Cuando menos lo espero, recibo un mensaje de aquella amiga que logró lo imposible. Esto es, hacer fortuna en el mundo del cine. “Nuestra mujer en Berlín” (así la llamamos algunos) acaba de terminar su participación en el rodaje de la Suspiria de Luca Guadagnino. Unos meses antes, estuvo implicada en la promoción de The Square, de Ruben Östlund. El caso es que entre un encargo y el otro, tuvo tiempo de pasearse por los despachos de varias productoras.
En una de esas visitas, sus ojos se desviaron inevitablemente hacia una estantería inmensa, llena a rebosar de carpetas con la misma inscripción. En el lomo de cada una de ellas aparecían, en tamaño muy mayúsculo, las mismas tres letras: “DAU”. Ahí había toneladas de material, aquello parecía el sótano de Stanley Kubrick.
Así lo atestiguaban las cuatro imágenes que me mandó vía whatsapp. Fotografías mal enfocadas y ligeramente corridas, como si de un reportaje de periodismo de investigación televisivo (y barato) se tratara, como si hubieran sido tomadas con prisa; como si, de hecho, no pudieran existir. Y sí, más o menos era así. Cuando mi amiga vio aquellas tres letras, pensó inmediatamente en mí, pues fui yo quien le habló, por primera vez, de aquel mito. De aquella película imposible que parecía sacada de lo más profundo del subconsciente de Charlie Kaufman. Dau, era su título.
A mí esto me lo dijo uno de mis más apreciados compañeros de festivales. Al parecer, ésta era una de sus mayores obsesiones cinematográficas. “¿Te acuerdas de Synecdoche, New York?”, me preguntó, “pues en plan real, y ruso”. Aquella película americana de 2008, recordemos, nos hablaba de un director teatral que planeaba presentar su nueva creación en un escenario gigantesco: una reproducción de Nueva York a escala 1:1.
Pues bien, se decía, se comentaba que un tal Ilya Khrzhanovskiy, director que rondaba la cuarentena y del que algunos (unos pocos) habían logrado ver antes una película titulada 4 (Cuatro), andaba a vueltas con un proyecto igualmente faraónico.
Dau, filmada en una ciudad-plató (ahí estaba el gancho), era teóricamente un biopic dedicado al eminente científico Lev Davídovich Landáu, ganador del Premio Nobel de Física en el año 1962. Cima académica coronada después de haber superado -altísimos- obstáculos políticos... y por qué no decirlo, después de haber esquivado numerosos escándalos sexuales. Potentes ingredientes para un cóctel -molotov- que parecía llevar el nombre del todavía desconocido Khrzhanovskiy. Al fin y al cabo, la película con la que ciertos círculos de la cinefília le pusieron en el radar, fue una obra muy amiga de asomarse a los abismos más vertiginosos.
Se dice, se comenta... el rumor como única realidad posible
Así vino a nosotros la criatura, y así desapareció. Hasta que, como ya he dicho, resurgió en forma de casi leyenda urbana. Mi hermano de armas festivalero me contó la historia, y yo se la conté a nuestra mujer en Berlín, y ella escampó la palabra entre sus contactos.
El asunto se hizo viral y fue creciendo, primero por su propia naturaleza, y después por el secretismo que envolvía todo el proyecto. “Se dice”; “Se comenta”; “Según algunas informaciones”; “Es cuanto sé”; “Es lo que te puedo decir” eran los puntos finales habituales a cada pieza de información que nos llegaba al respecto. El resto corría a cargo de un efecto juego-del-teléfono, magnificado éste por el tamaño del objeto de deseo, el cual no admitía pequeñez alguna. De modo que si alguien decía 500 horas (de metraje, se entiende), el siguiente decía 600... y la que venía a continuación añadía otras 100 horas más al cómputo global.
Según los rumores, el director instauró en el set lo que solo podía definirse como auténtica tiranía.
Sucedía lo mismo con todos los demás datos. Con los metros cuadrados (o directamente hectáreas) del plató, con la cantidad de extras, con los años de producción, con los bebés nacidos durante el rodaje, con la suma a la que ascendían las multas impuestas por Ilya Khrzhanovskiy... Y es que por lo visto, el director había instaurado en el set de rodaje lo que solo podía definirse como auténtica tiranía. El director, por lo visto, se convirtió en dictador.
Dau tenía que estar ambientada entre las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, y todo, absolutamente todo lo que viera el teleobjetivo de la cámara y oyeran los micrófonos, tenía que adecuarse a esa época. Para entrar en “El Instituto” (así es como se conocía al inmenso plató, situado en en medio de la ninguna-parte ucraniana), se debían pasar, siempre según las versiones más o menos oficiales, un sinfín de controles de seguridad. Al hacerlo, los miembros de la organización requisaban cualquier objeto o pieza de ropa que descuadrara los cálculos milimétricos de los departamentos de vestuario, diseño de producción, escenografía o proxys.
La obsesión perfeccionista de Khrzhanovskiy (se dice, se comenta...) llegaba también al propio lenguaje. En el estupendo artículo que Michael Idov escribió para GQ (en uno de los poquísimos testimonios directos del work-in-progress de Dau que han llegado a nosotros), se mencionaba el hecho de que el cineasta controlaba hasta las palabras que salían de la boca de sus actores... incluso cuando no se estaba filmando.
Esta pieza de Idov, por cierto, iba mutando poco a poco en relato paranoide con tintes de thriller de espías, en lo que no dejaba de ser una ilustración perfecta del propio fenómeno Dau. Lo que se pretendía con “El Instituto” era una ciudad que viviera las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, durante los años que hiciera falta. Algo así como lo que Terrence Malick hizo en el rodaje de su aclamada El árbol de la vida, durante el que hizo vivir a algunos actores en el set de inspiración suburbial en el que sucedía buena parte de la acción.
La intención era que la vida se desarrollara en un entorno diseñado para que las cámaras pudieran captarla en cualquier momento. Pues bien, con Dau tenía que reproducirse esto mismo... pero en colosal. “En plan ruso”, vaya.
El sentido de un plató-ciudad
Para invocar el espíritu de la época de los años sesenta en la Unión Soviética, los actores tenían que vestirse, hablar y, en definitiva, vivir como la gente de la Unión Soviética en los años sesenta. Personas transformadas en personajes, y viceversa. Sobre el papel, simple; a la práctica, una obra a todas luces farónica... ¿imposible?
Pasaba el tiempo e iba creciendo la rumorología. Con ello, revivían algunos recuerdos que dábamos por enterrados. Por ejemplo, el de Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola. No solo por el carácter mitológico que puede adquirir una película antes de estrenarse (precisamente por los repetidos aplazamientos de su presentación oficial), sino también por la sombra de aquel personaje conradiano que alimentaba su trama; por ese macguffin con cara y voz de Marlon Brando. En la locura y barbarie de la guerra de Vietnam, el Coronel Kurtz había desaparecido... para refugiarse, quién sabe si para crear. ¿El qué? Pues una comunidad con tintes utópicos que, quizás, y sólo quizás, se acercaba más a la distopía.
El sueño convertido en pesadilla. Volviendo a Dau, llegaban rumores (con esto nos contentábamos, siempre) de que Khrzhanovskiy se había apoyado en el Instituto para erigirse como líder de una especie de culto religioso dedicado a él mismo. El director, por lo visto, se convirtió en autoridad suprema de algo que ya iba mucho más allá de una simple película.
De la obsesión perfeccionista, un director erigido como líder de una especie de culto religioso dedicado a él mismo.
A estas alturas, Lev Landáu se había convertido en una excusa: los experimentos sexuales que el científico practicó en vida fueron pretexto también para la posterior recreación cinematográfica. Resultado: el organigrama de la producción se confundía terriblemente con las compañías de cama del director. Siempre, y nunca está de más recordarlo, según los testigos que llegaban a través de otros testigos. En cualquier caso, seguía creciendo el morbo, la incomodidad... la leyenda (¿negra?).
Más teorías; más madera. Corría también el rumor de que Marina Abramovic se había dejado ver por el Instituto. “The Artist was present”, solo con la presencia de la diva de la performance, se llevaba a la propuesta a territorios que superaban holgadamente los límites de lo estrictamente cinematográfico. Y había más, empezó a difundirse otro relato: ¿Y si todo esto no era más que una especie de experimento social?
Se decía ahora que el director se había dedicado a instalar cámaras de seguridad por todo el set, no con la intención malickiana de atrapar lo sublime, sino con el propósito científico (¿y malsano?) de estudiar el comportamiento humano en escenarios de control totalitario. Como en El experimento, de Oliver Hirschbiegel, para entendernos, cinta a su vez basada en el experimento -real- de la cárcel de Stanford, en el que se debían estudiar nuestras tendencias agresivas en ambientes carcelarios. Pues bien, todo esto, pero en plan ruso.
El Instituto itinerante... e incomprendido. Sigue la leyenda
Y volvió a sonar el móvil. Nuestra mujer en Berlín tenía novedades: “Mira, te cuento lo que sé y lo que puedo” [nuestro santo y seña predilecto] “pero creo que Dau finalmente va a ser una realidad”. La pregunta que siguió fue pura inercia. Deseaba saber en qué festival íbamos a tener el placer de cerrar esta historia, porque al fin y al cabo, ¿dónde si no puede caber una película como ésta si no es un certamen como Cannes o Venecia? Solo que claro, el de Ilya Khrzhanovskiy no es un film cualquiera. “Parece que en ninguno”, me dijo ella, “Va a ser en Berlín, pero no en la Berlinale. Y en Londres. Y en París”. Lo sabía porque le habían pedido ayuda para la construcción de un mega-escenario en medio de la capital alemana. Ahí se iba a proyectar, por fin, la esperadísima y escurridiza Dau.
Se despejaban los nubarrones; empezaba a vislumbrarse la luz al final del túnel. Pocos días antes de esta nueva llamada, Internet ardía (es un decir) con lo que parecía ser el tráiler oficial del proyecto. Además, apareció como por arte de magia una página web con una dirección misteriosa, muy a la altura del misterio que rodeaba (y de hecho, animaba) el asunto: www.dau.xxx. Cuando entramos ahí, la providencia nos brindó más datos para seguir alimentando a la bestia. Un video montado con supuestas imágenes de la película de marras, afirmaba lo siguiente:
En 2009, más de 400 personas dejaron aparcadas sus respectivas vidas para volver, durante más de dos años, a la Unión Soviética. Barrenderos, camareros, familias enteras, artistas, físicos ganadores del Premio Nobel, notorios criminales... Todos ellos retrocedieron tres décadas, hasta 1968, para aterrizar en un mundo familiar pero igualmente extraño. Una vez ahí, se fueron abriendo hacia nuevos descubrimientos, tanto a nivel personal como científico. Se enamoraron, traicionaron a sus amigos, engañaron a sus amantes, fueron arrestados y lo perdieron todo. Resultó todo esto en 700 horas de metraje (divididos en 13 películas que forman parte de una serie) con reacciones reales acaecidas en circunstancias extraordinarias. El experimento continúa, en nuevos modos de entender el Instituto.
A partir de ahí, bingo, podíamos acceder a los datos concerniendo a las proyecciones de Dau. La promesa se concretaba en realidad. Se acercaba el momento definitivo. Las ciudades elegidas eran, efectivamente, las grandes capitales europeas. Berlín, París y Londres tendrían el privilegio de mostrar lo imposible. Ya estaba todo en marcha, y nada podría detener el remate de este milagro del séptimo arte... o tal vez sí.
A los pocos días vuelvo a recibir una llamada de ella. El tono con el que inicia la conversación no presagia nada bueno, y en efecto. El desconcierto es máximo a ambos lados de la línea telefónica, los hechos que marcan la actualidad son imposibles de comprender. Parecía que la gloria ya estaba a tocar... pero no.
La web antes citada refleja esa misma desolación. De las tres citas anunciadas, solo queda una, la de Francia. La fecha del evento se ha quedado en un lejanísimo e indeterminado “2019”. En Berlín, como me confirman, se está desmontando todo el tinglado. Por lo visto, el gobierno de Alemania se siente muy incómodo con la propuesta, que a su juicio revive demasiados fantasmas del pasado, y claro, no está dispuesto a tolerarlo.
Se dice, se comenta, que para la presentación en sociedad de Dau, Ilya Khrzhanovskiy tenía en mente una réplica del Instituto en miniatura (es decir, en no-tan-gigantesco) en el corazón de la capital germana. Una micro-ciudad dentro de una mega-ciudad, delimitada por un muro que, ya se ha visto, a algunos les recuerda en exceso el trauma de la partición. Un experimento que para otros (o para los mismos) supone una intolerable banalización de los regímenes autoritarios.
Afirman algunos políticos y columnistas que lo que pretende el cineasta moscovita con todo esto es convertir a la audiencia en su nueva víctima. La proyección de Dau, proclaman, no es tal, sino la enésima ramificación de las perversiones voyeurs de Khrzhanovskiy. En esa ciudad dentro de otra ciudad no sólo se va a mostrar, sino que también se va exigir que nos mostremos.
Temen, a lo mejor, que el espectador se transforme en personaje, o en persona, o en todo al mismo tiempo. Nosotros no entendemos nada, y claramente ellos aún menos. Sólo nos queda claro lo obvio, que lo imposible aún no se ha hecho probable. En el camino, se ha quedado, de momento (y no es poco), en posible.
De modo que seguimos esperando, y en cierto sentido, no puedo evitar alegrarme. A mi yo-masoquista le gusta el sufrimiento (elemental), pero también comprobar cómo de la frustración, del desconocimiento... del misterio, sigue nutriéndose ese objeto cinematográfico no identificado. A lo mejor el verdadero experimento consiste en esto, en ver hasta dónde puede llegar la historia: seguimos comentando una jugada que de momento no existe.
La amiga de un amigo me dice, me comenta, que hasta aquí puede leer. Con esto se levantan las mejores leyendas urbanas. Y los sets más increíbles. Synecdoche Moscú, como Kaufman, pero en plan real, y desde luego, muy-muy ruso.