Una trampa de calamares en mal estado, arena, piedras y un olor digamos que cuestionable. No, no estamos hablando de ningún chiringuito de ínfima categoría, hablamos de los pequeños mecanismos que usan los científicos para capturar insectos y realizar muestreos que permitan saber cómo evoluciona la flora y la fauna de las distintas regiones del país. Nadie dijo que ser entomólogo era fácil, pero alguien tiene que hacerlo.
Entre otras cosas, porque sin esas trampas no hubiéramos podido descubrir que las moscas están aprendiendo a vivir en invierno.
En defensa del invierno... Sí, habéis escuchado bien: moscas en invierno. Y es que si hay algo fantástico del invierno es que (pese a los días minúsculos, la falta de vacaciones, el frío, la lluvia y los resfriados) no hay moscas. Yo siempre he sido un gran defensor del invierno, pero (incluso si no lo fuera) la falta de moscas me parecería un argumento de peso.
¿Por qué no hay moscas en invierno? Efectivamente, resulta muy difícil encontrarse con una mosca en invierno. Sin embargo, no es tanto que desaparezcan como que, al tratarse de insectos que viven de los alimentos en descomposición, concentran sus etapas pre-adultas (las fases de huevo, larva y pupa) en los meses más fríos. De esa forma, llegan a la adultez en un momento en el que hay más alimento y (aun cuando viven solo entre 15 y 25 días de media) les da tiempo a iniciar otra vez todo el ciclo reproductivo.
Dos moscas nuevas Sin embargo, dos investigadores de la UAH, Daniel Martín y Arturo Paz, se encontraron dos moscas mientras examinaban las trampas de insectos en los muestreos de invierno y esto es algo bastante raro. De hecho, las moscas en sí parecían bastante raras (y no fueron incapaces de encontrar ese tipo de especímenes en los registros previos). Por ello, se los enviaron al taxónomo Jorge Mederos.
Mederos confirmó que se trataba de dos especies (del género Phyllolabis Osten Sacken, que cuenta con 49 individuos conocidos alrededor del mundo) nunca antes descritas por la comunidad científica: Phyllolabis eiroae y Phyllolabis martinhalli. Concretamente, “ambas pertenecen al grupo de los nematóceros, insectos de cuerpo delgado que tienen dos alas estrechas y largas y patas muy finas. De hecho, al ser tan estilizadas estas se desprenden fácilmente, lo que les facilita escapar de sus depredadores si las atrapan”, explicaba a SINC el investigador en el Museu de Ciències Naturals de Barcelona (MCNB).
Comer los primeros. Según parece, las moscas han desarrollado nuevas adaptaciones que “les supone la ventaja de ser las primeras en acudir a la materia orgánica que se está descomponiendo después de que se derrita la nieve. De este modo, se complementan con otros descomponedores más activos en el resto de las estaciones del año. Esa es nuestra hipótesis".
La evolución, esa mosca cojonera. “Incluso en sitios donde se ha estudiado la biodiversidad durante un siglo o más, siguen apareciendo nuevas especies", decía Mederos y razón no le falta. No es solo una cuestión de que el cambio climático empuja a las especies a cambiar, es que la misma acción humana genera dinámicas que son el caldo de cultivo ideal para la aparición de nuevas adaptaciones.
De hecho, estas moscas son solo el principio de una más que probable nueva generación de especies que nos sorprenderá (en todos los sentidos de esa palabra).
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