hay creatividad, hay entretenimiento, hay gente que quiere contar historias de una forma distinta y tiene en esta red social una oportunidad de hacerlo llegando a más gente. Eso ocurre en esta red social y en todas las anteriores.
El problema es que esos buenos ejemplos se ven aplastados por aludes de contenidos tóxicos y peligrosos. Los retos (o 'challenges') de TikTok aparecieron como memes simpáticos, y de hecho el célebre 'Bottle Flip' —lograr tirar una botella medio llena de líquido al aire, que dé una vuelta y que caiga de pie— se convirtió en una disciplina de referencia en los "deportes virales" del libro Guinnes de los récords.
De los memes y los retos simpáticos se pasó rápidamente a retos comerciales como el Chipotle, empresa que aprovechó —como muchas otras— la oportunidad de promocionar sus productos a partir de este canal de comunicación con los más jóvenes. Esa vía comercial se ha acabado explotando de forma clara con los propios influencers de TikTok, que resulta que ahora aparecen demasiado rápido para seguirles la pista: tan pronto como vienen, se van.
Pero eso no es realmente lo malo: lo malo son los retos que invitan a los usuarios de TikTok —adolescentes y preadolescentes en muchos casos— a realizar actos que podrían causar accidentes fatales. El ejemplo es el reto "Cha-Cha Slide", que consistía en escuchar la canción con ese título de Mr. C The Slide Man mientras íbamos en el coche y, atención, seguir los movimientos que iba cantando el artista.
Hay muchos más, como revelaba este terrorífico artículo de Vice en el que se hacía un recorrido por algunos de los más peligrosos. El ejemplo del 'skull-breaker challenge' es contundente, ya que acabó (al menos) con un menor de 13 años hospitalizado y los dos responsables de la pesada broma con cargos penales.
También está un problema habitual en redes sociales: el de los depredadores sexuales, que es especialmente delicado en una red social con esa demografía. La participación de chicas muy jóvenes es habitual por el éxito de los vídeos lip-sync en los que las usuarias tratan de doblar—entre otras cosas— canciones de sus ídolos musicales. Ese público acaba siendo objetivo también de los depredadores, que asumiendo identidades falsas amenazan la seguridad de estas adolescentes. Lo contaban en BuzzFeed en otro artículo que si sois padres como yo probablemente os revuelva un poco el estómago.
Lo que se dice de TikTok también es o ha sido cierto en algún momento en el caso de otras plataformas como YouTube Kids, de la que ya hablamos largo y tendido. Pero como digo no son las únicas, e incluso juegos aparentemente educativos y beneficiosos para los niños como Roblox —con muchas virtudes, no lo niego— encierran en su componente social algunos de estos peligros.
Todos esto no es nuevo, y lo cierto es que las amenazas también están en otros ámbitos no digitales. El problema es que la llegada de esas amenazas directamente a través de un móvil o una tableta es mucho más directa y sencilla para quienes aprovechan dichas aplicaciones con este tipo de aterradores fines.
Quizás me esté equivocando al no dejarle a mi hija instalarse TikTok en la tableta. Quizás debería confiar en su criterio y por si acaso instalar alguna herramienta de control parental. Es una opción, sin duda, pero los peligros son tantos que al menos por ahora la opción para mí es clara.
Lo siento, mi pequeña y preciosa Lucía. Nada de TikTok. No por ahora.
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