¿Cuánto puede llegar a vivir un ser humano? La pregunta ha fascinado a la humanidad durante milenios. Nuestra relación con el envejecimiento ha evolucionado con el paso del tiempo, oscilando entre la más profunda de las admiraciones (y construyendo sistemas políticos a partir de ella) y el rechazo, alimentado por corrientes culturales donde la juventud goza de una posición mitológica en nuestro imaginario. Pero de fondo, tan latente como nuestro lento caminar hacia la muerte, los límites de nuestra existencia siempre han sido objeto de tribulación.
Tan trascendental cuestión jamás cobró tanta importancia como durante el siglo XX. Fue entonces cuando la estandarización de los censos estatales, la mejora de las condiciones materiales de existencia, y el aumento de la esperanza de vida generaron figuras y colectivos dedicados al estudio de las personas más viejas del mundo. De los centenarios, aquellos que superan los 100 años de edad, y de los supercentenarios, el puñado de privilegiados que llegan más allá de los 110 años de existencia.
El listado conocido es muy breve. A día de hoy sólo unas mil personas han logrado franquear el umbral de los 110 años. La mayor parte de ellos nacieron durante el siglo XIX o a principios del siglo XX. Pese a ser una foto incompleta, al no prolongarse más allá del 1800, se trata de un listado fiable: es poco probable que las sociedades previas a la Revolución Industrial conocieran a muchas personas capaces de sobrevivir la centuria, y es menos plausible aún que los censos que así lo registraran fueran fiables.
De modo que el listado de las doscientas personas (cien hombres, cien mujeres) más viejas de la historia de la humanidad se puede interpretar como un hecho. Uno engalanado por la joya de la corona, la mujer capaz de convertirse en una estadística tan anómala que a su vera han surgido multitud de teorías de la conspiración, estudios, peticiones de exhumación e innumerables controversias académicas, procedimentales y geopolíticas. Su nombre es Jeanne Calment, y ningún ser humano ha pasado más tiempo sobre la faz de la Tierra.
122 años y 164 días.
Las ¿pruebas? de su falsedad
Jeanne Calment nació un 21 de febrero de 1875 en Arlés, Francia, mediana localidad de la Provenza retratada durante aquellas décadas en los cuadros de Vincent Van Gogh y Paul Gauguin. Hija de una destacada familia nobiliaria de la provincia, Calment contó con cierta penetración en la vida pública de Arlés, la suficiente como para que durante los años finales de su existencia su longevidad trascendiera a los seis rincones del país. Cuando murió en 1997 ya era toda una celebridad.
O al menos eso creía el reducido grupo de personas que repasaron todos los detalles de su biografía para verificar tan alucinante hecho. Dos personas tuvieron un rol crucial: Jean-Marie Robine, investigador del Inserm, el Instituto Nacional de Salud e Investigación Clínica de Francia, y Michel Allard, especialista en centenarios y supercentenarios. Robine y Allard tuvieron éxito en su empresa, logrando la aprobación del Gerontology Research Group y del Libro Guinness de los Récords. Calment, a todos los efectos, tenía 122 años.
Las sospechas sobre su verdadera edad brotaron a los pocos años de consagrar su nombre a la historia de la humanidad. En el año 2000, un científico ruso llamado Leonid Gavrilov publicó un estudio en el que cuestionaba la validez de los hallazgos de Robine y Allard. Había demasiados agujeros en la biografía de Calment, y, sobre todo, su edad era demasiado paranormal como para aceptarla acríticamente. Ningún otro ser humano había superado los 120 años. Sólo la segunda mujer más vetusta, la estadounidense Sarah Knauss, se le acercaba (119).
La figura de Calment se trataba de una anomalía estadística, demasiado improbable como para ser cierta. La idea no permeó. El reducido universo de los estudios gerontocráticos obvió los argumentos de Gavrilov y marginó cualquier teoría alternativa.
No sería hasta dos décadas después de su muerte, a finales de 2018, cuando las teorías conspirativas cobrarían su forma definitiva, penetrando en la esfera pública. A lo largo de aquel diciembre se produjeron tres hechos extraordinarios: por un lado, la publicación de un discreto paper a nombre de Nikolay Zak, matemático en la Universidad Estatal de Moscú, en el que se desmontaba con todo tipo de detalle el récord de Calment; por otro, una serie de artículos publicados por Yuri Deigin en Medium donde analizaba fotografías de Calment y su hija para negar el hito.
Los trabajos de Zak y Deigin tuvieron un impacto inmediato entre la comunidad científica y en los medios de comunicación. El estudio del primero cimentaba las bases de la teoría: Jeanne Calment era en realidad Yvonne Calment, su hija, supuestamente fallecida en 1934 a los 36 años de edad. Así, la persona a la que entrevistaron Robine y Allard no habría nacido en Arlés en 1875, sino en 1902, y no tendría 122 años, sino apenas 99. Yvonne había adoptado la identidad de su madre en los años '30.
¿Por qué? Zak apunta a un ardid fiscal: en 1934 el impuesto de sucesiones suponía un 38% del patrimonio de un heredero cualquiera. Abrumada ante la posibilidad de perder una fortuna a manos de Hacienda, Yvonne habría adoptado la identidad de su madre, Jeanne, muerta en 1934 por una neumonía a los 59 años de edad. A partir de entonces habría adoptado sus roles y modo de vida, fingiendo ser la mujer de su padre, Fernand Calment (muerto en 1942) y desvirtuando el ránking de las personas más ancianas de todos los tiempos.
Es una teoría atrevida. Deigin tomó gran parte de los hallazgos de Zak y los difundió a través de Medium con una minuciosidad que llamó la atención de la prensa francesa. En una serie de artículos (uno, dos, tres), el autor recopila numerosos documentos fotográficos y desarrolla alocados análisis morfológicos donde disecciona el ardid de Yvonne. La casualidad quiso que el elevado estatus de la familia Calment deparara un amplio archivo de imágenes útil para las teorías de Deigin.
Así, podemos observar cómo las orejas de la joven Yvonne tienen más en común con las de la provecta Jeanne que aquellas de la Jeanne pre-1934. Los análisis comparativos son numerosos y atacan a todos los terrenos del aspecto humano: desde el encogimiento de la estatura conforme avanzan los años hasta la caída de la punta de la nariz en la fase final de nuestra vida, pasando por una barbilla más o menos ancha o las manos anormalmente grandes y marcadas de Yvonne.
El autor se valdría incluso de la tarjeta de identidad de Jeanne durante los años treinta. Sus fotografías serían demasiado informales y desenfadadas como para haberse producido en aquella década, y su descripción física (pelo oscuro, ojos negros) casaría mal con las declaraciones de la propia mujer en las décadas posteriores (cabello castaño, ojos verdes). Lo mismo vale para una supuesta fotografía de una jovencísima Jeanne ataviada al modo tradicional de Arlés, a la que Deigin ubica en los años veinte, y no a principios del siglo XX, por la atadura del pañuelo (con acierto).
En todos los casos, Deigin, guiado por la investigación de Zak, apunta a lo mismo: el aspecto físico de Yvonne Calment se asemeja mucho más al de la anciana Jeanne Calment que el de la adulta Jeanne Calment. Su aspecto fue siempre demasiado joven para su teórica edad. Lo que sumado a ciertos documentos sospechosos, a declaraciones contradictorias a lo largo de la vida de Jeanne y al incentivo de la evasión fiscal, conduciría a una única conclusión: Jeanne, de 122 años, murió en realidad en 1934, y fue su hija la que se hizo pasar por ella durante el resto de su vida.
El grado de minuciosidad roza lo enfermizo. Pero es efectivo. Al inundar al lector de tanta información, tanto Zak como Deigin logran abrumar al lector. Tan elevado volumen de análisis, tantísimo detalle, sólo puede ser cierto. ¿Pero lo es realmente? ¿Habíamos vivido engañados hasta entonces?
El origen de la teoría
Ya durante las postrimeras de 2018 algunos medios franceses, como Sudoest y muy especialmente AFP, se hicieron eco de ambas publicaciones (siempre siguiendo a Deigin, pero citando la investigación de Zak). La reacción de Robine, director del Inserm, en Le Parisien, fue escandalosa:
Jamás hemos hecho tanto por probar la edad de una persona. Nunca encontramos nada que nos permitiera expresar la más mínima sospecha sobre su edad. Tuvimos acceso a información que sólo ella podía saber, como los nombres de sus profesores de matemáticas en el colegio o de reformas realizadas en el edificio. Le preguntamos sobre estas cuestiones. O bien no las recordaba o respondía. Su hija jamás podría haber sabido esas cosas.
Gran parte de la teoría de la conspiración brota de la ausencia de pruebas físicas que verifiquen la identidad real de la anciana. No existían pruebas de ADN lo suficientemente firmes por aquel entonces, y no se realizó autopsia alguna del cuerpo antes de ser enterrado. De ahí que algunas otras figuras de cierta proyección entre la comunidad científica francesa, como Nicolas Brouard, director del área de investigación en el Instituto Nacional de Estudios Demográficos (INED) se hayan mostrado favorables a la exhumación.
A juicio de Robine, sin embargo, los agujeros de Zak son infinitos. No hay evidencia suficiente que acredite el intercambio de identidades para ahorrar impuestos en la Francia de los años treinta. La ausencia de Yvonne en el censo de 1931 se puede explicar tanto por fallos de transcripción como por el primitivo empleo de técnicas mecanográficas por aquella época, y no sólo porque subyacieran intenciones oscuras. Y sobre todo: es imposible que Arlés hubiera obviado la falsificación.
"¿Puedes imaginar cuántas personas deberían haber mentido? De la noche a la mañana, Fernand Calment tendría que haber hecho pasar a su hija por su mujer, y todo el mundo debería haberse mantenido en silencio. Es increíble", opina Robine. Tiene sentido. Jeanne habría muerto a los 59 años, cuando Yvonne tenía 36. El contraste físico entre ambas habría sido demasiado agudo como para que la alta sociedad de Arlés, donde la familia era notoria, lo hubiera pasado por alto. Se trataría de un escándalo en el que varios centenares de personas habrían estado involucrados.
La primera regla que refuta cualquier teoría de la conspiración quedaría así aplicada: es imposible que tantas personas permanezcan en silencio durante tanto tiempo. En especial sin incentivo para hacerlo. Las credenciales de Zak también juegan en su contra: no es especialista en la materia y realizó toda la investigación desde una oficina en Moscú. Por Internet. Suficiente motivo, a juicio de Robine, para desacreditar las teorías.
Sea como fuere, la historia saltó a los medios de comunicación de todo el mundo. Durante los meses posteriores, periódicos de España, Italia, Estados Unidos y Reino Unido se harían eco de las teorías alternativas a la edad de Jeanne Calment, engrosando el largo listado de conspiraciones con cierto éxito mediático. Se iniciaron enardecidos debates, ediciones y contraediciones en Wikipedia. A día de hoy, Calment aparece marcada como "disputada" en listado de personas más ancianas de siempre.
¿Pero a qué motivo obedecía tan repentino interés en el supuesto fraude? A principios de enero, tras unas pocas semanas en la cresta de la viralización, The Washington Post publicó un profundo reportaje analizando los orígenes de la teoría de conspiración. En él, apuntaba a un investigador de la Universidad Estatal de Moscú, Valery Novoselov, que había pasado cierto tiempo advirtiendo a gerontólogos occidentales sobre la falsedad escondida tras Jeanne Calment, amenazando con llevar la cuestión a las autoridades rusas (al SKRF).
Novoselov habría encargado la investigación a Zak, inexperto y sin referencias en la materia, y habría supervisado su publicación. El paper del joven científico no habría llegado muy lejos. Rechazado primero por un journal ruso y más tarde por BioRxiv, un servidor de artículos científicos alojado en Nueva York, habría terminado colgado en ResearchGate, una plataforma abierta donde cualquier persona puede publicar sus investigaciones sin necesidad de vetado previo.
Los periodistas del Washington Post charlaron con ocho expertos en la materia, y sólo uno de ellos se mostró disidente con la versión oficial consagrada en 1997 por Robine y Allard. La investigación de Zak, se decía, no superaba los más básicos preceptos metodológicos, y habría sido motivo de suspenso para cualquier estudiante novicio. La idea cuadra bien con los artículos virales de Deigin: la mayor parte de pruebas son meras observaciones subjetivas con escasa base científica (tal o cual marca en las manos o en el cuello) emitidas desde la pura interpretación.
Como quiera que Francia adora sus símbolos, la historia fue objeto de la atención de medio país. Una petición en Change.org llegaría a dirigirse a Emmanuel Macron para que ordenara la exhumación de la mujer. Sin embargo, el relato de los conspiranoicos cuenta con pocas simpatías entre la comunidad gerontóloga. Rusia es frecuente fuente de información falsa o errónea sobre sus ancianos más provectos. El país no forma parte del Instituto de Investigación Demográfica Max Planck, encargado de recopilar bases de datos sobre la edad de todas las personas de un puñado de países. Sus datos no son fiables.
¿A qué obedece entonces el empeño de Novoselov y de Zak? Hay quien ha entrevisto reminiscencias de la Nueva Guerra Fría abierta entre el régimen de Vladimir Putin y Occidente, y también cierto componente emocional grabado a fuego en la identidad nacional rusa: su magra esperanza de vida (66 años) en comparación con la de los principales países europeos (muy por encima de los 80 años en casi todos los casos). Desmontar a Calment es desmontar, en suma, una dolorosa desigualdad.
Jeanne Calment es una excepción. Por su edad, por su historia y por la extraña teoría de la conspiración que la rodea. Pero lo más probable, para gozo o martirio de quien lo lea, es que sí: alcanzó los 122 años. Lo que significa que quizá algún día otros hollen su récord.