El ser humano convive con la radiación. Nuestro organismo está adaptado a este fenómeno natural y es capaz de soportar una cierta dosis sin que nuestra salud se vea afectada negativamente. No le ha quedado más remedio que hacerlo debido a que estamos expuestos a la radiación de forma prácticamente constante tanto por causas naturales como artificiales.
El Sol, sin el que la vida en la Tierra sería imposible, emite radiación. También recibimos radiación cósmica procedente del espacio exterior. Pero no hace falta que miremos tan lejos. Algunos de los elementos químicos que participan en los materiales con los que están construidas nuestras casas, ciertos alimentos y el agua que tomamos a diario emiten una pequeña cantidad de radiación. Incluso nuestro organismo lo hace. Sin duda, es un tema apasionante en el que merece la pena que nos zambullamos.
Radiación y radiactividad
Todos sabemos de una forma intuitiva que la radiación y la radiactividad están relacionadas de alguna manera, pero no son lo mismo. La radiación es un fenómeno presente en la naturaleza que aglutina la emisión, el transporte y la transferencia de energía tanto a través del vacío como de un medio material. Lo interesante es que la energía puede ser transportada de dos maneras diferentes: bajo la forma de ondas electromagnéticas o como partículas.
La radiactividad es el proceso de origen natural que explica cómo un núcleo atómico inestable pierde energía en el intento de alcanzar un estado más estable
La radiactividad, sin embargo, es el proceso de origen natural que explica cómo un núcleo atómico inestable pierde energía en el intento de alcanzar un estado más estable. Y para lograrlo emite radiación. Profundizaremos en este fenómeno un poco más adelante. Como veis, el concepto de energía va a estar presente a lo largo de todo el artículo, por lo que es una buena idea que recordemos brevemente en qué consiste uno de los principios sobre los que se apoya la Física actual: el principio de conservación de la energía.
Esta ley también se conoce como primer principio de la termodinámica, y defiende que la cantidad total de energía de un sistema físico se mantiene invariable a lo largo del tiempo. Por esta razón, si ese sistema no se ve afectado por ninguna perturbación externa su energía será constante. Lo que sí puede suceder es que una perturbación de cualquier tipo incida en nuestro sistema, provocando que su energía, o una parte de ella, se transforme en otro tipo de energía. Pero, aun así, la cantidad total de energía seguirá siendo la misma.
Una consecuencia muy importante de lo que acabamos de ver es que la energía ni se crea ni se destruye. Sencillamente, se transforma de una forma a otra. Sé que el término «sistema físico» que hemos utilizado en el párrafo anterior, aunque es correcto, es abstracto y puede dificultar entender realmente bien de qué estamos hablando. Afortunadamente, podemos ilustrarlo con un ejemplo muy sencillo de la infinidad de ellos a los que podemos recurrir.
Todos sabemos que para que funcione correctamente cualquiera de las bombillas LED que tenemos en casa es necesario que le suministremos energía eléctrica. En ese caso ¿adónde va a parar esa energía? Como hemos visto, no puede desvanecerse. Y no lo hace. El diodo LED se comporta como un transductor, que es un dispositivo que transforma un tipo de energía en otro diferente, por lo que la mayor parte de la energía eléctrica que recibe se transforma en energía lumínica, y una pequeña parte de esa energía eléctrica se transforma en energía térmica.
Si en vez de utilizar una lámpara LED empleásemos en nuestro experimento una bombilla incandescente convencional obtendríamos a partir de la misma energía eléctrica inicial menos energía lumínica y más energía térmica. La explicación es sencilla: la lámpara LED es mucho más eficiente, lo que le permite transformar una mayor cantidad de la energía eléctrica inicial en luz. En cualquier caso, lo que subyace por debajo de todo esto, y lo que merece la pena que recordemos, es que la energía total del sistema, que en nuestro ejemplo es la lámpara LED, se conserva, por lo que la suma de las energías lumínica y térmica resultantes debe coincidir con la energía eléctrica que le hemos suministrado inicialmente.
Un apunte interesante antes de seguir adelante. La energía se conserva, sí, pero esto no significa que perdure eternamente. Curiosamente, la energía se degrada debido a que el sistema físico del que forma parte incrementa su entropía a medida que transcurre el tiempo, que es una forma rigurosa de decir que poco a poco va aumentando su grado de desorden.
La ley que desarrolla este fenómeno es el segundo principio de la termodinámica, y su justificación con las herramientas que nos ofrecen la física y las matemáticas es complicada. Afortunadamente, este artículo no requiere que conozcamos a pies juntillas este principio, pero es interesante que nos suene para que podamos intuir que la energía de un sistema físico cualquiera no es eterna.
La razón por la que he introducido el principio de conservación de la energía y los conceptos que acabamos de repasar es que esta ley es esencial para entender el funcionamiento de la radiactividad. Y también el de la radiación. Por este motivo, nuestra siguiente parada será conocer con cierto detalle los mecanismos de la radiactividad y en qué medida el primer principio de la termodinámica explica el tipo de radiación con el que nos vamos a encontrar una vez que se desencadena este proceso.
Así es como funciona la radiactividad
Para poder seguir adelante es necesario que repasemos superficialmente cuál es la estructura básica de un átomo. Podemos imaginarlo como un núcleo diminuto en torno al que orbitan una o varias partículas elementales aún mucho más diminutas y con carga eléctrica negativa a las que llamamos electrones. El núcleo, a su vez, está conformado por uno o varios protones, que son partículas con carga eléctrica positiva. El átomo más sencillo que podemos encontrar en la naturaleza es el de protio (hidrógeno-1), un isótopo del hidrógeno que tiene un único protón en su núcleo y un único electrón orbitando en torno a él.
El problema es que la materia no está compuesta únicamente de protio, sino también de muchos otros elementos químicos más complejos y pesados, y que, por tanto, tienen más protones en su núcleo y más electrones orbitando en torno a él. ¿Cómo es posible que haya más de un protón en el núcleo si todos ellos tienen carga eléctrica positiva? Lo razonable es pensar que no podrían estar muy juntos porque al tener la misma carga eléctrica elemental se repelerían. Y sí, esta idea es coherente. Los responsables de resolver este dilema son los neutrones, las partículas que conviven con los protones en el núcleo atómico.
A diferencia de los protones, los neutrones tienen carga eléctrica global neutra, por lo que no «sienten» ni la repulsión ni la atracción electromagnética a la que están expuestos los protones y los electrones. La función de los neutrones no es otra que estabilizar el núcleo, permitiendo que puedan convivir en él varios protones que, de otra forma, se repelerían. Y consiguen hacerlo gracias a la acción de una de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza: la interacción nuclear fuerte.
Las otras tres fuerzas son la interacción electromagnética, la gravedad y la interacción nuclear débil. Los físicos suelen colocar a este mismo nivel el campo de Higgs, que es otra interacción fundamental que explica cómo las partículas adquieren su masa, pero para facilitar su comprensión los textos suelen recoger como fuerzas fundamentales las cuatro que he mencionado un poco más arriba porque son de alguna manera con las que todos estamos familiarizados.
Los nucleones, que son los protones y los neutrones del núcleo atómico, consiguen mantenerse juntos y vencer la repulsión natural a la que se enfrentan los protones debido a que la presencia de los neutrones permite que la fuerza nuclear fuerte ejerza como un pegamento capaz de imponerse a la fuerza electromagnética. La interacción nuclear fuerte tiene un alcance muy reducido, pero a cortas distancias su intensidad es enorme. Lo importante de todo esto es que los neutrones, como os adelanté unas líneas más arriba, actúan estabilizando el núcleo atómico, de manera que a medida que un átomo tiene más protones necesitará también que en su núcleo haya más neutrones para que la fuerza fuerte atractiva consiga imponerse a la fuerza electromagnética repulsiva.
Curiosamente, el equilibrio entre la cantidad de protones y neutrones es muy delicado. Un átomo es estable si su núcleo tiene una cantidad precisa de nucleones y el reparto de estos entre protones y neutrones permite que la interacción nuclear fuerte actúe como «pegamento». Por esta razón en la naturaleza solo podemos encontrar una cantidad finita de elementos químicos: los que recoge la tabla periódica con la que todos estamos en mayor o menor medida familiarizados. Cualquier otra combinación de protones y neutrones no permitiría mantener ese fino equilibrio, dando lugar a un átomo inestable.
La interacción nuclear fuerte tiene un alcance muy reducido, pero a cortas distancias su intensidad es enorme. Es una de las fuerzas fundamentales de la naturaleza
Lo que diferencia a un átomo estable de uno inestable es que en el núcleo de estos últimos la interacción nuclear fuerte y la fuerza electromagnética no están en equilibrio, por lo que el átomo necesita modificar su estructura para alcanzar un estado de menor energía que le permita adoptar una configuración más estable. Un átomo estable está «cómodo» con su estructura actual y no necesita hacer nada, pero uno inestable necesita desprenderse de una parte de su energía para alcanzar el estado de menor energía del que acabamos de hablar.
El problema es que, como hemos visto en los primeros párrafos del artículo, el principio de conservación de la energía dice que esta no puede crearse ni destruirse, sino únicamente transformarse. En ese caso ¿cómo consigue el átomo desprenderse de una parte de su energía? La respuesta es sorprendente: recurriendo a un mecanismo cuántico conocido como «efecto túnel» que le permite hacer algo que a priori parece imposible, y que no es otra cosa que superar una barrera de energía.
Este efecto cuántico es complejo y muy poco intuitivo, pero, afortunadamente, no es necesario que profundicemos en él para entender con claridad cómo funciona la radiactividad. Lo que sí es importante es que sepamos que un átomo inestable tiene a su disposición cuatro mecanismos diferentes que pueden ayudarle a modificar su estructura para adoptar una configuración estable: la radiación alfa, beta, beta inversa y gamma.
El primero de estos mecanismos, la radiación alfa, permite al átomo deshacerse de una parte de su núcleo emitiendo una partícula alfa, que está constituida por dos protones y dos neutrones. El siguiente mecanismo es la radiación beta, que necesita que un neutrón del núcleo atómico se transforme en un protón, y durante este proceso además emite un electrón y un antineutrino. La radiación beta inversa funciona justo al contrario que la radiación beta: un protón se transforma en un neutrón y este proceso emite un antielectrón y un neutrino, que son las antipartículas del electrón y el antineutrino emitidos por la radiación beta.
Y, por último, la radiación gamma, que es la más energética y la más penetrante de todas, requiere la emisión de un fotón de alta energía, conocido habitualmente como rayo gamma, por lo que el núcleo atómico mantiene su estructura original. Algunos de estos fotones de alta energía son capaces de atravesar muros de hormigón muy gruesos y planchas de plomo, por lo que esta es la forma de radiación más peligrosa de todas.
Como acabamos de ver, la radiactividad permite a los átomos inestables desprenderse de una parte de su energía con el propósito de alcanzar un estado menos energético y más estable, pero ¿qué sucede realmente con esa energía? El principio de conservación de la energía dice que no puede destruirse, así que necesariamente se la llevan las partículas emitidas por el átomo inestable como resultado de cualquiera de las cuatro formas de radiación de las que acabamos de hablar. Esa energía provoca que las partículas emitidas salgan despedidas como diminutas balas que tienen la capacidad de interaccionar con la materia que encuentran a su paso.
Curiosamente, la radiación alfa, beta y beta inversa, como hemos visto, acarrea la modificación de la estructura del núcleo atómico, por lo que cuando un átomo inestable recurre a una de estas formas de radiación se transforma en un átomo de un elemento químico diferente que puede ser estable, o bien continuar siendo inestable. Aunque, eso sí, será menos energético. La radiación gamma, sin embargo, no implica ninguna alteración de la estructura del núcleo atómico, aunque sí una reducción de su energía. Esta última forma de radiación suele acompañar a las demás adoptando la forma de ondas electromagnéticas.
Si después de emitir alguna de las formas de radiación de las que acabamos de hablar el átomo inestable se transforma en un átomo de un elemento químico diferente, pero continúa siendo inestable, el proceso no acabará ahí. El átomo seguirá estando «incómodo» y necesitará volver a recurrir a la radiactividad las veces que sean necesarias para continuar desprendiéndose de una parte de su energía con el propósito final de alcanzar una configuración menos energética y completamente estable.
Al tiempo promedio que transcurre hasta el instante en el que un átomo inestable se desintegra recurriendo a cualquiera de las formas de radiación de las que hemos hablado se le llama tiempo de vida media. Y al tiempo que pasa hasta que la cantidad de núcleos inestables de un elemento radiactivo se reduce a la mitad de la cantidad inicial se le llama período de semidesintegración. Algunos átomos inestables se desintegran de forma prácticamente instantánea, pero otros pueden tardar horas, días, semanas, años, o, incluso, milenios, debido esencialmente a la naturaleza aleatoria del mecanismo cuántico que permite al átomo atravesar la barrera de energía necesaria para adoptar un estado menos energético y más estable.
Radiación ionizante vs radiación no ionizante
La radiactividad tal y como la hemos descrito hasta ahora no es el único mecanismo que explica el origen de la radiación. Y es que esta no procede únicamente de la desintegración de los núcleos de los átomos inestables; también puede llegar a nosotros bajo la forma de ondas electromagnéticas procedentes de un objeto tan cotidiano como lo es el Sol. O, incluso, como las ondas electromagnéticas que transportan nuestras señales de telecomunicaciones, entre otras manifestaciones posibles.
Todas estas son distintas expresiones del fenómeno de la radiación, que, como hemos visto en las primeras líneas del artículo, consiste en transportar energía en el vacío o un medio material recurriendo a partículas u ondas electromagnéticas. Pero más importante si cabe que su origen es la capacidad que tienen algunas formas de radiación de interaccionar con la materia. Si nos ceñimos a esta característica podemos distinguir dos tipos de radiación: ionizante y no ionizante.
La primera de ellas, la radiación ionizante, se caracteriza por transportar la energía necesaria para ionizar los átomos del medio o la materia con los que interacciona. La ionización es un proceso fisicoquímico que tiene como resultado la formación de iones, que son átomos o moléculas que adquieren carga eléctrica debido a la captura o la pérdida de electrones. Cuando un átomo tiene el mismo número de electrones orbitando en torno al núcleo que de protones en este último, su carga eléctrica neta es neutra. Pero si se produce un exceso o defecto de electrones adquirirá carga eléctrica negativa o positiva respectivamente. Los iones con carga neta negativa se llaman aniones, y los que tienen carga eléctrica positiva son los cationes.
El problema que plantea la radiación ionizante cuando interacciona con los tejidos de los seres vivos es que puede llegar a romper los enlaces químicos, modificando la estructura de las cadenas de átomos. En la siguiente sección del artículo indagaremos en las consecuencias que la radiación ionizante puede tener en nuestra salud, pero podemos intuir que estas alteraciones pueden ser perjudiciales si afectan a la estructura de nuestras células, especialmente a la molécula de ADN que se encuentra en el núcleo celular.
A diferencia de la radiación ionizante, la no ionizante no tiene la energía necesaria para romper los enlaces químicos de la materia con la que interacciona. Los estudios científicos que se han llevado a cabo hasta ahora con el propósito de determinar si la radiación no ionizante también podría tener algún efecto perjudicial para nuestra salud solo han logrado constatar un incremento leve de la temperatura de los tejidos irradiados. Y, por esta razón, hasta ahora no tenemos ningún indicio tangible que refleje que esta última forma de radiación tiene un impacto negativo en nuestra salud.
Afortunadamente, buena parte de la radiación con la que convivimos todos los días es no ionizante. Las ondas electromagnéticas que transportan nuestras señales de radio y televisión, nuestras conexiones WiFi y de telefonía móvil, las microondas y la luz visible son formas de radiación no ionizante. Sin embargo, la parte más energética del espectro de la luz ultravioleta emitida por el Sol, los rayos X utilizados por algunos dispositivos para aplicaciones médicas, y, por supuesto, la radiación emitida por los átomos inestables para alcanzar un estado de menor energía y una mayor estabilidad, encarnan la cara menos amable de la radiación: la que por su alta capacidad energética y reducida longitud de onda tiene la capacidad de ionizar la materia.
Los efectos de la radiación ionizante en nuestra salud
El impacto que tiene la radiación ionizante en nuestro organismo es bien conocido. El desafortunado accidente de la central nuclear de Chernóbil que en 1986 afectó a tantas personas nos ayudó a entender mejor los efectos que la radiación ionizante tiene en los tejidos de nuestros órganos, y, sobre todo, en la molécula de ADN del núcleo de nuestras células.
El ácido desoxirribonucleico (ADN) contiene la información genética que necesitan nuestras células para llevar a cabo correctamente sus funciones vitales, que son la nutrición que les permite alimentarse; la función de relación, que les indica cómo deben responder ante los estímulos externos; y, por último, la función de reproducción, que les dice qué deben hacer para dar lugar a células hijas a partir de una única célula original.
Si la radiación ionizante altera la molécula de ADN de una célula cabe la posibilidad de que no pueda llevar a cabo correctamente una o varias de sus funciones vitales. Y, como podemos intuir, las consecuencias de la modificación de su comportamiento pueden ser muy graves. Pero hay otra opción. Además de alterar directamente la molécula de ADN esta forma de radiación puede ionizar otras moléculas de la célula, como, por ejemplo, las de agua, dando lugar a la aparición de los radicales libres. Estas últimas moléculas también pueden interaccionar con el ADN, dañándolo e impidiendo el correcto funcionamiento celular.
Si el daño que ha recibido la información genética de la célula bien de forma directa debido a la alteración de su ADN, bien de forma indirecta debido a la acción de los radicales libres, es lo suficientemente grave, la célula podría recurrir a un mecanismo denominado apoptosis para programar su propia muerte. De esta forma evitaría una posible replicación indiscriminada que posiblemente daría lugar a la aparición del cáncer. El problema es que si la radiación ionizante afecta a muchas células la activación de la apoptosis masiva puede llegar a provocar la muerte de grandes extensiones de tejido. Y, quizá, incluso la pérdida de función del órgano en el que residen esos tejidos.
El número de células que van a morir como consecuencia de las alteraciones producidas por la radiación ionizante es proporcional a la dosis recibida. Y, afortunadamente, si no es muy alta es probable que no tenga un impacto importante en la salud de la persona afectada porque nuestro organismo tiene mecanismos diseñados para soportar la muerte de un cierto número de células. Pero si la dosis de radiación es muy elevada sus efectos serán perceptibles a corto o medio plazo, lo que podría provocar problemas de salud graves a las personas afectadas. E, incluso, la muerte.
La otra posibilidad consiste en que la dosis de radiación no sea lo suficientemente alta para tener efectos a corto o medio plazo, pero sí para tenerlos a largo plazo. Habitualmente este comportamiento está provocado por la alteración de la molécula de ADN de una o varias células que no han llegado a activar la apoptosis. En este caso la célula sigue viva, pero no desempeña alguna de sus funciones vitales correctamente debido a que su código genético ha sido alterado. Este fenómeno se conoce como mutación y tiene una consecuencia adicional: el error en el código genético de la célula afectada puede propagarse a otras generaciones de células a través de la función de reproducción celular.
El escenario que acabamos de describir ilustra con bastante claridad cómo la exposición a una dosis de radiación media o baja puede provocar a largo plazo la aparición de determinadas manifestaciones del cáncer. Pero incluso en este escenario nuestro organismo tiene una baza: su capacidad de reparar los errores introducidos en la molécula de ADN. Eso sí, siempre y cuando no se acumulen demasiados fallos. En ese caso la célula podría no ser capaz de enmendarlos todos y podría transformarse en una célula cancerosa.
Los móviles no emiten radiación ionizante; ni siquiera los que tienen 5G
Todo lo que hemos repasado hasta este momento nos permite encarar la recta final del artículo con una buena noticia: la radiación electromagnética que emiten tanto nuestros teléfonos móviles como las estaciones base de telefonía con las que se comunican es no ionizante. Esto significa, como hemos visto, que no tiene ni la energía ni la longitud de onda necesarias para manipular el número de electrones de los átomos con los que interacciona. Y, por tanto, para romper enlaces químicos.
Los científicos aún no entienden bien los mecanismos biológicos que puede desencadenar en nuestro organismo la radiación no ionizante, pero el único efecto que han constatado algunos de los muchos estudios que se han llevado a cabo hasta ahora ha sido el incremento de la temperatura de algunos tejidos del que hemos hablado unos párrafos más arriba. Dos de esos estudios, los efectuados por el instituto italiano Ramazzini y el programa nacional de toxicología estadounidense, expusieron a una muestra de ratas y ratones a dosis elevadas de radiación no ionizante.
Algunos ejemplares de ratas macho, pero no las ratas hembra ni los ratones, desarrollaron schwannomas, que son unos tumores benignos que contienen células de Schwann. Aun así, no está nada claro el papel que puede jugar la radiación no ionizante en los seres humanos, si es que realmente juega alguno. Ninguno de los estudios serios que los numerosos grupos de investigación que están trabajando en esta área han llevado a cabo ha arrojado evidencias claras de efectos perjudiciales para nuestra salud por los que tengamos que preocuparnos.
En lo que se refiere a la tecnología 5G que actualmente está siendo desplegada en varios países tanto de la Unión Europea como más allá de nuestras fronteras, tampoco tenemos motivos tangibles por los que debamos preocuparnos. La sección de radiocomunicaciones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT-R) ha propuesto utilizar las bandas de frecuencias que hay por encima de los 24 GHz para que todas las prestaciones que nos proponen las comunicaciones 5G sean viables.
Pero ni siquiera este incremento de la frecuencia frente a las comunicaciones 4G debería plantear un problema porque el aumento de energía no es suficiente para transformar esta radiación electromagnética en ionizante. De hecho, hace mucho tiempo que utilizamos las bandas de frecuencias por encima de los 24 GHz para las comunicaciones vía satélite, en aplicaciones de vigilancia de los recursos terrestres y el cambio climático, y también en las comunicaciones meteorológicas. Y nada parece indicar que hayan tenido un impacto en nuestra salud. En cualquier caso, hay más estudios en marcha y algunos organismos oficiales vigilan atentamente los posibles efectos en el medioambiente de las comunicaciones de quinta generación. Los seguiremos de cerca con el propósito de haceros llegar sus conclusiones si alguno de ellos arrojase un resultado que realmente merezca nuestra atención.
Imagen de portada | Kaboompics
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