Entre los inviernos de su Puerto de la Cruz natal y los de San Petersburgo hay unos cuantos grados de diferencia; pero ni eso, ni el cambio de cultura, idioma o paisajes echaron atrás a Agustín de Betancourt cuando en 1808 decidió hacer las maletas y mudarse a la Rusia de los zares. Había caído en desgracia a ojos del todopoderoso Godoy, en España no le quedaban otra cosa que familiares y recuerdos, llevaba ya un tiempo en París y tenía amigos influyentes, así que… ¿Qué podía perder?
Nada.
Y así fue.
Su aventura esteparia le aportaría importantes ganancias a él; pero sobre todo a la propia Rusia. Tanto, que si te paseas por San Petersburgo encontrarás varias estatuas en su memoria.
El país de los zares, el de los Alejandros y Nicolases, que hoy asociamos al boato y las construcciones alambicadas, probablemente hubiese sido algo menos brillante si no hubiese mediado el genio de Agustín de Betancourt, el inventor que durante los primeros compases del XIX dio forma a su particular “Rusia made in Canarias”. Sobre todo en la capital, San Petersburgo.
De Agustín a Agustinovich
El de Agustín de Betancourt y Molina (1758-1824) es un nombre más en el larga listado de genios patrios a los que España —antes y después de él, por una u otra razón— no supo sacarles todo el provecho. Le ocurrió a Isaac Peral, Mónico Sánchez, Ángela Ruiz, Emilio Herrera… y a Betancourt.
En su caso, eso sí, de una forma peculiar.
A principios del XIX la situación del ingeniero canario en España era a su manera envidiable. Venía de una buena cuna, había hecho carrera entre Madrid, París y Londres ganándose la confianza de los condes de Floridablanca o Aranda y gozaba de un prestigio bien cimentado con sus trabajos sobre las máquinas de vapor o el telégrafo óptico que había diseñado con Claude Chappe.
Como además de hombre acción, lo era de letras, Betancourt había alentado también la creación de la Escuela de Caminos y Canales inspirándose en la École des Ponts et Chaussées de París.
Pese a todo ese prestigio y estatus, su situación al despuntar el XIX no era lo que se diría cómoda. En 1805 un informe con su sello sobre el río Genil le había ganado el recelo de ni más ni menos que el mismísimo Manuel Godoy, hombre fuerte en el reino de Carlos IV. Esa circunstancia y el escenario que se dibujaba a nivel internacional animaron a Betancourt a liquidar sus propiedades en España y mudarse primero a París —donde llegó a tentarlo Napoleón— y luego a Rusia.
Allí, en San Petersburgo, supo hacerse con el favor del mejor de los padrinos imaginables: el zar Alejandro I, quien probablemente vio en el canario un genio más que válido para el desarrollo de su país. Lo que España había dejado pasar, se aprovecharía en el imperio ruso. Si el futuro no le resultaba tentador a Agustín en Madrid, quizás sí lo fuese a 3.000 kilómetros de allí.
Así pues recogió sus bártulos, zanjó los asuntos pendientes en Francia y se embarcó rumbo San Petersburgo. Allí esperaban con los brazos abiertos a Agustín "Agustinovich" Betancour.
Persuadido quizás por su prestigio o las entrevistas con el propio Agustín, el zar mostró pronto su confianza en el canario. Uno de sus primeros encargos fue la modernización de la fábrica de cañones de Tula, engranaje estratégico en el aparato militar del Imperio ruso. A Betancourt la encomienda no le pillaba de nuevas y supo sacar partido de sus conocimientos sobre la máquina de vapor de doble efecto y el funcionamiento de la factoría de Yndrid para darle una vuelta al vetusto sistema ruso.
El resultado debió de convencer al zar. Solo así se entiende que a lo largo de los años siguientes Agustín se encargase de tareas de una importancia capital para Rusia y acumulase cada vez mayor prestigio. En cuestión de unos años el otrora ingeniero enemistado con Godoy se convirtió en teniente general del ejército ruso y director general de Vías de Comunicación.
En Moscú asumió el encargo de levantar en un tiempo récord una nueva Sala de Ejercicios Ecuestres y más o menos por las mismas fechas se encargó de la que quizás haya sido su mayor aportación —y la de mayor calado— al urbanismo ruso: proyectar un nuevo recinto comercial capaz de tomar el relevo de la feria que desde el siglo XVI se celebraba cerca del Monasterio Makaevsky. Su antiguo centro había ardido en 1816 y el Gobierno ruso quería recuperarlo... pero con mayor empaque y en un lugar mejor, más accesible y capaz de alcanzar mayor proyección.
La responsabilidad de decidir dónde y cómo y de pergeñar el diseño general recayó sobre los hombros del canario. El recinto abrió sus puertas en julio de 1822 con un enorme feria que reunió a más de 200.000 mercaderes y ayudó durante años al desarrollo de la región del Volga y la riqueza del imperio. Que a Betancourt no le fue mal en el empeño lo demuestra que a su muerte los comerciantes rusos instalaron sobre su tumba una placa de agradecimiento. Doscientos años después la huella del tinerfeño en Nizhny Novgorod sigue siendo profunda.
Aunque el complejo de Nizhni Novgorod sea quizás su gran herencia urbanística, la ciudad en la que más a fondo se empleó y en la que dejó una mayor pegada es San Petersburgo. Allí, en la capital del imperio, mostró su talento en al menos media decena de obras capitales para la metrópoli: la nueva fábrica de papel moneda, el dragado del puerto, varios puentes y la catedral de San Isaac.
Como recuerda la Fundación Orotava, Betancourt asumió en marzo de 1816 la tarea de montar una nueva fábrica de papel de moneda en Goznak, a orillas del canal de Fontanka, y durante dos años se encargó de controlar las obras. Su implicación no se limitó al edificio: organizó sus áreas y la maquinaria, diseñó billetes y favoreció la modernización del anticuado sistema de fabricación de rublos rusos, que hasta entonces lo había convertido en un blanco fácil para falsificadores.
A lo largo de los años construyó también varios puentes sobre el río Neva y contribuyó a que San Petersburgo pueda presumir hoy de uno de sus edificios más fotografiados: la catedral de San Isaac. Si bien el padre del templo es el arquitecto Auguste de Montferrand, colaborador de Betancourt, el canario asumió la tarea de completar la cimentación con pilotes, diseñar los andamios y el complejo sistema de grúas que permitió izar las columnas de granito rojo que distinguen al edificio.
No fue la única vez en que Betancourt puso su ingenio mecánico al servicio de la capital. Con el propósito de dragar los aterramientos del puerto de Kronstadt, la isla fortificada que actuaba como defensa marítima a la capital, Betancourt proyectó maquinaria especial. Su mecanismo, que operaba gracias a una máquina de vapor, se estrenó en 1812 y no exigió reparaciones hasta 1820. Su buen ojo le permitió comprender el potencial de las vías fluviales de Rusia y, desde su responsabilidad en el gobierno, le animó a reforzarlas con muelles, muros de contención, esclusas y dragas.
Ironías de la historia, sus años en Rusia no terminaron de forma muy distinta a lo que le había ocurrido en España. A pesar del éxito de la feria de Nijni Novgorod, sus gastos y las irregularidades de uno de sus colaboradores, sumado a otros factores, como sus simpatías por las revoluciones liberales en España, enturbiaron su relación con el zar a principios de la década de 1820.
El Agustinovich que en su día no necesitaba siquiera pedir cita para entrevistarse con el zar acabó destituido a nivel práctico y en 1824 solicitó un retiro que se le otorgó sin problema.
Queda eso sí su huella en San Petersburgo.
La que ayudó a dar lustre a la ciudad de los zares.
Y se perdió España por el camino.
Imágenes | Алексей Трефилов y Wikipedia (1 y 2)
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