Óscar Romero ha sido durante décadas considerado de forma extraoficial el gran santo del cristianismo latinoamericano, un mártir de las fuerzas represoras que han subyugado a la población de tantos pueblos del continente. Romero fue uno de los pocos ejemplos de figura eclesiástica relevante comprometido con los pobres, al contrario que la casta religiosa que ha estado al lado de los poderosos en Latinoamérica. El Papa Francisco acaba de canonizarlo, y ésta se trata de una acción pública de la Iglesia con importantes connotaciones.
"Haga patria, mate a un cura". Esta es una de las consignas que la sangrienta ultraderecha proclamaba en El Salvador en los tiempos previos a que Óscar Romero recibiese un tiro en la cabeza mientras daba misa en marzo de 1980. Le mató un francotirador que, como se demostraría después, formaba parte de los escuadrones de la muerte financiados por la CIA en un intento estadounidense por controlar la zona. Se creía que el FLMN, apoyado por el pueblo, llevaría al país a la misma senda marxista que recientemente había pasado con los rebeldes sandinistas en Nicaragua. Gobierno y escuadrones causaron, según la ONU, un 95% de las muertes que se vivieron durante la llamada Guerra Civil. En este contexto hay que entender que una parte de los curas, especialmente los de la línea jesuita, apoyaban al pueblo y pedían por el fin de la violencia, lo que era visto como una amenaza política a los intereses de la derecha.
La sotana roja: a Romero se le hizo arzobispo, en parte, porque había dado muestras de ser un eclesiástico moderado. Estaba vinculado al Opus Dei y se mostraba en contra de la politización de los miembros de la Iglesia. Se creía que se limitaría a apaciguar los ánimos en la región y a mantener una postura neutral durante el conflicto que se veía venir. Todo esto cambió con los asesinatos en 1977 a manos de las fuerzas de seguridad de campesinos y sacerdotes, entre ellos el padre Rutilio Grande, amigo de Romero. Desde ese momento empezó su lucha incansable por la gente, dando discursos en los que llamaba al Gobierno y al ejército a dejar de matar a civiles y ofreciendo asilo en las iglesias a los que eran perseguidos. En el contexto local, eso le convertía en comunista y enemigo del poder.
Juan Pablo II, anticomunista: es la principal idea que inspiraba políticamente al pontífice de origen polaco y que había sufrido las persecuciones y hambrunas del régimen de la URSS en su patria. Se convirtió en Papa apenas unos años antes de que estallase el conflicto salvadoreño. También bastantes curas latinoamericanos intercedieron para acallar y aislar a Óscar Romero. De ahí que, cuando el Arzobispo se presentó ante él en busca de ayuda, Juan Pablo II le rechazó considerándolo un comunista, una pieza incómoda en el organigrama esclesiástico. Un lustro después de que asesinaran a Romero, el Papa hizo una visita simbólica a la región y, saltándose los protocolos de seguridad, en plena Guerra Civil, se acercó a su tumba y rezó por su alma. Quería mostrar su arrepentimiento.
La Iglesia debe tener olor a oveja: durante casi 40 años se ha ido postergando la canonización de uno de los mártires más notables de la historia reciente del catolicismo por procesos de luchas internas y por el miedo a abrazar una postura institucional que acepte que no existe la neutralidad política. Quiere desplazarse de su papel durante las dictaduras y golpes de estado del siglo XX. También reconoce así la importancia y validez de la Teología de la Liberación, corriente evangelista cristiana que se extendió por América Latina, que tiene como objetivo principal la ayuda a los pobres y que posee tintes comunistas y anticapitalistas.
El arrepentimiento de Francisco: el actual Papa, argentino de nacimiento, fue el que aceleró los trámites de la beatificación de Romero. Fue una de sus primeras órdenes porque era un símbolo muy importante para él. La propia vida de Bergoglio tuvo muchas semblanzas a la de Romero en su época como sacerdote en la Argentina de los años 70. Mientras el país sufría una dictadura derechista con cientos de miles de muertos y otros tantos desaparecidos, la Iglesia católica no criticó activamente estos ataques a los derechos humanos en el país. Años después se sabría que en aquellos años Francisco ayudó tanto a represaliar a algunos jesuítas como a ayudar a escondidas a salvar la vida a decenas de curas progresistas. Pero tampoco se salió de la moderación que pedía el Vaticano.
En el fondo, es el mismo enfoque conciliatorio que está manifestando él ahora mismo con China, callando los abusos para ganar espacio en el país. Estrategias políticas radicalmente distintas en busca del mismo objetivo final: el triunfo de la paz cristiana.