El método científico tenía un problema, y aquel problema se llamaba "color". O mejor dicho, la carencia de nombres para definirlo. En un tiempo de permanentes innovaciones teóricas y técnicas, el conocimiento humano, en agregado, no contaba con herramientas estandarizadas para definir al mismo tono de azul. ¿Cómo diferenciar el verde del césped frente al verde de un camaleón? ¿Cómo bautizar al amarillo de un tulipán frente al amarillo de la miel?
Nacido en la Silesia prusiana, Abraham Gottlob Werner entendía este dilema a la perfección. Reputado geólogo, sus trabajos abarcaban numerosos tipos de rocas y minerales cuya composición cromática superaba en riqueza a las palabras del vocabulario corriente. Werner terminaría alumbrando una historia geológica de la Tierra errada en la mayor parte de sus principios, pero fundamental para alumbrar la geología moderna y el entendimiento sobre la sucesión rocosa.
Poco después, sin embargo, Werner haría algo casi tan importante: crear un diccionario del color. Aquel pequeño apéndice de su obra intelectual creado con objeto de facilitar sus tareas diarias (y la de los colegas que pudieran enfrentarse a sus mismos problemas) cautivó con rapidez a científicos de toda condición. Su Von den äußerlichen Kennzeichen der Foßilien vio la luz en 1774, y apenas dos décadas después ya había sido traducido al francés y al inglés.
Fue este último tomo, traducido por el minero y geólogo Thomas Weaver en 1805, el que crucialmente llegaría a las manos de Patrick Syme. Syme era por aquel entonces un discreto pintor y botánico dedicado a la ilustración de toda clase de plantas. Sus tareas implicaban trabajar directamente con la materia prima y con una amplia paleta de colores, a menudo difíciles de descifrar a partir de las descripciones que aparecían en los notas técnicas de los científicos.
El trabjo de Werner, por tanto, resultaba interesantísimo para Syme. Allí se condensaba una regla universal para la definición de las diversas paletas de colores, un estándar al que pintores y observadores de todo el mundo podían aferrarse. Así, aunque las descripciones sobre el terreno fueran magras (o el científico en cuestión poco hábil con la palabra), tan sólo tendrían que relacionarse con uno de los tonos definidos por Werner. De igual modo, daría igual que el paso de los años decolorara los pigmentos del libro: el color quedaría asociado a la guía de Werner.
Syme hizo suya la traducción de 1805 y la actualizó, pariendo en el camino el Werner’s Nomenclature of Colors, una versión mejorada y ordenada con pigmentos de color a modo de ejemplo. El libro introduciría el color, su nombre, un pequeño recuadro coloreado con su tonalidad y ejemplos de su presencia en la naturaleza. Así, aquel que llegara a sus páginas sabría que el Azul Berlín aparecería en los zafiros, en las hepáticas y en las alas de un arrendajo.
Carambolas de la historia, la versión de Syme quiso caer en gracia entre la comunidad científica británica de principios del siglo XIX, de tal modo que Charles Darwin embarcó con una de sus copias en el HMS Beagle. En su larguísimo trayecto a lo largo de los continentes y los océanos, Darwin se valdría sistemáticamente del sistema diseñado por Werner y plasmado por Syme para recopilar las notas y los ejemplos que le llevarían a su revolucionaria teoría de la evolución.
El cielo "Azul Berlín" de Darwin
Darwin podría en práctica lo aprehendido en toda clase de situaciones: "He quedado maravillado por el bello color del mar visto desde las rendijas de un sombrero de paja", escribiría en marzo de 1832, embarcado ya en el Beagle. En sus palabras y las de Werner, el agua tendría un "color Indigo, con algo de Azul Azur", al tiempo que el cielo se encuadraba en el nítido "Berlín, con algo de Ultra marino". Por aquel entonces, Darwin surcaba los Abrolhos de la costa brasileña.
Las experiencias de Darwin quedarían encapsuladas en sus diarios, conocidos popularmente y para la posteridad como El viaje del Beagle. En ellos, las nomenclaturas acuñadas por Werner y Syme aparecerían con abundante frecuencia. El propio Darwin relataría que caminaría siempre con la guía cromática debajo del brazo, testigo indeleble de un mundo que por aquel entonces no podía permitirse depender de la fotografía o de los colores sintéticos, perennes y perdurables.
Darwin no sería el único en emplear la enciclopedia del color de Syme, como tampoco sería esta la única producida a lo largo y ancho del continente europeo durante los años tardíos de la Ilustración y las décadas tempranas de la investigación científica. Todos y cada uno de ellos establecieron códigos para definir y catalogar el espectro de colores, aunque el de Syme gozó de cierta predilección: William Edward Parry en sus viajes al Ártico, William Hooker o John Richardson, ambos exploradores y naturalistas, se valdrían del catálogo de Werner durante sus viajes.
La paleta era, además, enormemente original y sugestiva: en ella encontramos denominaciones tan fabulosas como el "Púrpura Imperial" (consecuente con la historia), el "Verde Puerro", el "Amarillo del Rey" o el "Gris Ceniza". Colores que a menudo han permeado la memoria popular por su carácter poético y literario, capaces de instalarse en nuestra habla cotidiana con mayor regularidad que los números fríos y esquemáticos de Pantone, RGB o CMYK.
El noble trabajo de artesanos del color como Syme caería en el abandono a mediados del siglo XX cuando los colores sintéticos, la capacidad de reproducirlos y conservarlos en cualquier circunstancia, y las nuevas técnicas digitales incorporaran miles de matices y tonalidades a partir de meras combinaciones numéricas. La nomenclatura de Pantone mataría al "Azul Prusia", y la enviaría al baúl de los recuerdos merced a un sistema más sofisticado y adecuado a las necesidades modernas.
No quita para que, en perspectiva, un libro como Werner’s Nomenclature of Colors resulte delicioso. Tanto es así que Smithsonian Books lo ha reeditado este año respetando la maquetación y el estilo original. Se puede disfrutar aquí.
*Una versión anterior de este artículo se publicó en junio de 2018